| 02 de Abril de 2024 Director Benjamín López

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Vecinos indignados desalojando a los okupas
Vecinos indignados desalojando a los okupas

El final de la okupación

Se acerca, imprevisible y subrepticio, el final de la okupación. Cierto fuenteovejunismo vecinal hace presagiar que la ferocidad española, a falta de pan legislativo, hará buenas las tortas.

| J. V. Yago Edición Valencia

El allanamiento, la invasión y el destrozo de viviendas ajenas, en ausencia de leyes efectivas y escarmientos duraderos —desalojo inmediato y dignos trabajos forzados hasta pagar desperfectos— expande por la España sus injusticias, sus desfachateces y sus emporcaduras. El mal empezó cuando admitimos la palabra «ocupación» —ambigüedad chirriante, aroma reivindicativo y ringorrangos altruistas— como nombre del delito, y encima escrita con k —gaje transgresor perroflautón—; cuando consentimos, en este concepto como en otros —el adjetivo «nacional» en ciertos membretes regionales, por ejemplo—, la política de los hechos consumados. Así, permanecemos indiferentes cuando escuchamos decir Asamblea «Nacional» Catalana, e impertérritos cuando Televisión Española enjareta subtítulos al catalán o presenta sin subtítulos el gallego —ese dialecto al que Julio Camba se refería como “castellano mal hablado”—.

Por estas, entre otras cosas, llamamos y dejamos llamar «okupación» al robo del inmueble y su contenido. Nos hemos bebido la cicuta bolchevique. Nos han inflado el encéfalo con la jerigonza carbonaria. Nos hemos agachado a recoger la pastilla del complejo franquista, el jabón del trauma fascista y —casi— la glicerina del susto carlista. Nos hemos plegado al réspice demagogo y a las reprimendas de la fantasmagórica moralidad subcomunista. Nos han clavado el espetón de su embuste y nos asan en salsa de falacia. Resulta que si la casa está vacía se la puede apropiar uno; que si está deshabitada no es de nadie; que han ardido las oficinas del catastro y los registros de la propiedad; y que uno, siempre y cuando sea insolvente —la pasta del trapicheo escondida en el taparrabos—, puede asaltar a mansalva chaletazo tras chaletazo y casoplón tras pisopijo.

Somos nación tolondra, nepotista y arramblaticia, que sueña sinrazones, aprende a palos y sufre con idéntico silencio —estoicismo asombroso— el pindongueo vacacional del gobierno y la usurpación de la vivienda.

No acaba la España de arrancarse los piojos; no logra desparasitarse —camellos, covachuelas, farandules y okupas— de picaresca y latrocinio, de visceralidad y sinecura, de ordinariez y bandidaje. Somos nación tolondra, nepotista y arramblaticia, que sueña sinrazones, aprende a palos y sufre con idéntico silencio —estoicismo asombroso— el pindongueo vacacional del gobierno y la usurpación de la vivienda. Somos también, sin embargo, país de susceptibilidad latente y acumulativa, pueblo marrajo y explosivo, chusma de motín y asonada, por lo que nuestra callada no siempre supone otorgamiento. Esto permite albergar la esperanza o el temor de que se halle próximo el fin de la okupación; de que la sociedad, los vecindarios, el populacho, harto de impotencias y humillaciones, amoscado y amusgado, improvise la expeditiva ley de la pedrada y tentetieso, del asedio y el bastonazo, del desalojo sumarísimo y furibundo. Enloquecer y reaccionar, todo es empezar, que dijo el otro, y aquí hemos tenido algunas chispas peligrosamente detonativas.

Hay quien ha contratado matones; hay quien ha soltado bulldogs y anacondas en su casa para limpiarla de bichos y sabandijas; y tampoco falta quien amenaza con el incendio, el sicario, los palos, las hoces y los linchamientos. Cuando no hay lomo, la plebe come de todo, y a falta de pan legal hará buenas las tortas y los tortazos, que vale tanto como acabar zanjando las okupaciones con descalabramientos. El bolchevismo ilustrado y la dictadura quinqui están bien como broma, pero la propiedad no se toca, el gulag no se acepta y el falansterio para el gato. Los podemoides y demás filocomunistas de corte rusocarca deben saber que la España los tolera como entretenimiento, los ríe como a bufones y les aguanta familiaridades de menina, pero no les permitirá, como no le permite a nadie, que le corten la bolsa. Todo lo que pase de vodevil tropezará con la esencia indomeñable, hirsuta y celtibérica.

Somos también, sin embargo, país de susceptibilidad latente y acumulativa, pueblo marrajo y explosivo, chusma de motín y asonada, por lo que nuestra callada no siempre supone otorgamiento.

La ineficacia legislativa y judicial ante la okupación, si se prolonga, desatará el instinto; se abrirá la caja de Pandora y saldrá la vesania terrible del dos de mayo, de la guerrilla, del currojimenismo y del fuenteovejunismo. En un aduar que conozco no se okupa nada porque se da por segura la perdigonada y el bocajarro, porque todavía se cuenta junto a la chimenea, en las noches de invierno, una historia de dinamita y cortejo escopetero. Los okupas han sabido siempre dónde okupaban; aunque últimamente da la impresión que la borrachera de anarquismo les malogra tanto el cálculo que okupan sin ponderar lo más mínimo las consecuencias del pronto español, de donde se deduce la urgencia de legislar, de dar cuerpo civil y penal a lo que amenaza tomarlo cerril y animal: el ansia de legítima justicia y la necesidad perentoria y colectiva de ver protegido el derecho. De una forma u otra, la okupación simple o encubridora de mafias y camelleos tiene los días contados. Los okupas, que son listos, ya ventean el peligro; ya intuyen la espantosa zurria que, cual espadón de Loja o de Damocles, pende sobre sus cabezas.