| 25 de Abril de 2024 Director Benjamín López

× Portada España Investigación Opinión Medios Chismógrafo Andalucía Castilla y León Castilla-La Mancha C. Valenciana Economía Deportes Motor Sostenibilidad Estilo esTendencia Salud ESdiario TV Viajar Mundo Suscribirse
La Vega Baja alicantina es una comarca rica en productos aplicados a la cocina
La Vega Baja alicantina es una comarca rica en productos aplicados a la cocina

Viajes y andanzas por la gastronomía española Mediterránea I

Del amplio vademécum coquinario de la Vega Baja me gusta todo; desde los arroces vegetarianos de "los tres puñaicos", pasando por el "y costra”, el denso y recio "en pata" o los "calderos"

| Pedro Nuño de la Rosa Edición Alicante

El nombre completo de la Vega Baja es: Vega Baja del Segura, por algo tan fundamental como que gracias y desgracias a este río -principal arteria hortofrutícola alimenticia del Sur de la provincia de Alicante- eventualmente se trastoca devastadora e incontrolable torrentera llevándose por delante vidas y cosechas. Los vegabajeños lo han asumido siempre como a un dios de las aguas muy capaz y mudable de dar la vida y el sustento durante años de manejables riegos, pero también de catarata genocida provocadora de la más absoluta desolación, muerte y miseria en apenas 24 horas de riada incontrolable.

Entrándonos desde Murcia, el Segura, tras haber regado la Vega Alta, Vega Media y la Huerta de Murcia, llega a la provincia de Alicante por Beniel, ya muy mermado de aguas limpias por las explotaciones anteriores, aunque se refuerza gracias a una de las escasísimas bienhechoras ocurrencias que tuvo el dictador Franco, como fue el trasvase Tajo-Segura. Gran parte de esta comarca ya era vergel cuando -allá por el siglo octavo- los moros, sabios ingenieros del regadío, convirtieron las antiguas tierras pedregosas y yermas visigodas en extendidos plantíos, campos de frutales y huertos de primor. Por eso en la variada sinfonía gastronómica vegabajeña existen tantas notas de la cocina andalusí hasta mucho después de la llamada "Reconquista" cristiana en la primera mitad del siglo XIII.

Suyos son los "fidaws" (palabra árabe), "fideos" para nosotros en la actualidad; las alubias en sus múltiples combinaciones ("al-lubiya", que por venir de parla mora trastocamos en "judías"); el trigo picado ("triguico picao", en derivación del panocho); y por coger la punta del hilo de incontables débitos: los macarrones, las albóndigas, los escabeches, el arroz con leche (padre de todos los que se elaboraron después en Occidente), berenjenas, alcachofas y otro largo etc. de bancal regado a manta; las salmueras del olivar y del mar, salazones; los cítricos, dulces y frutas de sartén originarios de Constantinopla, Damasco y Bagdad, etc. gracias a la caña de azúcar y a la miel mejorada en romeral, los dátiles... pero  sobre todo las especias que apañan y engrandecen con distintos sabores y tonalidades a la excelsa cocina del al-Ándalus, madrina de la Renacentista, perfeccionadas ambas tras el posesivo descubrimiento de las Américas -hasta donde fuimos buscando acortar el viaje- tanto por mar dando la vuelta África, o por tierra recorriendo la larguísima ruta de la seda, para encontrar tan exóticos condimentos sin tener que atravesar el mundo conocido hasta las Indias orientales y la China de Marco Polo.

En Almoradí llevaron a juicio a Orihuela por haberles hurtado en carta el nombre de ‘la pava borracha’, un plato glorioso y muy acreditado de la zona

Del amplio vademécum coquinario de la Vega Baja me gusta todo; desde los arroces vegetarianos, como el de "los tres puñaicos", pasando por el "y costra" (dominguero y distinto al ilicitano), el denso y recio "con o en pata" (cuyos ancestros podemos rastrear en la casquería de la Mesta aragonesa), los "calderos" de Guardamar y Torrevieja, y así hasta acercarnos a la infinitud porque cualquier vegabajeña/o que tenga cerca un bancal y un corral, amén de la despensa, puede sorprenderte con la aparente simplicidad de un arroz con cebolla y patatas, o la desbordante y rica abundancia diversificada en componentes cárnicos de un portentoso arroz al horno.

En Almoradí llevaron a juicio a Orihuela por haberles hurtado en carta el nombre de otro plato glorioso y muy acreditado de la zona como ‘la pava borracha’ (mejor chica, negra y prieta). Su Señoría me hizo caso cuando como jurisconsulto accidental declaré que no hay patente ni receta "fusilada" con 200 años de antigüedad, y que tal invento era mimesis dieciochesca de afrancesados, no de fernandinos y, mucho menos formulación reciente. Con lo cual, si nos poníamos a patentar ‘paellas’, cocidos y demás guisanderas españolas, a buen seguro que el primero en llegar a la oficina acreditadora (si antes no lo hacían los propios funcionarios) pasaría a número uno entre los mayores millonarios del listado Forbes.

Empezaremos por el contundente y casero ‘cocido con pelota’ de la Vega Baja que, y como diría Cela, es de posterior siesta con pijama y orinal. Heredero como todos de la barroca olla podrida, y por el que sus municipios se las tienen tiesas sobre cuál es el más auténtico y mejor. Al respecto servidor ya se despachó a gusto de probaturas y redacciones en su libro "Orihuela y los yantares de la Vega Baja", y como casi todo el vademécum lo había congregado en seculares recetarios la capital y obispado de mucha comarca, ahora sería justo y equitativo irnos a pueblo de menor cuantía, y mejor conservada raigambre popular, la Daya Nueva, expuesta en praxis cotidiana por una cocinera, Teresa Pertusa, cuya receta ha traspasado tantas generaciones que se pierde en datación probable, pero no menos de dos siglos la contemplan. Y que en próximas ediciones traeré a estas páginas gastronómicas.

En Guardamar me contó Marga lo de las ñoras enterradas y desecadas al calor de las dunas guardamarencas

En Rojales hice merienda-cena que valió por dos cenas bien servidas y culpables en el pasado de alguna que otra sepultura por atracón previo. Tienen a gala haber descubierto los huevos revueltos de patatas y lecho de jamón serrano; no los sacaré de su disculpable jactancia, pues a esto de sacarle orígenes a cualquier plato, todos se apuntan, tengan o no fundamento demostrable.

Así, y aprovechando el revuelto, quiero puntualizar sobre nuestros embutidos que por exceso garante añaden el adjetival consabido: ‘ibérico’, cuando de la Península Ibérica son cualesquiera desde Finisterre al Cabo de Gata, y de la Junquera al propiamente Jabugo.

El caso es que éstos estaban de toma pan y moja. Antes probé los cucurrones (forma de grano de arroz o trigo, laboriosamente confeccionados con harina, sal y agua) llevando como abundante caldo receptor las verduras de temporada que otorgue la huerta, y pimentón murciano para darle "la color". Y ya en los postres dejé la iniciativa a María, nuestra fotógrafa, que para eso es muy incontinente y sabida. Como buena pirenaica le encantaron las almojábanas, dulce tan andalusí como el Califato de Córdoba y que en Iberoamérica nos copiaron para bien, aunque en uno de sus despistes o falta de rigor, Wikipedia atribuye manifiesto original al mestre Rupert de Nola, cuando tres siglos antes los tratados manducatorios del al-Ándalus ya nos hablan de "al muyabbanat", y más específicamente en el reino de Murcia que por entonces ocupaba gran parte de la Vega Baja. Más cristiana estuvo María con los "rollicos de anís", y casi monjil guardando una buena toña para desayunar al día siguiente.

En Guardamar, y antes de sucumbir relativamente en una cama que daba al Mediterráneo abierto, me quedé charlando con Margarita, la dueña y señora del hotel Miramar, donde -y extrañamente al común de la hostelería turistera- se come muy decentemente. Me contó Marga lo de las ñoras (pimiento de bola seco) enterradas y desecadas al calor de las dunas guardamarencas; de la sal gorda y justa para cubrir una dorada al horno, y en menor capa de sodio para la lubina; de cómo distinguir los auténticos langostinos, que ellos llaman "republicanos" por tener en su cola la bandera tricolor; y nos peleamos lo justo que suele devenir tras el tercer gin-tónic discutiendo sobre la salmorreta (salsa alicantina donde las haya: tomate, ñora (de Guardamar obviamente), ajo – a ser posible villenero –, aceite y sal, aunque lo de añadirle perejil, para unos es pecado, para otros beneficio; terminando conversa con este ejemplar de Maureen O'Hara Mediterránea, recordando las míticas angulas de Guardamar, que en nuestra Guerra Civil alimentaron cerdos, y hoy apenas se encuentran (según desemboque el Segura) a precios notoriamente desorbitados.

No conozco otro plato igual maravillando paladares que la tortuga al vino que cocinó un famoso político de Torrevieja

Tumbado en la hamaca de la terracita dispuesta en mi habitación-solárium me quedé fetalmente dormido, pero bañado por la luna tan rotunda que más parecía foco evidenciando mis vergüenzas, y afrodisiaco de ensoñaciones despertadas al amanecer cuando volví a la cama consumiendo cansancio por posturas obligadas. Ineludible fue desayunar la toña de Rojales, con café con leche y mantecados guardamarencos.

A mediodía llegamos a Torrevieja donde nos esperaba un famoso político, cuyo nombre me pidió por la Virgen del Carmen y el Real Madrid que no revelara, y aunque yo soy poco de santos y muy del Athletic de Bilbao, accedí al ruego del anfitrión. Llevaba dos días guisando en vino una tortuga que le regalaron los pescadores por haber salido muerta ya de la red (dijeron). De las patatas nuevas acompañantes estoy seguro, del pisto aderezado con especies, no me atrevo a transcribir su fórmula exacta que también dejo al resguardo en la callada nigromancia culinaria de mi tocayo. Pero juro por todos los dioses y diosas que en el Mediterráneo han sido venerados, que no conozco otro plato igual maravillando paladares. Por la noche, sardinas asadas que solo necesitan dos insustituibles virtudes: haber llegado a la subasta de la tarde y saber la distancia precisa entre el carbón de encina y el espetón.

María regresó al hotel. Quería comprobar en el ordenador esa ilusión de los artistas cuando tratan de trasladarnos en superficie la inimitable naturaleza; pero yo me quedé hasta las tantas con el político, y sin embargo "amigo para siempre", cantando Habaneras (él solista competente, yo malhadado coro al que por disimularme desentonos se unieron otros virtuosos y "conaiseurs" paisanos), y allí que empezaron a brotar nostalgias de Torrevieja, de Cádiz y de las Américas entre volátiles: "palomas" y "" canarios, como se denominan en la costa alicantina los licores anisados rebajados con agua y hielo. Memorable.

Pedro Nuño de la Rosa

Periodista y crítico gastronómico