DERECHO A LA PROTESTA
Aquellas míticas navidades

Plaza del Ayuntamiento de Valencia estas navidades.
Todo llega. Ya están aquí las Navidades, ese tiempo mágico que recuerdo de cuando éramos pequeños, que tanto nos alegraba porque toda la familia se reunía. En mi casa siempre había un hueco para esas personas cercanas que estaban solas y de las que nos apenaba que no tuvieran la suerte de ser un batallón, como nosotros.
En aquellas míticas Nochebuenas compartíamos mesa, viandas y alegría, porque la mesa estaba siempre bien servida de cosas riquísimas que normalmente no comíamos, como esa sopa de pescado que hacía mi madre y que a todos nos chiflaba, o el tradicional solomillo que cocinaba al horno, traído de nuestra tierra abulense para la ocasión a nuestra casa del Paseo del Rey, en Madrid. Fuera como fuese, cuando mi madre ponía el horno siempre saltaban los plomos, se ve que la cosa ya no daba más de sí, y había que bajar a los trasteros a encenderlos. Un año se quedaron mi madre, mi tío Agustín y dos de mis hermanos encerrados en el ascensor y todos los demás en la casa a oscuras, con el asado a medio cocinar, y tardaron un buen rato en poder salir.
Aquellos eran momentos especiales, en los que poníamos la música alta y eran un clásico los villancicos de Ray Conniff, que sonaban en bucle buena parte de la velada. Nuestra decoración navideña era modesta y no nos planteamos que pudiera ser de otra manera. Es más, nos gustaba que fuera así. No sé a dónde fue a parar el belén de arcilla, creo que se quedó olvidado en el trastero cuando mis padres se mudaron a Alicante.
Recuerdo que mi abuelo Santiago, en algunas de esas ocasiones, se arrancaba a cantar canciones de su tierra, y que mi abuelo Paco lo acompañaba llevando el ritmo con sus manos y, cantando el acompañamiento que habría hecho con su laúd. También recuerdo que mi abuela Nieves en esos momentos dejaba su pose seria habitual y hasta algunas veces se echaba un cigarrito, fumando a lo “femme fatale”. A mis hermanos y a mí nos divertía muchísimo ver esa faceta transgresora de nuestra abuela. Mi padre presidía la mesa siempre, como el gran patriarca que era, esa mesa enorme llena de abuelos, tíos, primos y hermanos, a la que se sentaban más de veinte personas. Y poníamos los dos manteles gemelos que habían hecho para la ocasión entre mi abuela Carmen y la tía Danie, para los que bordaron a ganchillo la cenefa.
En noches tan concurridas había que vigilar estrechamente a Billy, nuestro pastor animal -como lo definía su veterinario-, porque estaba a la que saltaba a ver si pillaba algo. Es cierto que siempre le caía algún recorte de la carne, de la que daba cuenta en un santiamén, porque, aunque no era un perro tan mimado como los de ahora, mi madre le daba algún capricho de vez en cuando.
Después de esas noches de desenfreno culinario la cocina parecía un auténtico campo de batalla. Poníamos en juego toda la vajilla y las copas de cuando se casaron nuestros padres y algún que otro disgusto siempre nos llevábamos, porque con tanto trasiego era imposible que no se rompiera alguna pieza. Normalmente me tocaba turno de pinche antes de la cena y de freganchina después, pero no me importaba con tal de pasarlo bien todos juntos. Normalmente poníamos dos o tres lavavajillas. Y salían de casa miles de bolsas de basura, con botellas de todos los tamaños, aunque no recuerdo que nadie se saliera de tono a pesar de los excesos alcohólicos, salvo un famoso episodio de una ex con una trompa de campeonato, del que los míos se acordarán sin duda.
En esas fiestas las mujeres nos ocupábamos de todo, al más puro estilo tradicional, pero, aunque obviamente hoy no comulgue con ello, entonces no nos lo cuestionábamos. Era así, en nuestra casa y en la del 90% de las familias de España, como nos lo habían enseñado. Hoy las cosas han cambiado radicalmente, como bien me recordó anteanoche mi amiga Carla, cuando yo le decía con amargura que ella y yo no íbamos a ver la igualdad real entre hombres y mujeres. “Pero ha cambiado mucho esto, piénsalo”, me dijo. Y, si echo la vista atrás, tiene razón, pero no me consuela.
De aquellas míticas Navidades recuerdo que, cuando era muy pequeña, venían mis tíos y mis primas de Italia, y que siempre traían panettone y pandoro, que en España no se conocían, y bombones de café, que mis padres no nos dejaban tomar porque, según ellos, nos quitaban el sueño. Qué va a ser así, si dormíamos como benditos, hasta que nuestra madre, con su cantarina voz de Castafiore, nos despertaba por la mañana al día siguiente, con el tiempo justo de ir a la misa. En casa nunca fuimos de cantar villancicos ni de misa del gallo, sino de ir a misa por la mañana el día de Navidad. Al término de la celebración recuerdo que exhibían al niño Jesús, que todo el mundo pasaba a besar haciendo cola y, aunque el sacerdote le pasara en paño entre beso y beso, a mí me daba asco y buscaba un lugar escondido en la pierna del niño, donde no se hubieran posado otros labios.
Si hay algo que me gustaría de verdad, de corazón, si la magia existiera, sería poder volver a disfrutar una Nochebuena con todos ellos. Con ellos y con la familia de ahora, todos juntos. Echo mucho de menos a los que no están y el recuerdo, en días como estos, se hace especialmente vivo. Doy gracias por haberlos conocido a todos ellos y espero estar siendo capaz de transmitir a mis hijos la imagen fiel de lo que significa para mí el amor de la familia. Perdonen este pequeño homenaje, pero con las fiestas me da la tontuna y me pongo sentimental. Disfruten de sus seres queridos todo lo que puedan. Feliz Nochebuena y feliz Navidad a todos.