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Irene Montero
Irene Montero

Metamos los jueces en la cárcel

Irene Montero y las señoras de Podemos no han descubierto el "consentimiento", ya estaba en la legislación de 1822 de Fernando VII o en el código penal franquista

| Manuel Avilés Edición Alicante

Tranquilos. No se me ha ido la olla como a alguna madre de la patria, diciendo que los jueces son machistas y reducen las condenas a los violadores porque interpretan mal esa ley maravillosa, innecesaria y, con la que las señoras podemitas  -recuerdo que he votado a Podemos tres veces y que no lo volveré a hacer- creen haber descubierto el Mediterráneo a la vez que el vocablo “consentimiento”, como si esa palabra jamás hubiese figurado ni en la mente ni en el espíritu de los legisladores.

Escribí en este mismo ESdiario hace unos días un artículo llamado “Un país de traca”. En él explicaba la ministra Montero que en el año 73, en un código penal franquista, en su artículo 429 se castigaba con reclusión menor  -de doce a veinte años- al que accediera carnalmente a una mujer con fuerza, con intimidación, si la mujer estaba privada de sentido o si era menor de doce años. Todas esas circunstancias  -amenazas, violencia, palizas, manadas, burundangas, psicotrópicos, borracheras…- son situaciones que limitan o anulan el consentimiento que cree haber descubierto doña Irene cuando publicita como gran hallazgo del marketing que “sólo sí es sí”. Eso ya estaba. No era necesaria ni ella ni su tropa para proteger a la mujer a la que yo quiero potentemente protegida porque mi familia está súper poblada de mujeres, aparte del amor de mi vida tengo hija, hermanas, nietas, sobrinas por un tubo, cuñadas y la leche en verso.

Hoy –después de aguantar algún exabrupto de machista y tal y cual, proferido por  bocas por las que  habla la ignorancia- he recibido una noticia que me ha alegrado sobremanera. Un magistrado de la Audiencia de Zaragoza  -ojalá me funcionara todo tan bien como la memoria- que era juez Decano de Vitoria cuando yo era Director de la Prisión de Nanclares en el año 90, Francisco Picazo, se descuelga con un artículo magistral en el que habla de “Doscientos años de consentimiento”.

Se remonta el magistrado al año 1822, con el sinvergüenza de Fernando VII reinando, que en su articulo 688 alude a los términos "sorprendiendo, forzando, violencia, intimidando, impidiendo resistencia y abusando". Señora Montero, mire usted si hasta el traidor Fernando, en cuyo nombre se administraba justicia antes de la Década Ominosa, ya alumbraba el consentimiento que usted no ha descubierto. Ya estaba  el consentimiento en el corazón de la ley, como usted publicita en eslóganes que no ha inventado.

Repasa el magistrado Picazo –junto con el fiscal Alfonso Aya, hoy en la Fiscalía General, dieron el do de pecho en un secuestro que cuento en “De prisiones, putas y pistolas”. Juez y Fiscal a pie de calle, nada de despacho enmoquetado-, repasa Picazo, digo los códigos de 1848 – el código de Pacheco-  y de 1870 que tipificaban la violación si concurría violencia, intimidación o carencia de sentido en la mujer. O sea, si no había consentimiento.

Dice Montero que “el consentimiento ha llegado para quedarse”. Perdón, el consentimiento, señora Montero, ya estaba antes de que nacieran su tatarabuela y la mía. No me meto, porque no voy a entrar cada vez en más jardines, con la carga de la prueba que parece en ocasiones desplazarse de quien acusa a quien es acusado. Lean “El gato tuerto” y verán por dónde van los tiros. Y no lo digo para publicitarme, que me importa un rábano cobrar tres o cuatro euros más o menos, vendiendo las putas y las pistolas o el gato.

Volvamos a los jueces, esos que quisieron mandar a la cárcel en su momento, y me explico

Cuando aquel código penal franquista, pero que exigía el consentimiento para no condenar por violación, estaba vigente, en el verano del 77 llegué yo, virgen y mártir, a la vieja cárcel de Benalúa. Un sitio viejo, maloliente, destartalado, sin posibilidades de clasificación ni de tratamiento que se veía como una entelequia. Recuerdo que a los primeros psicólogos y criminólogos, los viejos funcionarios provenientes algunos de los alféreces provisionales del ejército golpista, todos sumisos al movimiento nacional, los llamaban “músicos y danzantes”, como queriendo dejar claro que no servían para nada. Esto era una realidad y yo la veía con ojos de niño asombrado que no piensa jamás acostumbrarse a ese estado de cosas.

En el patio de la cárcel  -hoy entrada de los juzgados por Pardo Gimeno- formaban los presos a golpe de trompeta en un engendro militaroide de lo que parecía un ejército derrotado y puesto en fuga por un enemigo muy superior. En las puertas la situación no era muy distinta. Las familias –todas pobres de solemnidad porque siempre los pobres han tenido muchas más posibilidades de caer en el delito, repasen las verdades de la Criminología Crítica- hacían cola en la Avenida de Aguilera con cubos con fruta que se prohibieron cuando alguien descubrió que entraban melones inyectados de güisqui para hacer al preso más llevadera la cárcel.

Llegó Suárez -el mejor presidente de los últimos trescientos años- con ganas de cambiar el país y entraron las cárceles en la vorágine del cambio tras sufrir incendios y motines en los que supe en primera persona lo que era estar realmente acojonado. No hablo de Modelo 77, que empecé a ver y la dejé porque me parecía una filfa cargada de estereotipos falsos incapaz de sostener una crítica seria aunque el ambientecillo de la época sí lo recoge.

Hicieron, los arquitectos de la UCD, Fontcalent, otro engendro y le añadieron el psiquiátrico mucho más engendro todavía. Vámonos a Fontcalent y cerremos la cárcel de Benalúa.

Y ahí viene el deseo de meter en la cárcel a los jueces

Un edificio viejo e insalubre cuyo único trozo de historia había sido ver morir a Miguel Hernández y ser almacén de miles de presos cuyo único delito era no haber secundado el golpe de Franco, ser republicanos o rojos y no haberse sumado al fervor nacionalcatólico de los años cuarenta. Un edificio viejo e insalubre era un mamotreto inservible que quedaba casi en el centro de la ciudad. Allí un funcionario, de los de manguitos y visera, anotó en una libreta con letra redondilla los nombres de los 477 presos que fueron sacados de Benalúa para ser fusilados en un afán fascista de limpiar el país.

Había cuatro juzgados de instrucción y primera instancia y unos cuantos de distrito y con eso era bastante. Pepe Lassaletta, hablando con el arquitecto Alfonso Navarro, encontró utilidad al edificio destartalado. ¿Por qué no metemos a los jueces en la cárcel? Le dijo el arquitecto. Y esa fue la primera piedra, el inicio de la reforma que convirtió la cárcel  -reformatorio de adultos, se llamaba- en Palacio de Justicia.

Hoy me he tomado un par de vinos en el Real Casino Liceo de Alicante con el arquitecto autor de la reforma, Alfonso Navarro, y me ha dado incluso unas fotos que paso al editor de ESdiario para que  las deje. Donde murió Miguel Hernández no hay nada porque la enfemería era una caserón sin ninguna personalidad y fue derruido. El monumento que han hecho al poeta, está unos metros separado de donde tuvo lugar la muerte y se ha convertido en un basurero sin cuidado alguno. Donde estaban los castigados esta la Clínica Forense. En el segundo dormitorio, lugar de inicio de muchos motines en aquel verano del 77, están los Juzgados de Instrucción 5 y 6  y los novios que se casan en el Registro Civil de enfrente, se hacen las fotos en unas yucas birriosas que están en el patio por el que paseaban los menores -casi todos pobres y carne de cañón de las Mil viviendas de entonces- y los insumisos porque entonces, aún se iba a la cárcel por negarse a hacer la mili. ¿Ven? No existe el derecho natural. Los códigos -todos- los hacen los poderosos.