| 05 de Abril de 2024 Director Benjamín López

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Pedro Sánchez, este martes en el hemiciclo
Pedro Sánchez, este martes en el hemiciclo

La investidura

El secretario general del PSOE ya sólo habla para los militantes, pensando en un Congreso al que quiere llegar diciéndole a los suyos que él y sólo él se resistió a Rajoy.

| Antonio R. Naranjo Opinión

Rajoy es a la seducción lo que una colonoscopia al sexo, y en ese sentido su tedioso discurso de investidura tuvo una capacidad de estimular similar a la de un estomatólogo metiéndote un largo y grueso cable por el inevitablemente estrecho recto.

Pero como no se trata de divertir, por mucho que de un tiempo para acá el Parlamento se haya convertido en un plató de televisión de tres pistas donde se confunde al más payaso con el mejor y se priorizan los juegos malabares sobre las propuestas documentadas; convengamos en que todo lo expuesto forma parte del atrezzo exigible a un aspirante a presidir un Gobierno:

Un análisis serio sobre las necesidades del país, un conocimiento realista sobre los riesgos de prolongar mucho más la provisionalidad, una asunción razonable –aun a regañadientes- de la necesidad de pactar y entenderse con terceros y, finalmente, una incontestable demostración de la inexistencia de alternativas que no sean volver a las urnas o caer en las garras de un Gobierno Frankenstein hecho a jirones por fuerzas incompatibles y enemistadas entre ellas y dentro de ellas mismas.

Nada de ello valdrá, sin embargo, para evitar que el desenlace sea el mismo que en una película de terror barata en la que todo el mundo, desde los créditos, sabe quién es el asesino: ese Pedro Sánchez que, con 85 diputados, el PSOE dividido y un partido a su izquierda dispuesto a hacerle el paseíllo; se permitirá seguir bloqueando el país sin tener alternativa con el único objetivo de sobrevivir él mismo.

La carrera de Sánchez, un "despropósito"

El secretario general del PSOE ya sólo habla para los militantes, pensando en un Congreso al que quiere llegar diciéndole a los suyos que él y sólo él se resistió a Rajoy: ni Felipe ni Guerra ni, especialmente, Susana Díaz. “Yo sí aguanté”, dirá Pedro en ese cónclave secundario salvo para los 190.000 afiliados que suponen el 0.04% de la población española, despreciando en el viaje la opinión de los ciudadanos y de sus propios votantes porque en esta jugada sólo le importa lo que opinen y voten sus afiliados.

Que utilice el más genuino emblema de la democracia parlamentaria para presumir en un bolo privado convocado para dentro de unos meses le convierte, ya sin mucho margen de duda, en el peor aspirante a la presidencia que nunca tuvo ni tendrá España, ese país en funciones y necesitado de grandes hombres como nunca que tiene en Pedro, exjugador de baloncesto, el capitán de una selección de pigmeos interesados.

La carrera de Sánchez ha sido toda ella un despropósito destinado a tapar sus incesantes hecatombes con pactos, apaños y tácticas de simulación de victorias y éxitos destinados a seguir en el trono, aunque ya no hubiera reino: primero fueron las Autonómicas y Municipales, saldadas con un desastre para el PSOE que compensó entregándose a Podemos para gobernar donde fuera al precio que fuera y contener a Susana Díaz.

Después su primera derrota en las Generales, con el peor resultado histórico del PSOE desde la restauración democrática, aprovechándose de la pasividad de Rajoy y tal vez engañando al Rey para intentar una investidura imposible que sólo servía para aplazar el debate interno sobre su dimisión.

Y finalmente, tras otro desastre en las urnas aún más notable, bloqueando al país y jugando con el fuego imposible de un Gobierno alternativo con su enemigo –Podemos- y todas las excedencias parlamentarias más siniestras –que juntas sumarían más diputados que el PSOE y harían de ese presidente un mero mayordomo suyo- para llegar a su Congreso presumiendo de Leónidas frente a los persas.

La mediocridad de Sánchez es solamente comparable a la de sus rivales internos

Que en todo este tiempo las imágenes más célebres de Sánchez hayan venido de playas mediterráneas y festivales musicales empareja la ética de sus decisiones con la estética de su liturgia, rematada con un desprecio institucional hacia un señor que representa a once millones de personas en una frase, ahora sí, para la historia: “Ha sido una reunión perfectamente prescindible”.

La mediocridad de Sánchez sólo es equiparable a la de sus detractores internos -con excepciones tan decentes como la del presidente extremeño-, incapaces decir algo básico que les libraría, de paso, de presentarse también ante sus militantes explicando una abstención beneficiosa para el PP: han tenido tres ocasiones para pedir la dimisión de Sánchez, y en las tres se han callado por razones igual de internas, igual de tácticas e igual de ramplonas.

Algo serio pasa en el PSOE para que nadie se vea con capacidad intelectual, habilidad pedagógica y altura política para decir que permitir el arranque de la legislatura en una España en llamas no supone respaldo alguno a su rival endémico; y que el silogismo hay que encontrarlo en un campo de fútbol cuando, tras pararse el juego por un incidente, se devuelve el balón al rival que lo tenía.

Una "anomalía vergonzosa"

Que Sánchez tenga a España cogida por las entrañas con sólo 85 diputados y que coquetee con lo peor de cada casa para salvar su bronceado trasero ibicenco es una anomalía vergonzosa pero también una lección para los tiempos que corren: no es que el más tonto haga ya relojes; es que ahora pone una relojería y cambia la hora.

El contraste entre la apabullante frivolidad de un PSOE secuestrado por un dirigente incompatible con la larga y rica historia de su partido y la responsable seriedad de un Albert Rivera que de no existir debería inventarse, ofrece una última lección de la que el propio PP, antes que nadie, ha de tomar nota: sea hora o en octubre o tras la Navidad; Rajoy volverá a ser investido (ya lo estaría si el mandato interno de Sánchez tuviera tres años por delante) porque cualquiera de las otras opciones son una locura y un peligro; pero de nada valdrá si no entiende la contrición que ha de hacer para no hipotecar en su persona el futuro de su partido y no aplica en el fondo, en las formas, en las caras y en los mensajes el mismo tono y las mismas intenciones que mostró en su investidura.

Que Rajoy tenga todo el derecho a gobernar, una verdad indiscutible tras dos victorias seguidas, no disipa la certeza de que con cualquier otro candidato a la presidencia el objetivo del PP ya se habría logrado y, probablemente, con un acuerdo de legislatura y una coalición de Gobierno estable.

Esa razonable hipótesis no da para pedir la cabeza de quien, por decisión de votantes informados por mucho que la brocha gorda más abyecta les presente como devotos de la corrupción en una causa general contra el PP impresentable; ha sido elegido muy por encima de sus rivales.

Pero sí debe hacer reflexionar y cambiar a quien apela a los mayores sacrificios del resto por el bien del país y luego sitúa su propia subsistencia como requisito indispensable para poner a España en marcha: algo tan legítimo cuando se ganan elecciones –de manera especialmente elocuente en junio- como insuficiente si de verdad, como el propio presidente en funciones recalca, estamos en un estado de excepción necesitado de medidas y decisiones excepcionales.