| 28 de Marzo de 2024 Director Antonio Martín Beaumont

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Vacunas

Según Unicef, cada año las vacunas salvan las vidas de entre 2 y 3 millones de niños. Sin embargo, la quinta parte de los niños de todo el mundo sigue sin recibir las vacunas básicas

—Yo no vacuno a mi hijo porque las vacunas son un negocio.

—¿Sabe cuál es otro negocio? Vender ataúdes chiquitos...                                                                                

       (Dr. House)


Solía contarme mi madre aquellos viajes al amanecer, cuando me llevaba arropado entre mantas  sobre sus brazos cálidos, en alto, rígidos y extendidos porque todos le decían que era lo mejor para mis piernas de plastilina, embarazada del cuarto hijo y con la nieve cubriendo sus tobillos, los labios tiritando, esperando un autobús que enlazábamos con el metro, minutos interminables, camino de la machacona y diaria rehabilitación en el hospital del Niño Jesús.

Luego, hacia el descollar del mediodía regresábamos a casa con apremio. Yo, a dormir el agotamiento en la penumbra, ella, nerviosa, con las prisas obligadas por preparar la comida de mis hermanos que volvían del colegio. Mi madre aun tardaría varias décadas en conocer que una simple vacuna podría haberme librado de esa polio que reclamaba como una sanguijuela toda la abnegación y el esfuerzo que le podíamos entregar.
La vacuna contra la polio estaba disponible en todo el mundo desde el año 1955. Yo me contagié en 1961. En España, entre ese año 1955 y 1963, cuando se inició la primera campaña, 14.000 niños fueron infectados por el virus con tremendas secuelas ya para siempre y cerca de 2.000 murieron, incapaces de superarlas. El gobierno del dictador Franco silenció la epidemia. Ocho años. Esas cosas aquí no pasaban. Nunca fue prioritario salvarnos de aquella parálisis infantil que estaba asolando el país.
Lo antes descrito forma parte de un pasado infausto que muchos todavía tenemos bien presente. Sin dinero con que pagarlas, todos aquellos padres hubieran dado parte de sí mismos por haber dispuesto de una de aquellas vacunas escamoteadas que concedían salud. Que regalaban vida.

 El descubrimiento del Dr. Jonas Salk vino a detener una pavorosa epidemia mundial que se cebó especialmente con los niños, que marcó la memoria colectiva de las gentes. Por eso, porque lo sentimos como propio, duele especialmente cuando hoy escuchamos con cierta dosis de frivolidad como muchas voces, cada vez más poderosas, claman contra las vacunaciones infantiles.
Andrew Wakefield publicó en 1998 un estudio relacionando autismo y vacunas. Un auténtico espaldarazo para los lobbies antivacunas. Más tarde se probó que la investigación era fraudulenta, que el médico había recibido dinero de esas organizaciones y que el estudio se realizó con tan solo 12 niños. Fue un escándalo.

El colegio de médicos del Reino Unido le retiró la licencia, pero el daño ya estaba hecho. Las organizaciones antivacunas le consideraron desde entonces una víctima del Sistema. Al igual que Alan G. Phillips, un abogado estadounidense defensor de quienes se niegan a asumir la obligatoriedad de vacunarse, autor de numerosos libros y artículos defendiendo a “quienes discrepan abiertamente de que las vacunas sean la solución a todos nuestros males”.
Jenny McCarthy, actriz y modelo, decidió volcarse en el activismo antivacunas cuando supo en 2014 que su hijo padecía autismo, organizando manifestaciones, conferencias y llevando su cruzada a programas como el de Ophra Winfrey, apoyada por el actor Jim Carrey, que se sumó a la causa tras haber mantenido durante cinco años una relación con la actriz.

Robert de Niro, padre también de un niño autista, ha ofrecido una recompensa de 100.000 dólares a quien lo pruebe y en 2016, en el festival de Tribeca que él fundó, presentó un documental contra las vacunas. Toda una biblia para estos grupos. Italia acaba de elegir como ministra de Sanidad a Giulia Grillo, que ha construido su carrera política criticando la vacunación obligatoria en un país donde el sarampión ha pasado en tres años de ser una enfermedad controlada a una epidemia en expansión.

Y Donald Trump, que en esto de los disparates y despropósitos se siente como una rana en su charca. En 2014 lanzó un tuit, su particular boletín oficial, donde anunciaba que lucharía porque los niños recibieran las vacunas adecuadas, finalizando con una palabra: "Autismo". Ahora, ha encomendado una comisión sobre la obligatoriedad de la inmunización a uno de los gurús estadounidenses contra las vacunas: Robert F. Kennedy Jr. (sobrino del expresidente asesinado).   
En España estos movimientos no están arraigados, afortunadamente, pero hay quien está empeñado en fomentar esos bulos como modo de generar audiencia. El locutor y presentador Javier Cárdenas dedicó unos de sus programas de radio a la relación entre autismo y vacunas y se basó en un estudio, de escaso fondo, que hablaba sobre el aumento de casos en Estados Unidos. 
La base negacionista de estas organizaciones (aparte de ir contra la rapiña codiciosa de las farmacéuticas, que ese es otro debate) es relacionar los casos de autismo con el timerosal, un compuesto de etilmercurio, que muchas vacunas utilizaban como preservante.

Sin embargo, según han probado numerosos estudios científicos y ha certificado la Organización Mundial de la Salud (OMS), solo supone un 0,1% de las fuentes de mercurio a las que está expuesto el ser humano. La OMS defiende el uso de estos conservantes porque “evitan el crecimiento de bacterias y hongos contaminantes que se pueden introducir durante el uso repetido de los viales multidosis”.

Aun así, por precaución, el timerosal ha sido retirado de muchas vacunas desde 2001. 
Se hace difícil creer que se le dé más validez a tesis pseudocientíficas y a estadísticas dudosas y manipuladas, reforzadas por testimonios de quienes encuentran consuelo culpando a la sociedad, no asumiendo que la vida a veces es dolorosamente imperfecta, antes que a investigaciones metódicas y a las opiniones de millones de médicos y sanitarios de todo el mundo y a la labor de organizaciones humanitarias que incluso se juegan la vida llevando vacunas a aldeas remotas, siendo en ocasiones asesinados por el fanatismo religioso.

Según Unicef: "Cada año las vacunas salvan las vidas de entre 2 y 3 millones de niños. Sin embargo, la quinta parte de los niños de todo el mundo sigue sin recibir las vacunas básicas. Además, enfermedades como el sarampión, la difteria y la tos ferina, en los países en desarrollo siguen causando la muerte de un niño cada 20 segundos". 
Es estremecedor que hoy día un niño muera en Gerona de difteria porque sus padres, aconsejados por activistas antivacunas, se nieguen a vacunarle (en España la vacunación infantil no es obligatoria, en Italia y Francia, por ejemplo, sí); que la Malaria o el Dengue sigan matando en países tropicales a pesar de los esfuerzos de científicos como Manuel Patarroyo o que aun haya contagiados de polio en países en conflicto o de extrema pobreza endémica como Nigeria, Siria o Afganistán. Y desde luego es realmente preocupante conocer que en Venezuela, país que atraviesa una grave crisis sanitaria y de alimentos, acaban de detectarse tres posibles casos de poliomielitis ¡después de treinta años de estar erradicada!
La universalización de las vacunas es uno de los mayores logros en la historia de la humanidad y sin duda el que más vidas ha salvado. Se me hace complicado, pues, entender este conflicto que solo tiene cabida en una sociedad opulenta, en este primer mundo que no valora el sufrimiento porque no lo conoce, donde el hambre, las epidemias, las guerras, y las migraciones masivas quedan lejos y solo se ven en las colas de relleno de los noticiarios. Los padres que se niegan a vacunar, no sólo desprotegen a sus hijos contra muchas enfermedades sino que ponen en peligro a los demás niños. ¿Quiénes son ellos para jugar alegremente con sus vidas? Con las vidas de todos ¿Y si cundiera el ejemplo y la mayoría siguieran sus ideas? ¿Cuánto tiempo tardarían en regresar las grandes epidemias? Las enfermedades no desaparecen por limpiar el polvo y lavarse las manos. Este es el punto álgido del asunto, el egoísmo de saberse protegido por el resto. Hoy, el mundo se ha hecho pequeño y global, sin embargo, la estupidez humana no conoce límites.
Una simple vacuna, de esas que ahora algunos parecen renegar en nombre de no se sabe bien que verdad, es la que a muchos nos habría gustado recibir.

¡Que distintas habrían sido nuestras vidas!

*Autor de Sueños de Escayola