Sánchez no es dueño de su propio Gobierno: las cuotas que le imponen sus socios para mantenerle en el cargo conculca el espíritu constitucional del mando único.
La extravagante salida de Manuel Castells del Ministerio de Universidades, que le pilló a Pedro Sánchez en Bruselas, es una prueba más del tipo de Gobierno que soporta España, sustentado en una coalición de intereses con discreta sintonía cuyas facciones se sienten propietarias de una parte del poder ejecutivo.
El político saliente no fue elegido por el presidente. Y su adiós tampoco ha contado con su decisión. Más allá de las legítimas y respetables razones personales para su abandono; lo que queda claro es que se debía más a su partido y a sus mentores, Podemos y Ada Colau; que a la jerarquía que debe regir la acción ministerial, sometida constitucionalmente a un máximo responsable que aquí, sin embargo, es una mera comparsa.
La elección de su sucesor, el catedrático Joan Subirats, comprensivo con el independentismo; es otra prueba de ello: mano derecha de la alcaldesa de Barcelona, llegará al Ministerio por decisión de ella, en aplicación de una cuota que Sánchez asume aunque vaya en contra de la letra y del espíritu que debe presidir la creación y los nombramientos en un Consejo de Ministros.
Más que un Gobierno de España, hay una fragmentación de Ministerios de Taifas que consagran un reparto impúdico de cuotas que, a continuación, se siente libres e independientes, como si sus decisiones, nombramientos o presupuestos fueran un bien privativo.
Todo ello se deriva del error original de Sánchez, que aceptó una tiple intervención de su presidencia con tal de alcanzarla y mantenerla: la de Podemos; la de las distintas facciones populistas que rodean a Podemos y las del nacionalismo periférico.
Unas actúan desde dentro del Consejo de Ministros y otras desde sus aledaños, pero todas condicionan de forma grosera la acción de Gobierno: llamar pluralidad a lo que en realidad es un pago a plazos de la factura de la investidura es un truco retórico que ya no engaña nadie.
Porque todo el mundo ve que, llegado el caso, quien quita y pone ministros no es el presidente, sino alguno de sus socios, invocando un inexistente derecho de copropiedad del Ejecutivo que Sánchez necesita pero daña gravemente a España.