El prófugo acabará sentado en un banquillo antes o después, pero su libertad actual denota fallas muy graves en Europa y retrata las complicidades del Gobierno con sus aliados.
La liberación de Carles Puigdemont tras ser detenido en Italia, sin medidas cautelares pero con la obligación de personarse ante el juez el próximo 4 de octubre; ha desatado la enésima campaña del nacionalismo contra la Justicia española. Con la insólita complacencia del Gobierno de de Sánchez que, lejos de defenderla, ha apelado genéricamente al “diálogo” y ha movilizado a la Abogacía del Estado para penalizar la euroorden emitida por el Tribunal Supremo y el juez Llarena para detener al prófugo.
Las victorias políticas y judiciales de Puigdemont, y el bochornoso contrasentido de que un prófugo de un socio de la Unión Europea pueda ser a la vez eurodiputado no dejan de ser temporales y difícilmente le librarán, antes o después, de sentarse en el banquillo de los acusador por delitos contra la Constitución similares a los que impulsaron una condena a 13 de cárcel a Oriol Junqueras, luego indultado.
Y ello es así porque, más allá de injerencias políticas de Moncloa (interesada en el descrédito de la Justicia española para doblegarla y conquistar el Poder Judicial); de decisiones judiciales estrambóticas y de trucos jurídicos para esquivar a la Justicia; es casi imposible que al final del camino el Tribunal General de la Unión Europea consolide la impunidad de un fugado reclamado por la máxima instancia judicial de un socio de la Unión: en julio, como anticipo, le retiró la inmunidad total.
Llevará tiempo, sin duda, pero el horizonte penal de Puigdemont se antoja adverso. Otra cosa es el impacto político de su figura: la insólita visita de Pere Aragonés y la tibieza de Pedro Sánchez atestiguan la incomodidad que genera el protagonismo de un “tercer invitado” a los pactos que mantienen el PSOE y ERC en Madrid y Barcelona, con disimulos constantes pero la solidez derivada de sus necesidades recíprocas.
Puigdemont altera ese tablero, fuerza a ERC a endurecer su posición y obliga al PSOE a retratarse de nuevo como un partido entregado al “independentismo moderado” de Junqueras y permisivo con el “independentismo radical” de Puigdemont. Diferencias estrictamente formales y de plazos que no afectan al objetivo común de ambos, tolerado y alimentado por un Gobierno que debiera ser el primero en combatirlo.
En ambos casos, Sánchez juega con fuego y, a cambio de dos años escasos de cierta estabilidad, alimenta un movimiento impredecible que abordará el próximo desafío al Estado con más legitimidad que nunca: la que le ha concedido el PSOE cuando le resucitó como aliado pese a que sus líderes estaban fugados o en el banquillo. Un error histórico cuya resaca será larga.