| 20 de Abril de 2024 Director Benjamín López

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Ximo Puig observa cómo Pedro Sánchez saluda al presidente de la región de Murcia, Fernando López Miras
Ximo Puig observa cómo Pedro Sánchez saluda al presidente de la región de Murcia, Fernando López Miras

Ya nada volverá a ser como antes

La subida del precio del pan traía crisis de gobierno y algaradas sociales y ahora el precio de la luz apenas una hilarante angustia ciudadana tras consejos de poner la lavadora de madrugada

| Pedro Nuño de la Rosa Edición Alicante

Nos creemos el centro del Universo y de la Historia, pero siquiera somos poco menos que nada (espacio/ tiempo) en la medida que damos respecto a lo que hasta ahora conocemos desde aquel primate bípedo que echó a andar hace 25 millones de años (un apenas), y ese inabarcable e ininteligible término abstracto que desconocemos porque no se puede medir el infinito (hoy científicamente). 

Sin embargo, sí podemos, al menos desde nuestra menudencia coetánea, reflexionar, es el caso, sobre pandemias pasadas desde que tenemos el uso de la civilización o de los signos y de la escritura que dejaron testimonio de lo ocurrido. En casi todas las fatídicas transmisiones pretéritas sonaron las trompetas del apocalipsis enviado por las divinidades castigando a la raza humana, fueran justos o pecadores, de cualquier condición social y edad. 

Lo que los medicamentos de cada época no lograban curar por prescripción de físicos y galenos, los solventó parcialmente la cuarentena. La peste de Justiniano en el siglo VI, la "negra" en el siglo XIV, las diferentes viruelas, la arbitrariamente llamada "gripe española" que duplicó los muertos de la Primera Guerra Mundial entonces en plenos combates, y así una larga nómina necrófila entremedias que cada cierto tiempo nos ha ido diezmando. 

Actualmente la Medicina con todos sus adelantos tecnológicos, de laboratorios ultramodernos y miles de científicos dedicados a ello, no pudo parar en seco al virus Covid-19, debiendo recurrir a los masivos encierros preventivos que, como tiempos atrás, paliaron destierros y lazaretos o curaciones inexplicables (salvo imaginaria intervención divina o hagiográfica). Por fin las vacunas, sobre las que también recaen comprometedoras reconvenciones geopolíticas, socioeconómicas y de poder (países con muy diferentes niveles de desarrollo), están solventando el problema de la impunidad de "rebaño" (¿piara, redil, manada, recua, aprisco...?) para que, cuando menos, vayamos volviendo hacia una nueva normalidad, humana mismamente. 

En mi encierro personal, doblemente jodido por culpa de un accidente de tráfico, y donde la soledad deseada fue sustituida por la soledad obligada traumáticamente con algunos huesos rotos, he tenido tiempo para meditar futuros, además de tragarme películas y larguísimas series distópicas sobre el fin del mundo, o mejor dicho de la mayoría finiquitada por un virus incontenible, un asteroide imparable o el descontrol nuclear. Todas mis tribulaciones, supongo que, como a muchos de ustedes, me llevaron a la conclusión de que ya nada será igual después de lo que hemos visto y vivido, aunque, eso sí, como tituló un manchego genial: "Amanece que no es poco". 

Pedro Sánchez, Ximo Puig, y hasta el alcalde de cualquier pueblo o pedáneo han tenido que dar la cara del agorero, aunque también es verdad que, con desvergonzada frecuencia, han mandado a un sicario/a portador a que le partan la jeta, llámese Isabel Rodríguez, Montero, nuestra deslucida y monocorde Anita Barceló, o cualquier mensajero de malas noticias que lo lleve en el cargo y en el sueldo. 

Cuando el virus desaparezca del tercer mundo tendremos una calculadora mental cada vez que accionemos un interruptor

Otrora la subida en céntimos del precio del pan, provocaba crisis de gobierno y algaradas sociales. Ahora el precio de la luz, un galimatías absolutamente arcano e inexplicable, ha provocado una hilarante angustia ciudadana tras consejos tan peregrinos como que pongamos la lavadora a las cinco de la madrugada, y el tambor acelerado despierte a todo el vecindario acordándose de nuestros muertos. O que sustituyamos, además de todas las bombillas y electrodomésticos de la casa (echen cuentas), la confección culinaria de siempre por el laterío en microondas; por no hablar de la atracción turística que suponen los enchufes gratis para coches eléctricos; incluso de los hoteles y hospedajes varios donde a mesa y cama puesta te sale más barato que en tu propia casa. Y así podríamos seguir con gilipolleces de cualquier índole y oferta, que o nos toma por tontos o nos manda serlo. 

 

Por eso, cuando el virus desaparezca del tercer mundo, y con ello la posibilidad de transmitirlo al Occidente tan civilizado como insolidario, nada volverá a ser como antes. Tendremos una calculadora mental cada vez que accionemos un interruptor o llave, haremos el amor con mascarilla, cualquier tos o carraspeo nos mandará a urgencias hospitalarias, y se acabaron las humanas proximidad y la empatía epidérmica por afectivas que hayan podido ser. 

Un mundo nuevo, no sé si irónicamente feliz (Huxley), pero desde luego distinto, porque si el hombre sigue siendo instintivo lobo para el hombre futurible, mal lo tenemos después de esta advertencia de la Naturaleza que, solo momentáneamente, nos ha cambiado la vida. ¿O no? Que esa es la gran pregunta.