| 29 de Marzo de 2024 Director Antonio Martín Beaumont

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El lenguaje separatista, esa droga sutil

El secesionismo ha construido su estrategia sobre un edificio falso pero vistoso: crear conceptos falsos y recubrirlos de emociones. Éstos son sus principales trucos.

| Antonio R. Naranjo Opinión

 

Un físico norteamericano, Alan Sokal, escribió hace 20 años un artículo en una prestigiosa revista sociopolítica que tituló con una larga y antológica expresión: "Transgrediendo los límites: hacia una hermenéutica transformativa de la gravitación cuántica". No pocos se maravillaron por la lucidez del texto, aplaudido en su ámbito con fruición, y no faltaron tampoco quienes destacaron, por encima de todo, la claridad de expresión.

Un mes después el propio autor reveló que todo era un experimento, que él mismo no sabía qué demonios estaba diciendo y que era muy probable que su retorcida expresión y su farragoso artículo, elaborado como un Frankenstein del análisis escrito con retales inconexos de otros trabajos, no significara nada.

Con un uso adecuado de las palabras, se podía recubrir la nadería y lograr un objetivo manipulador sin demasiados problemas

Pero lo decía todo: con un uso adecuado de las palabras, se podía recubrir la nadería y lograr un objetivo manipulador sin demasiados problemas. Las palabras son como Rayos X capaces de penetrar todo, explicaba el autor de '1984', aquel George Orwell convertido luego en el epítome del control político de la voluntad inidividual y la inducción de estados de ánimo colectivos.

Y así ha sido y será siempre, con una intensidad desbocada en regímenes totalitarios como Corea del Norte, la China de Mao o a la Alemania del Reich y, en una versión más sutil pero igual de intencionada, la España de Franco o la Cataluña secesionista de Mas y las CUP.  Las técnicas de persuasión, una herramienta de construcción masiva de idearios perversos, están en la raíz del auge de populismos, fascismos y nacionalismos, con el constante recurso a figuras retóricas casi heroicas, a metáforas grandilocuentes y a una constante subordinación de la razón a un corazón forzado anímicamente.

El nacionalismo catalán, en su deriva independentista, se ha convertido en una máquina de control del lenguaje para envolver un proceso de ruptura ilegal y unilateral, mediante la recreación lingüística de un universo paralelo de agravios, esperanzas, frustraciones y objetivos con lo que modelar el entorno social y lograr eso que el pisiquiatra JC Brown recogió el el tratado 'De la propaganda al lavado de cerebro'. En este caso, las pruebas de esa estrategia ni siquiera se han escondido demasiado. La Corporación TV3, un frondoso aparato mediático, ha sido la infantería catódica de una campaña lanzada durante años con la ayuda de prestigiosos profesionales de la publicidad comercial, de primeras agencias del ramo, volcados en excitar la epidermis del catalán medio para sumarle a la odisea nacionalista.

Esa estrategia perfectamente engrasada ha ido de la mano, durante décadas, de una voluntariosa 'dimisión' de la presencia de España en Cataluña, un ingenuo pero bienintencionado intento de integrar al separatismo por la vía de dejarle campar a sus anchas: la imposibilidad de estudiar en español en la escuela pública en una parte de su propio territorio resume ese intento constitucional de matar a besos al secesionismo, que lógicamente ha optado por el camino inverso, acuñando en el viaje una serie de imágenes, palabras y paisajes que resumen, con marketing político perfectamente engrasado, algunas estampas cotidianas frente a las que pocos han sabido responder. Éstas son los cinco grandes trucos lingüísticos sobre los que se han consolidado un desafío de incierto desenlace.

Ha habido una voluntariosa 'dimisión' de la presencia de España en Cataluña, un ingenuo intento de integrar al separatismo

El 'choque de trenes'. La metáfora 'ferroviaria' ha intentado alojar en el subconsciente colectivo una pugna entre iguales que, por un lado, concede grandeza a la cruzada separatista y, por otro, reclama una negociación de igual a igual. En realidad España es la estación y el independentismo es una locomotora a vapor conducida por maquinistas kamikazes que sólo pueden estrellar el convoy al final del trayecto. Pero pocos lo han dicho.

La 'Democracia'. Es el concepto más manoseado e invocado por el secesionismo; también el más pisoteado. Pero ha calado en buena parte de la sociedad catalana, que contrapone un deseo genuinamente democrático suyo al antipático e impersonal imperio de una ley impuesta desde Madrid. En realidad es al revés. Apenas un 5% de la población soberana quiere imponer al 95% restante un estatus que afecta al todo. No es una opinión, sino un hecho cuantitativo, cualitativo y legal. Subjetivo es, por contra, insistir en que lo único democrático es dejar decidir y votar a una parte del conjunto, la más aleccionada por el pancatalanismo independentista. Y, sin embargo, el discurso imperante carga la necesidad de justificarse a quien recuerdan que no hay democracia sin ley y mayorías y no a quien se salta la primera y amputa de la segunda a una inmensa mayoría a la que considera adversa.

La manipulación judicial. Otro de los grandes mantras del secesionismo, que pese a invocar constantemente el concepto de libertad y democracia, no respeta uno de los pilares básicos que garantiza ambas: la separación de poderes. Vincular las decisiones judiciales adversas, especialmente las del Tribunal Constitucional, a una directriz política; es uno de los sainetes más habituales en quienes en realidad sí buscan eso que denuncian: el control fiscal y judicial en una hoptética 'República Catalana' son dos de los anhelos menos disimulados del movimiento encabezado por Artur Mas.

Derecho a decidir. Es la manipulación lingüística por antonomasia. Envuelve un concepto ilegal -la secesión unilateral- en una entelequia romántica al objeto de esquivar las repercusiones legales y disimular una violencia política conceptual: la ruptura con el conjunto y la división interna de los propios catalanes.

Nuestro dinero. El agravio económico se sustenta en un discurso egoísta que, sorprendentemente, goza de predicamento en la izquierda: el secesionismo, con buena parte del PSOE y casi todo Podemos asintiendo, dibuja un paisaje económico según el cual el resto de España se aprovecha de la prosperidad de Cataluña. Basta cambiar Cataluña por Alemania y los mismos que defienden aquí ese discurso exigen a la malvada Merkel que comparta su riqueza con los países más desfavorecidos del Sur de Europa. La idea de 'redistribuir la riqueza', sustento del Estado de Bienestar, se convierte aquí en una suerte de atraco de la periferia catalana que, además, es falsa: ningún territorio paga rentas, lo hacen a título individual los ciudadanos con sus ingresos personales. Y en el caso de Cataluña, la aportación al conjunto es muy inferior a la de la Comunidad de Madrid; su PIB depende de las generosas ventas al resto de España y, finalmente, el Estado ha concedido a la Generalitat a través del FLA casi tanto dinero como la UE a Grecia: desde 2012, más de 63.000 millones de euros.

El Estado ha concedido a la Generalitat a través del FLA casi tanto dinero como la UE a Grecia: desde 2012, más de 63.000 millones de euros.

La política internacional, con Trump como emblema, vive sumida en una penumbra donde los discursos hegemónicos se sustentan en un metalenguaje emocional, al margen de los hechos, victimista y frentista a partes iguales; que busca la identificación de un enemigo verosímil en el que cargar todos los males. Y es ahí donde nacionalismo y populismo se dan la mano y enlazan, a su manera, con las dos grandes corrientes que explotaron esa lógica discursiva hasta prosperar y medirse entre ellas: el fascismo y el comunismo, en los que no es difícil encontrar similitudes con las nuevas tendencias políticas, ora en nombre de un pueblo abstracto poblado de desahuciados por las castas, ora en el de un pueblo más provinciano definido por sus señas de identidad incompatibles con el resto.

En célebre debate entre Josep Borrell y Oriol Junqueras, el aterrizaje de los mitos y los agravios en la realidad de los hechos y las leyes fue tan elocuente que el propio líder de ERC apenas pudo balbucear alguna réplica. Pero no importa. El secesionismo no se basa en los datos ni en las evidencias, sino en los sentimientos y la demagogia, esa bisutería del conocimiento que difraza ideas menores con palabras mayores, según Abraham Lincoln. Tal vez el único gran hombre al que ese mismo movimiento no se ha atrevido a reivindicar como catalán de pura cepa. Cervantes o Colón no corrieron la misma suerte y sí cayeron presa de ese desvarío tan hilarante como indiciario de cómo se las gastan allá.