| 24 de Abril de 2024 Director Benjamín López

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Albert Rivera y Pablo Iglesias, en una imagen de 2015.
Albert Rivera y Pablo Iglesias, en una imagen de 2015.

Rivera, Iglesias y el PSOE van a hacerle, sin saberlo, un favor póstumo a Franco

La iniciativa en el Congreso cumpliría el sueño del dictador. Hay que rebuscar en la historia para saber otros datos que desconoce la izquierda. Por ejemplo, del abuelo de Zapatero.

| Carlos Dávila España

Si se consuma, que no se va a consumar, la exigencia de la izquierda (desde el PSOE a Podemos y los separatistas) acompañados en la ocasión por Ciudadanos, de exhumar los restos de Franco, sacarles de El Valle de los Caídos, y llevarles no se sabe dónde el general Franco, desde su tumba o allá en el lugar en que se encuentre, lo agradecerá. Estará eternamente reconocido -nunca mejor dicho- porque así se cumplirá uno de sus deseos casi postreros: ser enterrado no precisamente en la Basílica de El Valle sino en el Cementerio de El Pardo y eso, desde luego en el caso, que no se va producir, de que los salteadores de tumbas, admitieran que El Pardo puede ser lugar adecuado para el dictador que falleció anteayer, o sea: el 20 de noviembre de 1975.

Franco en sus últimos años de vida cuando su confidente era el doctor Vicente Pozuelo y no Franco Salgado Araujo, primo y ayudante muerto antes, se explayó con el médico, y le comunicó cuáles eran sus otros dos deseos más acuciantes: uno, morir rápido, rapidito decía el Caudillo, otro, verdaderamente sorprendente: ¡ingresar en una Cartuja¡ Pero Franco se llevó un chasco; se murió lentamente tras una espantosa agonía que duró más de un mes, su cadáver se introdujo en una fosa de Cuelgamuros al lado del de José Antonio Primo de Rivera, y obviamente, no pudo ser cartujo.

Toda una frustración para el dictador que, a mayor abundamiento, no puede saber (se murió hace cuarenta y ocho años, recuérdese el dato) que sus huesos están para la izquierda española y sus acompañantes, peor tratados que los de Primo de Rivera sobre los que los estalinistas, los socialistas de no se sabe quién, los separatistas enrabietados y los monaguillos de Ciudadanos, no han dicho una sola palabra.

La razón será, con certeza, que al fundador de la Falange le mataron sus ascendentes socialistas y podemitas (no los de Rivera, claro, que en este asunto viaja de mero comparsa) y Franco, como bien es sabido, expiró en la cama, o la camilla de La Paz, y no fue amortajado con los ascéticos hábitos de los cartujos, sino con el uniforme de capitán general, traje que, en su opinión, debería ponerse sólo en tres ocasiones: para casarse, el día del Corpus Christi y para pasar a la otra vida.

Se murió el autócrata no sin antes dejar un par de perlas cultivadas que contó el doctor Pozuelo en su obra. “Los últimos 475 días de Franco”. La primera es que se puso a la labor de escribir sus Memorias, literatura que llegó hasta la narración de su protagonismo como teniente de Infantería de la XIV Promoción. Interrumpió el proceso cuando se produjo el brutal atentado etarra de la Calle de El Correo de Madrid el 13 de septiembre de 1974. Se quedó el general profundamente afectado y decidió volver a su mutismo habitual.

Otra de las perlas se refiere -Pozuelo lo contaba con su natural entusiasmo- a la escasa atención que Franco prestaba a las recomendaciones. Ni siquiera a la de sus propios médicos, tanto que un día el profesor Schuller, catedrático de Patología y uno de sus consultores de cabecera, le rogó que intercediera ante el Montoro de la época, el ministro Monreal Luque, para que el Fisco no les desvalijara a los grandes médicos mucho más la cartera. Franco sin inmutarse le respondió: “Mas vale que Hacienda les inspeccione porque ganan mucho, que no se acuerde de ustedes porque les compadezca”. Sin duda Cristóbal Montoro hará suya esta sentencia dado la pulcritud y rigor que rigen sus actuaciones.

El abuelo de Zapatero

La izquierda sigue removiendo tumbas mientras la derecha, liberales, conservadores o lo que sean, continúa atemorizada sin atreverse a sacar los huesos sucios (o trapos como  quieran) del otro bando. Por si acaso salen de su ensimismamiento pusilánime les ofrezco en esta crónica, y gratuitamente, un par de datos. El capitán Rodríguez Lozano, abuelo de Zapatero, y sobre el que éste construyó la malhadada y vigente Ley de Memoria Histórica, tiene una historia pendiente que nadie quiere aclarar.

En el libro “La gran revancha” construimos los dos autores la auténtica peripecia del aquel militar oficialmente masón. Resultó que el día 14 de julio de 1936, o sea cuatro días antes del llamado Alzamiento Nacional, el susodicho capitán se encontraba o cosa así, en el pueblo leonés, ahora sepultado por un pantano, de San Pedro de Luna, villa muy cercana, cercanísima, al frente republicano que se había constituido en aquellos parajes. Pues bien: Lozano no se incorporó a ese frente sino que, atrevidamente, puso rumbo a León, capital que fue tomada por las tropas nacionales veinticuatro horas después del Movimiento.

Allí, León, llegó el 20, es decir, al lugar que ya era dominio de Franco. ¿Por qué? En el libro referido un viejo ugetista contaba que Lozano creyó que en la capital su seguridad estaba garantizada. No fue así: horas después de entrar en la ciudad fue detenido. Los nacionales se fiaban de él mucho menos que él de los nacionales. En agosto, y tras un juicio muy descriptible por su impureza, fue fusilado. Todo parece indicar que Lozano trabajaba de agente doble pero que esta condición no le fue reconocida por los adictos al Movimiento.

Aún hay otro episodio en la vida, últimos meses de la vida, del capitán Lozano, que continúa sin solventarse. Hace meses el periodista César Alonso de los Ríos, un enorme profesional que durante la dictadura del general estuvo preso a causa de su militancia comunista, traía a colación de este cronista un pasaje de un libro “Por qué y Cómo mataron a Calvo Sotelo” que en 1982 fue Premio Espejo de España patrocinado por la Editorial Planeta.

Pues bien en ese libro el autor Luis Romero recoge lo acaecido en una reunión celebrada en la primera quincena de junio del 36, un mes antes del Alzamiento o golpe como los lectores gusten, en el domicilio particular de Gabriel Pozas, hermano del general Pozas, fiel a República. Gabriel, al que posteriormente se ha querido justificar escribiendo que “fue falangista sólo por motivos geográficos”, sentó en su casa de la calle Argensola número 3 de Madrid, al comandante Fernández Cordón, el ayudante más cercano de Emilio Mola, el general denominado “El Director” muy a lo fascista dicho sea de paso, al que se consideraba el motor, si no el jefe, del Alzamiento.

Asistieron también a  la reunión, aparte del comandante Fernández Cordón enviado por su jefe que estaba en Pamplona, dos personajes más citados por Romero: Alvarez de Rementería y Sainz Vinajeras, algún otro individuo no identificado y ¿quién más?, pues sí: el capitán Lozano. César Alonso de los Rios ha buceado en los archivos militares para comprobar si entonces existía algún otro Lozano con el  grado de capitán en los Ejércitos. Resultado: ningún otro. ¿De qué se trató en la reunión de Argensola? Pues de los preparativos del golpe que estaba en fase embrionaria y que, en opinión luego transmitida a su superior Mola por Fernández Cordón, tenía entonces todos los visos de ser un fracaso clamoroso.

La derecha no se mueve

Con certeza que nadie desde la derecha tomará la iniciativa de exhumar a los restos del fusilado Lozano al que su nieto José Luís mandó construir un monumento en los aledaños del pueblo, San Pedro de Luna, cercano como hemos escrito al duro y violento frente republicano que se había instalado en aquellos predios. Quizá si la enrabietada izquierda de este país sigue con la monserga de la Memoria Histórica y quiere, como en su día alentó el comunista Llamazares, convertir el 18 de julio de todos los años venideros en el Día oficial de la Condena de la Dictadura Franquista, será la ocasión pintiparada para remover todos los huesos del país. No solo los de Franco a los que su familia está dispuesta a llevar al Cementerio de El Pardo donde él quiso pudrirse para siempre.