| 23 de Marzo de 2024 Director Antonio Martín Beaumont

× Portada España Investigación Opinión Medios Chismógrafo Andalucía Castilla y León Castilla-La Mancha C. Valenciana Economía Deportes Motor Sostenibilidad Estilo esTendencia Salud ESdiario TV Viajar Mundo Suscribirse

Ignatieff, o el fracaso de un intelectual en la política

Ignatieff fue líder del Partido Liberal de Canadá desde 2008 hasta 2011. Su altura y su fracaso simbolizan el complejo tránsito de los intelectuales al escenario público.

| Luis Marí-Beffa Opinión

Michael Ignatieff fue líder del Partido Liberal de Canadá desde 2008 hasta 2011. Su intención política para su país resultó tan lúcida, bienintencionada, honesta y realista, defendiendo los derechos de los ciudadanos, sin dejar de lado sus obligaciones, en ese sutil equilibrio que solo consiguen las democracias liberales, que fue derrotado por el partido conservador, su principal adversario político. Sin embargo, al igual que sucedió con Mario Vargas Llosa en Perú, su legado y sus ideas obligaron a la política que acontecería con posterioridad a continuar transitando por el sendero que él marcó, tal y como lo testifica el reciente triunfo en las urnas de Justin Trudeau -hijo de Pierre, mítico ex primer ministro canadiense-. 

Como afirmó Enrique Ghersi en una reciente entrevista, en relación al creciente desmoronamiento de los populismos en América del Sur -curioso el contraste con Europa-: "El caso del Perú nos dice que uno puede perder una elección y tener a la vez un triunfo político. Es la paradoja del gran reformador. Esto ocurre cuando en un proceso electoral, uno de los candidatos es alguien que tiene ideas, un ideólogo, no sólo un político. Eso pasó en 1990 con Vargas Llosa. Tenía un programa ideológico liberal y una visión integral del país, no sólo de una política económica particular. (...) Los asesores políticos nos dijeron todos: "Van a perder". Y perdimos. Pero cambiamos el país. Tuvimos una derrota electoral, pero un triunfo político, porque fijamos la agenda hasta hoy. Son los intelectuales con las ideas bien definidas, que no tienen miedo a impulsar un cambio político, a pesar del coste, los que terminan ganando, porque fijan la agenda. Luego no importa quién sea el presidente, porque es prisionero de una agenda que ya no puede cambiar".

Pero Ignatieff, o Vargas Llosa, no han sido los únicos intelectuales que han fracasado en su empeño de propagar los valores de una sociedad libre y democrática. Alexis de Tocqueville se hundió en su escaño del parlamento francés durante una década, denunciando con amargura los vacíos discursos de sus colegas. Stuart Mill también probó el sabor de la derrota política. Max Weber jamás consiguió ser candidato del Partido Demócrata. Como políticos en activo, besaron la lona. Como teóricos de la democracia y la libertad, como creadores de agendas -en palabras de Ghersi- se convirtieron en referencias ineludibles para que una sociedad se estructure de una manera civilizada, estudiados en las instituciones universitarias que deben su nombre a un espacio de sereno debate y riguroso estudio. 

Como políticos en activo, besaron la lona. Como teóricos de la democracia, se convirtieron en referencias ineludibles

Que a la lucidez intelectual le acompañe el fracaso político con tanta frecuencia, en opinión de Ignatieff, se debe a que las apariencias, la ubicación interesada, la discreción y el disimulo desvergonzado, son incompatibles con el rigor académico, pero imprescindibles para convertirse en una planta política trepadora. Como se suele decir: los hombres de acción desprecian a los hombres reflexivos. "Aquellos que pueden, hacen; aquellos que no pueden, enseñan". Pero estos, y solo estos últimos, son los que resisten el largo, crudo, inflexible y pesado paso de la Historia sin que su brillantez personal desaparezca. Los primeros suelen tener la consistencia de una estrella fugaz.

La historia de un liberal

En "Fuego y cenizas: éxito y fracaso en política" se cuenta la historia de un perdedor. La historia de un triunfante perdedor, valga el oxímoron. Que se negó a bajar la cabeza al ruedo político de los reality shows televisivos, al abuso de palabras desentrañadas de significado y lugares comunes tan dulces al oído, para optar por moverse en el terreno de las ideas políticas, sin miedo a perder por ello. Fuego y Cenizas es la historia de un liberal. De un auténtico liberal. De un admirable individuo que se enfrentó con generosidad de espíritu a sus contrincantes: en un lado del ring los conservadores y en el otro ese socialismo que rebrota, casposo y de un libro -porque en política, como siempre suelo recordar, no es tan peligroso no leer como leer un solo libro-. Él se situó en medio.

Que a la lucidez intelectual le acompañe el fracaso político se debe a que el disimulo desvergonzado es incompatibles con el rigor académico

En aquellas elecciones a Ignatieff le acompañó un fuerte sentimiento de amargura, sin saber que su partido años después vencería por mayoría absoluta. No fue el ego tocado, ni la ambición truncada, sino como él mismo admitió: lo que más le dolió fue perder su derecho a ser escuchado. Según explicó el intelectual liberal en Fuego y Cenizas, pocas cosas peores en la alta política le pueden suceder a un líder que perder su derecho a ser escuchado. 

Cuando se entra en el lodo político uno ha de asegurarse su derecho a ser escuchado. La expresión viene de ser capaz de poder testificar ante un tribunal, así como de la propia autoridad para defender una determinada postura ideológica. Esto no va a garantizar la victoria política, pero sin ello es del todo imposible. No obstante, este derecho no es un derecho como tal, es solo una concesión del votante, que actúa en el papel de tribunal. Todos conocemos a políticos muy valiosos, dentro de todo el espectro político, a los que el electorado les negó este derecho. 

El derecho a ser escuchado

Ignatieff había viajado por el mundo, había conseguido labrarse un brillante horizonte laboral y había vuelto, tras abandonar su cátedra en Harvard, para servir a su país. Pero los conservadores consiguieron acabar con su derecho a ser escuchado con una estrategia tan sencilla, como útil: definirlo, aunque fuera de una modo pobre e inexacto, antes de que él mismo pudiera hacerlo. Ignatieff ocupó diferentes cargos universitarios en Cambridge, Oxford, Toronto y, como se indicó antes, Harvard.

 

Precisamente a esa coyuntura vital se asieron los conservadores para arruinar su carrera política: su supuesta condición de no canadiense por haber dedicado gran parte de su vida a viajar, estudiar y trabajar en el extranjero. Una crítica simplona y paupérrima: perfecta. "Michael Ignatieff está de paso". "Michael Ignatieff solo de visita". "Michaell Ignatieff no está aquí por ti". Sus adversarios habían seguido a pies juntillas la regla esencial del ataque: apuntar a sus virtudes y dejar que las debilidades hicieran solas el resto del trabajo. Fueron directos al relato del hijo pródigo. Pero le dieron la vuelta. Se convirtió en un oportunista, un elitista al que solo le preocupaba su propio beneficio y no el de los canadienses.

Aquel desvarío combinaba a la perfección la cuestión de la clase social -que suele generar la envidia de una gran parte de la sociedad- y la ciudadanía pata negra, en una línea de ataque desoladora, que le negó automáticamente su derecho a ser escuchado. Michael Ignatieff representa el punto de inflexión contemporáneo entre la política, la de verdad, y la decadencia que ha desembocado en el triste panorama social que se extiende ante nosotros. 

¿Qué diferencias existen entre el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen y Podemos? Muy pocas. ¿Y cuántas son las similitudes? Muchísimas.

En 2006, dos años después de ingresar en la UE, miles de húngaros dirigidos por el partido conservador FIDESZ, o Alianza de Jóvenes Demócratas (qué obsesión tienen los fascistas con la democracia) salieron a las calles enarbolando las banderas del antiguo Reino de Hungría, después de que el primer ministro socialista admitiera que falseó las cuentas públicas. Estos jóvenes demócratas irrumpieron en la televisión pública y la incendiaron. Cuatro años después, el FIDESZ, ese partido escoba, consiguió la mayoría absoluta con más de dos tercios de los votos. 

Entre Le Pen e Iglesias

En toda Europa está creciendo el populismo a una alarmante velocidad. En el norte de Europa, en Alemania, en Grecia, Italia, Hungría, Polonia o España. Porque el peligro del populismo no es tanto este vertiginoso aumento del apoyo popular a la "nueva política", que tiene de nueva lo que yo de escandinavo, sino el irremediable contagio que provoca en los partidos tradicionales, incluso en gobernantes que otrora fueron respetables y que han sucumbido a la simplificación de la realidad, a ir en contra de las élites económicas y sociales de un modo irracional, a situar lo emocional en un plano superior a lo racional, al mesianismo, a la incesante movilización social y al -supuesto- carisma del líder.

Los mismos factores en diferentes países con ideologías que, aunque parezcan opuestas, no lo son tanto. ¿Qué diferencias existen entre el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen y Podemos? Muy pocas. ¿Y cuántas son las similitudes? Muchísimas. Esta es la razón por la que es esencial que en la política nunca desaparezcan personajes de la talla de Michael Ignatieff, que se adentró en la política de máximo nivel durante seis largos años y, al regresar a su silencioso mundo de libros, dando vueltas y visitando los anaqueles de las bibliotecas, reflexionó mucho sobre qué factores pueden llevar a un académico honesto e íntegro a emprender este viaje que puede suponer un serio revés vital, sea cual sea el desenlace. Ya que, en la actualidad, el laberinto kafkiano de las gigantescas democracias modernas se está convirtiendo en un lugar cada vez menos kantiano.