| 26 de Marzo de 2024 Director Antonio Martín Beaumont

× Portada España Investigación Opinión Medios Chismógrafo Andalucía Castilla y León Castilla-La Mancha C. Valenciana Economía Deportes Motor Sostenibilidad Estilo esTendencia Salud ESdiario TV Viajar Mundo Suscribirse

Los que siempre estuvieron

El autor lamenta cómo Borrell, el último mohicano de un PSOE a extinguir, se dejó vencer por los oropeles de Sánchez. Y destaca el aplauso solitario que le dio Ciudadanos.

| Marcial Martelo Opinión

 

 

Pensaba yo en mis años de idealismo juvenil que el orteguiano “Yo soy yo y mis circunstancias” suponía una lectura del ser humano triste y desconfiada, pero sobre todo profundamente errónea. Que en todo hombre, cuando se le ponía al límite de su dignidad, vencía al final su “yo”, su naturaleza de ciudadano decente. Que el deseo primero y familiar de ser una buena persona, terminaba siempre derrotando a las castradoras “circunstancias” del interés, la ambición, la cobardía o la comodidad.

La creencia no duró mucho. En la madurez acudieron prontos a exterminarla lo visto en el pesebre académico, el matadero profesional y el escaparate político. Pero hoy, gracias a Rufián y su séquito (esa caterva formada por las crías de su apellido, alumbradas como clónicos adjetivos andantes) quizás pueda presumir de que no andaba antes tan equivocado.

La añoranza de los oropeles perdidos hizo que Borrell se sometiera a un don nadie como Sánchez, tormenta perfecta de fatuidad adolescente, falta de escrúpulos y lujuria por el poder

No hace mucho veíamos como Borrell, que lo había sido todo y que había llegado a ganarse el respeto de los que importan por su arrojo frente el totalitarismo nacionalista, era vencido por su circunstancia. En su caso, la añoranza de los oropeles perdidos, que hizo que se sometiera, sacrificando gloria por pomada, a un don nadie como Sánchez, tormenta perfecta de fatuidad adolescente, absoluta falta de escrúpulos y lujuria descerebrada por el poder.

Pero esta semana, puesto al límite de su dignidad, terminó venciendo su naturaleza. Y con ella habló el último mohicano de un partido socialista en extinción, lanzando en el Parlamento la más precisa de las definiciones de Rufián, como patético cipayo, híbrido de serrín y estiércol.

 

Y, enfrente, la pequeña y peleona guerrilla de Ciudadanos puesta en pie para aplaudir. Unos hablan de la elegancia de los naranjas, por no temer mostrar su apoyo cuando coinciden con el contrario. Otros, de generosidad, por su disposición a olvidar la falta de reciprocidad de los demás en las mismas circunstancias.

Tal vez, pero yo creo que su gesto con Borrell se debió sobre todo al reflejo instintivo del luchador solitario que, acostumbrado a pelear solo, le basta con ver en otro un mínimo atisbo del arrojo que él demuestra todos los días, para agradecérselo y tratarlo como a uno de los suyos.

El aplauso

El aplauso ha sido una radiografía espontánea del admirable espíritu de Ciudadanos, pero también una triste fotografía de lo sola que se siente la defensa de la democracia en el Congreso de los Diputados.

Lo ocurrido no ha hecho grande a Borrell. Ha hecho grandes a los hombres y mujeres de Ciudadanos, porque nos ha recordado que son ellos los que siempre han estado ahí. Solos. En todo caso, y aunque lo de Borrell resulte ser un espejismo (o sea, que no dimita), algo habremos ganado. La reacción de la bancada sitiada del Baler constitucionalista nos confirma que el maestro Ortega estaba equivocado. Cuando el “yo” quiere, puede mandar a sus “circunstancias” a freír puñetas.