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La ministra de Igualdad, Irene Montero
La ministra de Igualdad, Irene Montero

Incondicional de Irene Montero

El autor considera fascinante a la joven activista "sentada a dedo en el Consejo de Ministros, empezando por ese discurso afectado, con el gesto taciturno y su absoluta falta de complejos".

| Roberto Granda Opinión

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Sigo con el máximo interés y expectación las intervenciones públicas de Irene Montero, desde que sólo era una figura emergente en el partido, cuando fue puesta de portavoz consorte y adorno ornamental en detrimento de Tania Sánchez (contendientes caídas en liza por el amor del líder) y pasando por la entronización en Igualdad y la forma en que se pergeñó el crimen masivo del 8-M de 2020. Esa desenvoltura con la que admitía que sabían del peligro pero que siguieron adelante pero con la mano no, superfuerte tía.

Todo es fascinante en esta joven activista sentada a dedo en el Consejo de Ministros, empezando por ese discurso afectado, con el gesto taciturno y su absoluta falta de complejos intelectuales, la seguridad desternillante y un poco lastimosa con la que expande su retórica victimista, los imaginarios enemigos externos (ultraderecha, terrorismo machista) con los que se cree en abierta batalla; la forma en que va colando eslóganes falaces pero muy peligrosos, sobre todo si son creídos por otras criaturas desvalidas culturales como ella.

Observo con suma atención la manera en que se cisca en el idioma y en el lenguaje con singular desparpajo e inventiva, desprecia todo lo que mínimamente pueda sonar a sentido común o reglas semánticas, deja perplejos a los periodistas que cubren sus intervenciones con alguna contradicción sin mediar más que unos segundos. Vive en un universo paralelo y maniqueo, donde el mal está encarnado por el heteropatriarcado y otros neologismos cochambrosos. Se ha creado su propio universo y en él habita. Sólo nos queda contemplar asombrados.

Me regocijo compartiendo sus ocurrencias con otras mujeres; veo, con vocación sociológica, la perplejidad e impotencia con que las muchachas inteligentes a las que nadie necesita pastorear desde un enajenado ministerio encajan cada nuevo dislate. Pero ellas no se ríen. Encuentran indignante lo que a mí me parece tan interesante como divertido.

Montero es una fuente involuntaria de comicidad

Es verdad que fuera de la cohorte de palmeros y de enchufados al ministerio con cargo al presupuesto, no se me ocurre a nadie a quien Irene Montero pueda representar, o al menos a nadie que no vea la vida desde el prisma viciado del fanatismo vía subvención; pero precisamente por eso me parece tan cautivador todo lo que la rodea.

Montero es una fuente involuntaria de comicidad, aunque a veces empuje a la compasión, pues acostumbra de forma asidua a romper a llorar, lo que indica nervios destrozados por algún macho alfa de los que no hacen prisioneros.

Fuera de las declaraciones oficiales, es vocinglera, bajuna, se comporta y se expresa con la impericia de una choni escandalosa hasta en la tribuna del Congreso

Fuera de las declaraciones oficiales, es vocinglera, bajuna, se comporta y se expresa con la impericia de una choni escandalosa hasta en la tribuna del Congreso, y me pareció muy significativa la forma en que trataba al servicio doméstico, obligando a una escolta a calentarle el coche e ir a por la comida del perro. Tiene aires de nueva rica, le gusta posar coqueta y pizpireta en las revistas de moda y lanzar soflamas contra el capitalismo desde la dacha de Galapagar.

Todo en ella es tan extremo y tan extravagante que, más que escandalizar, cuando se la escucha, ante la pregunta de si condena una agresión sexual, decir que ella “condena el fascismo” (sic) uno solo puede sonreír y dar la cabeza, como cuando un bebé excesivamente inquieto te pintarrajea el sofá o hace sus deposiciones fuera de sitio.

No puedes cabrearte, aunque ése sea tu primer impulso. Las deposiciones de Montero no son tomadas en serio por nadie con más de dos dedos de frente, y alguien tan maquiavélico y hábil estratega como Sánchez sabe que tenerla, de momento, ahí, es el peaje que tiene que seguir pagando por la coalición de los autodenominados progresistas, es decir, la cuota de ministros impuesta por Podemos una vez que el asaltante de la Moncloa hubo superado su insomnio.

Montero nos hace volver a los años de la censura y del miedo

La cerrazón ideológica de su delirio ultrafeminista, mezclada con la ignorancia, hace su agosto en pleno auge de la cultura de la cancelación, esa asfixia de la razón. Libros, películas, conciertos...todo puede caer en esta inquisición moderna, que persigue las miradas y castiga los piropos, regresando así a la más rancia España de represión en nombre de la moralidad. Por eso nos gusta Montero, porque nos hace volver, a los que no los vivimos, a los años de la censura y del miedo. Es un viaje en el tiempo a bordo de su inconmensurable estulticia.

Y le pone ganas la muchacha, porque para acusar de maltratador sin pruebas y con sentencia a su favor al ex marido de De Juana Rivas o montar un caso de acoso contra Calvente hay que tener unos ovarios muy gordos. No es que le dé igual la presunción de inocencia, eso ya le queda muy atrás, es que cuando algo no se adecúa a su realidad, ella crea su propia realidad, y si hay que echar mierda sobre un inocente, se echa sin rubor ninguno. Para quitarse el sombrero.

Detrás de esa apariencia de sectaria algo trastornada hay un porrón de millones para un chiringuito encabezado por alguien que defiende dictaduras genocidas

También se aprende mucho si uno se fija en cómo las víctimas de una violación en manada merecen ser apoyadas o no según quién sea ella y según quiénes (y de dónde) sean ellos. Esa mezcla de maldad y estupidez es la que me tiene embelesado.

Y eso que detrás de esa apariencia de sectaria algo trastornada hay un porrón de millones para un chiringuito encabezado por alguien que defiende dictaduras genocidas, que publicó lacrimosos mensajes en redes sociales cuando Fidel Castro, por la vía de la edad, tomó el camino del infierno. Y tratas de entenderla porque todos más o menos tuvimos una época de desconcierto ideológico donde nos atraía la figura del Che y cantábamos las canciones de 'Reincidentes'. Lo que pasa que esos desvíos de adolescencia no costaban a los españoles 500 millones de euros. Somos un país con mucho sentido del humor.