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Benedicto XVI en su visita a Valencia
Benedicto XVI en su visita a Valencia

Benedicto XVI, el teólogo que gobernó

La muerte de Benedicto XVI da paso a un hecho insólito en la Iglesia: que un papa presida el funeral de su antecesor. La renuncia de Ratzinger está rodeada aún de incógnitas sin resolver

| Carmelo López-Arias Mundo

La muerte de Benedicto XVI nos sitúa ante un escenario insólito: los funerales de un Papa presididos por su sucesor. Es una de las razones que singularizan su figura. Aquella renuncia del 11 de febrero de 2013 abrió un escenario nuevo. Los escasos meses de pontificado de Celestino V en 1294, en circunstancias muy distintas, no podían considerarse un precedente.

Nadie como Joseph Ratzinger podía calibrar la trascendencia de su decisión, pues no solamente ha sido uno de los teólogos más importantes de su tiempo, sino el único que ha podido concretar su teología en actos de gobierno y percibir las consecuencias.

Su nombre ya era notable antes del Concilio Vaticano II. Participó en él como consultor del cardenal Josef Frings, uno de la escasa docena de padres conciliares realmente decisivos como líder de la alianza del Rin, el ala innovadora que pudo cantar victoria a la conclusión del evento. Aún no cumplidos los cuarenta, Ratzinger ya había dejado sentir a través de esa vía su influencia en los decisivos textos conciliares.

Durante los quince años siguientes, en los que fue designado arzobispo de Múnich y enseguida cardenal, se distanció de la mayor parte de sus compañeros de la batalla teológica, más rupturistas con la Tradición. Sobre todo cuando, llamado por Juan Pablo II en 1981 a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, dispuso de los instrumentos necesarios para poner un poco de orden en el embrollo doctrinal que dejó el postconcilio.

Fueron hitos, por ejemplo, el rechazo a la Teología de la Liberación, compañera de viaje del comunismo, o la aclaración sobre la naturaleza de las conferencias episcopales y el potencial riesgo de caer en una limitación de la autoridad del obispo o una imposible “democratización” de los contenidos de la fe, la moral o los sacramentos.

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En 1985, Vittorio Messori le entrevistó largamente en Informe sobre la fe, probablemente el libro religioso más decisivo de los últimos cuarenta años. No solo porque atrajo a muchos hacia la visión de la Iglesia que participaba en sus páginas, sino porque la estaba poniendo en práctica. Eso desesperaba tanto a sus adversarios teológicos que, cegados y nerviosos ante la tesitura de verle en la sede de Pedro, proclamaron en 2005 su certeza de que no era papabile: todo lo más, un Pope maker. La realidad demostró ser la inversa.

Su homilía en la misa previa al cónclave fue todo un programa para la Iglesia, que bautizaría como "hermenéutica de la continuidad", es decir, entender el Concilio Vaticano II y sus reformas en ligazón, y no en ruptura, con la Iglesia anterior. Además, la tranquila seguridad de sus palabras dejaba claro que solo alguien que había pasado al lado de Karol Wojtyla casi todo su largo pontificado (y con un carisma y una autoridad diferentes, pero no menores, a los del Papa polaco) podía tener hombros suficientes para recibir su herencia.

Sin embargo, todo lo que tuvo Ratzinger de Papa "cantado" en 2005, no lo tuvo de “hacedor de Papas” cuando parecía natural serlo. Lo más esperable en 2013 era que a Ratzinger, tras ocho años nombrando cardenales que sumar a los de su predecesor, le sucediese un ratzingeriano. O quizá una vía nueva. Pero nunca su opuesto.

¿Hubo pactos que desconocemos? ¿Se había enfrentado Benedicto XVI a fuerzas más poderosas que las suyas propias y las de su cargo? Éstas, como vicario de Cristo en la tierra, no son pequeñas. Y aquéllas tampoco, pese a su apariencia frágil. Tuvo ocasión de demostrarlo cuando bramaron contra él por liberalizar la misa tradicional, por denunciar el problema que tiene la fe islámica con la racionalidad o por insistir en sus advertencias contra la "dictadura del relativismo", esa aparente paradoja de que quienes no creen en nada sean más intolerantes que quienes creen en algo y apliquen a fondo esa intolerancia en cuanto tocan poder. No cedió a las tormentas.

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Como Papa emérito, vistiendo de blanco y con anillo papal (dos llamativas anomalías), Benedicto XVI ha ejercido un magisterio esporádico y tenue, salvo el sísmico libro con el cardenal Robert Sarah sobre el sacerdocio, publicado en medio de los renovados intentos de algunos grupos de acabar con el celibato aprovechando el sínodo sobre la Amazonia de 2019.

El temperamento de Joseph Ratzinger se ha mostrado siempre tan discreto como sólido. Nunca dio un paso atrás. Salvo cuando se fue, por razones no del todo explicadas. ¿Le quebraron por dentro las deslealtades de Vatileaks? ¿Consideró que aquello era solo la punta del iceberg de una red cuya desarticulación exigía energías que empezaban a menguarle? Son preguntas que han quedado abiertas hasta el día de su fallecimiento. Quizá ahora encuentren ocasión para ser respondidas.

En una ocasión, ya retirado, Benedicto le confió a su secretario, el arzobispo Georg Gänswein, su pesar ante el correr de los años: “Nunca hubiera imaginado que el camino desde el monasterio Mater Ecclesiae -donde ha residido desde su renuncia y donde ha fallecido- hasta las puertas del cielo con San Pedro fuese tan largo". Afrontaba el momento, eso sí, con confianza: “Aunque pueda tener muchos motivos de temor y miedo cuando miro hacia atrás en mi larga vida”, escribió en una carta a principios de 2022, “me siento feliz, porque creo firmemente que el Señor no sólo es el juez justo, sino también el amigo y el hermano que ya padeció mis deficiencias y por eso, como juez, es también mi abogado”.

Así lo esperan y por ello rezan hoy los millones de católicos en todo el mundo que lloran a quien han visto durante décadas como una roca en medio de la tempestad.