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El inicio de la leyenda del Conquistador

Jaime I resultó vencedor y magnánimo de la revuelta aragonesa, perdonó a sus vasallos y devolvió tierras y castillos a sus dueños. Y su prestigio personal no dejó de aumentar

| Carlos Mora Casado * Edición Valencia

Apenas se estaba secando la tinta del trato con Abu Zayd cuando Jaime I, de regreso a sus bases, se encontró con un destacado noble aragonés, Pedro de Ahones, al mando de un nutrido grupo de caballeros. No solo irritó al rey que estos se dispusieran a atacar a los infieles ahora y no antes, sino que además estaban dispuestos a hacerlo al margen de su reciente acuerdo. Permitírselo hubiera supuesto deshonrar la palabra real. Pero fue imposible convencerle, hasta el punto que preso de la ira, el rey se abalanzó sobre su vasallo y le obligó a huir. La situación terminó de agravarse cuando Ahones fue mortalmente herido durante la persecución.

La revuelta nobiliaria estalló inmediatamente y se extendió por todo Aragón. El rey fue increpado en Daroca y los castillos de Bolea y Loarre, en posesión de Ahones, le cerraron sus puertas. Con excepción de Calatayud, todas las principales ciudades aragonesas se unieron a la revuelta, como también lo hicieron algunos nobles catalanes aglutinados en torno a Guillem de Montcada.

Los precedentes auguraban otro desenlace humillante, pero el rey ni era ya el mismo ni estaba dispuesto a que se repitiera algo similar al encierro en Zaragoza. No volvería a retroceder. Cuando la hueste jaimina que cercaba el castillo de los Celles fue cercada a su vez por fuerzas rebeldes superiores que acudieron en auxilio de la fortaleza, no vaciló.

Mantuvo sus posiciones: o le atacaban directamente o él no se iría. Una disyuntiva que sus adversarios no esperaban y que prefirieron no dilucidar al retirarse del campo. Cuando Huesca le ofreció la posibilidad de negociar, el rey repitió su osadía y entró en ella prácticamente solo.

La monarquía salió muy favorecida de esta crisis. El rey resultó vencedor y magnánimo, perdonó a sus vasallos y devolvió tierras y castillos a sus dueños. Y su prestigio personal no dejó de aumentar. Al año siguiente, en 1228, mediante astucia y habilidad política, en el condado de Urgell rindió todos los castillos a su paso.

La paz y la pacificación resultante fueron aprovechadas rápidamente por el rey. A finales de 1228 presentó a sus vasallos su nuevo proyecto expansivo: la conquista de Mallorca. Recuperaba así un proyecto ya ideado por su padre. El objetivo de la campaña no solo era asequible, sino que el momento era propicio.

El wālī Abū Yahyā gobernaba Mallorca de forma nefasta e incluso en vísperas de la invasión cristiana tuvo que sofocar una revuelta. No se trataba de un adversario cohesionado y unido y de hecho, algunos musulmanes ayudaron a Jaime y le proveyeron de valiosas informaciones y provisiones para su ejército.

Jaime I se aplicó la mayor parte del año siguiente en la captación y movilización de sus fuerzas para la expedición, presentada como una cruzada contra los infieles. La isla fue dividida de antemano en lotes para repartirla una vez fuese conquistada, pero bajo la soberanía real. Finalmente, el 5 de septiembre de 1229, zarpó la armada.

Esta era formidable: 700 caballos y alrededor de 10.000 infantes embarcados en más de un centenar de barcos. El propio rey se hizo a la mar a bordo de su galera, la Montpellier. La sombra del fracaso pareció cernirse de nuevo cuando apenas iniciada la navegación se levantaron fuertes vientos, pero el rey rechazó dar la vuelta.

Yahyā no cejó en su empeño de obstaculizar el avance enemigo sobre la ciudad de Madîna Mayûrqa. Cuando un primer contingente fracasó en su intento de repeler el desembarco, lanzó al grueso de sus fuerzas a ocupar los pasos de la sierra de Na Burguesa, llamada Portopí por aquel entonces.

En la batalla campal que tuvo lugar el 12 de septiembre el rey tuvo que arengar repetidas veces a sus vacilantes tropas. Algunos de ellos gritaron: ¡Vergonya, cavallers, vergonya!». Allí halló la muerte,  entre otros, Guillem de Montcada.

La victoria despejó el camino hacia la ciudad, la cual fue puesta bajo asedio. De nuevo Yahyā presentó una dura resistencia: reparó continuamente las brechas que las máquinas de guerra  provocaban en su perímetro defensivo y atacó y obstaculizó las trincheras de aproximación y minas que excavaban los cristianos.

Yahya podía albergar cierta esperanza en que le llegase ayuda externa, principalmente de Abu Zakariyya desde Túnez, pero esta nunca se concretó. Al final, su resistencia le condenó. Cuando ofreció una paz victoriosa del agrado de Jaime I, los miembros de su consejo, ávidos de botín, la rechazaron.

Se exigía venganza por los caballeros que habían muerto durante la campaña, el asedio estaba muy avanzado y se habían pasado demasiadas penalidades. El 31 de diciembre de 1229 la ciudad fue asaltada y saqueada sin piedad por parte de los cristianos.

*Doctor en Historia-UV. Dottore di ricerca-UniCa