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80 años clamando por la paz, la piedad y el perdón

Se cumplen ocho décadas del histórico discurso de Manuel Azaña, presidente de la Segunda República, que pasa por ser la gran apelación a la concordia y la reconciliación entre los españoles.

| Pedro Pérez Hinojos Opinión

Paz, piedad y perdón. Con esas palabras, el 18 de julio de 1938, al cumplirse dos años del golpe de Estado fascista, su fracaso y el consiguiente estallido de la Guerra Civil, el presidente de la Segunda República Española, Manuel Azaña, concluyó el emotivo discurso que pronunció en el Ayuntamiento de Barcelona. Su propósito era lograr la mediación internacional y no prolongar la contienda. A la desesperada. No lo consiguió. Pero dejó para los restos uno de los textos cívicos más impactantes y desgarradores de nuestra historia.

Una apelación a la libertad, la concordia y la reconciliación que debería figurar en mármol para la clase política y gobernante de nuestro país -esta última entregada en los últimos días a desmontar el mausoleo del Valle de los Caídos, como piedra angular del pasado franquista- y ser de obligada lectura en los centros educativos de nuestro país.

 

 

Pensador lúcido, literato avezado y político aferrado a la negociación y al respeto a la ley, Azaña fue jefe del Estado en el peor tiempo posible para la democracia en Europa. La tenaza que formaban el fascismo de Hitler y Mussolini y el comunismo de Stalin tenía a Europa de rodillas. Y una república tan bisoña como la española se convirtió en el escenario cruento donde se dirimió la primera gran batalla entre las frágiles libertades, representadas por las históricas democracias de Inglaterra y Francia forzadas por su debilidad a una neutralidad interesada;  y la pujanza de los totalitarismos, que tomaron partido en mayor ventaja con los golpistas, a los que facilitaron su formidable maquinaria bélica, a la postre crucial para desnivelar la balanza..

Azaña advierte al comienzo de su discurso de que trata de usar "un punto de vista atemporal", lo que hacía presagiar que la lucidez de sus palabras podría ser aplicable a cualquier momento, al de este mismo momento, sin ir más lejos.

Yo afirmo que ningún credo político, venga de donde viniere, aunque hubiese sido revelado en una zarza ardiente, tiene derecho, para conquistar el poder, a someter a su país"

El presidente republicano creía en una nación indivisible, en un porvenir de unidad; a pesar de todos los pesares: "Todos los españoles tenemos el mismo destino. Un destino común, en la próspera y en la adversa fortuna. Nadie puede echarse a un lado y retirar la puesta. No es que sea ilícito hacerlo: es que además, no se puede".

"Yo afirmo que ningún credo político, venga de donde viniere, aunque hubiese sido revelado en una zarza ardiente, tiene derecho, para conquistar el poder, a someter a su país". El estadista mostraba de esta manera su voluntad irrenunciable por la reconciliación y por la fuerza democrática de la ley y el parlamentarismo.

Obra de la "colmena española"

"La reconstrucción de España será una tarea aplastante, gigantesca -continúa explicando Azaña- que no se podrá fiar al genio personal de nadie, ni siquiera de un corto número de personas o de técnicos; tendrá que ser obra de la colmena española en su conjunto, cuando reine la paz, una paz que no podrá ser más que una paz española y una paz nacional, una paz de hombres libres, una paz para hombres libres".

El escritor y político nacido en la ciudad madrileña de Alcalá de Henares en 1880 y fallecido en el exilio, en la localidad francesa de Montauban en 1940, veía en la patria "una libertad, fundiendo en ella, no solo los elementos materiales de territorio, de energía física o de riqueza, sino todo el patrimonio moral acumulado por los españoles en veinte siglos y que constituye el título grandioso de nuestra civilización en el mundo".

 

Manuel Azaña, con abrigo negro, visitando el frente de Guadalajara en noviembre de 1937 en compañía del general Vicente Rojo y el presidente del Gobierno, Juan Negrín.

 

Porque los enfrentamientos y conflictos entre españoles, entonces con la Guerra Civil, después con el terrorismo etarra y a día de hoy con el secesionismo catalán, hacen que sea "difícil vivir en una sociedad sin disfraz, y cada cual tendrá delante ese espejo mágico, donde siempre que se mire, uno encontrará lo que ha sido, lo que ha hecho y lo que ha dicho durante la guerra. Y nadie lo podrá olvidar, como no se pueden olvidar los rasgos de una persona".

 

Y para los restos queda la predicción para un mañana que nunca deja de ser presente en nuestro país, lo que colma de vigencia al sobrecogedor y vibrante clamor de Azaña: "Cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que les hierva la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelva a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y escuchen su lección: la de esos hombres que han caído magníficamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, piedad, perdón".