| 27 de Marzo de 2024 Director Antonio Martín Beaumont

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Puigdemont y Junqueras, en el momento de firmar el decreto de convocatoria del 1-O.
Puigdemont y Junqueras, en el momento de firmar el decreto de convocatoria del 1-O.

Esto, ya lo decía Marx, va a acabar en farsa

Es el momento soñado por Puigdemont: el de salir al balcón a proclamar, tras la victoria en el referéndum, participen en él los catalanes que participen, que eso importa menos, la República

| Fernando Jáuregui Opinión

Tampoco entiendo muy bien por qué nos escandalizamos: propio de toda revolución es tratar de cortar con la legalidad y las instituciones hasta ese momento vigentes. Y eso es lo que han hecho la camarilla Puigdemont, Junqueras y Forcadell, aplaudidos por Forn, Romeva y otros irresponsablemente encantados de la vida tras la caótica sesión del Parlament del este pasado miércoles. Lo que ocurre es que las revoluciones triunfan ante situaciones injustas, de opresión del pueblo, que es cuando las Naciones Unidas autorizan las consultas secesionistas.

Y sería muy difícil afirmar que la Comunidad Autónoma de Cataluña, inserta en la España democrática que forma parte de la Unión Europea, que puede que sea la peor de todas las existentes, pero excluídas las demás, como decía Churchill de la democracia, es un territorio sojuzgado. Así que la revolución de los experiodistas Puigdemont y Forcadell, la de los agitadores de la CUP, aupados en sus apenas diez escaños que jamás tuvieron tanto poder, la del burgués Oriol Junqueras, no es la de octubre de los soviets.

Y, ya que estamos, citaré la frase de Marx: “la Historia se repite dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa”. Esto, molt honorable president de la Generalitat, señora presidenta del Parlament, no va a acabar como en 1934. Ya lo decía Tarradellas, que fue el último gran president de la Generalitat: “en política cabe todo, menos hacer el ridículo”. Lo del miércoles fue escandaloso: lo del 2 de octubre, la jornada siguiente al sin duda fallido referéndum, va a ser ridículo.

En 1934, el día 6 de octubre hará ochenta y tres años de aquello, el presidente de la Generalitat, Lluis Companys, salía al balcón de la plaza de Sant Jaume para anunciar la proclamación del Estat Catalá. Es el momento soñado por Puigdemont: el de salir al balcón a proclamar, tras la victoria en el referéndum, participen en él los catalanes que participen, que eso importa menos, la República de Catalunya.

Pero eso, claro, no va a ocurrir. Ni, probablemente, Puigdemont sea encarcelado –y menos aún, claro, fusilado como Companys-, ni la Generalitat bombardeada por algún descendiente del general Batet, que el muy moderado Rajoy no es Lerroux precisamente, ni la situación del Reino de España es la de la asediada –por sí misma, sobre todo—República Española de 1934. Ni, me parece, los socialistas del Pedro Sánchez, que del 1 de octubre de 2016 ha pasado del ‘no, no y no’ a ofrecerse como colaborador al Gobierno de Rajoy, son aquellos que, precisamente en los momentos más delicados, declaraban la huelga general revolucionaria.

Uno es un optimista inveterado, y sospecha que de la farsa surgirá la claridad. Es decir, que el ‘procés’, que ha avanzado rápidamente hacia el descrédito –es lo menos que podría ocurrir tras la ‘asamblea universitaria’ de Forcadell este pasado miércoles-, que tanto invocó la democracia del sufragio a base de subvertir la democracia parlamentaria, ha comenzado su autoliquidación. Acelerada, claro está, por la muchachada de la CUP, que, como mucho, representa al ocho por ciento del Parlament y al cuatro por ciento del voto directo de los catalanes, pero que ha adquirido una autoridad como si hubiese obtenido mayoría absoluta en las pasadas elecciones de septiembre de 2015.

La última deriva del ‘procés’ ha producido un giro del PSOE –hay que ver lo que va del 1 de octubre de 2016 a septiembre de 2017—y, por tanto, un acercamiento de las fuerzas políticas ‘constitucionalistas’, pareciendo haber entendido al final la oposición del PSOE que lo más urgente no es echar a Mariano Rajoy de La Moncloa.

Es posible que ahora se ponga sobre la mesa, incluso, un consenso para la reforma constitucional, un mayor respeto a las instituciones –comenzando por la Corona y siguiendo por el Tribunal Constitucional—y un diálogo, diálogo he dicho, sí, con Cataluña y los catalanes, más que con una debilitada Generalitat, para llegar a al menos un par de décadas más de conllevanza, como quería Ortega. Una situación de tranquilidad relativa en la que todos, como en toda negociación, perderemos algunas plumas, aunque los de la estelada van a perder más.

No creo, pues, ni en algaradas callejeras, que solamente los chiflados de la CUP quisieran, ni, menos, en violencias sangrientas, como sugería algún muy apreciado compañero en alguno de los muchos comentarios alarmados que he leído y escuchado en las últimas horas. Y, porque los excesos siempre producen un efecto ‘boomerang’, sobre todo cuando no tienen razones en las que sustentarse, sospecho que, en no muchos meses, y tras las escaramuzas de rigor, que serán más en torno a falsas argumentaciones legalistas que otra cosa, la unidad de España va a reforzarse. Y, por supuesto, mucho me gustaría no equivocarme esta vez, desde luego.