| 04 de Abril de 2024 Director Benjamín López

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Política ficción

Los entresijos de envidias, chantajes, lealtades, venganzas, egos y ambiciones en los partidos son algo que provoca perplejidad momentánea y vergüenza ajena permanente.

| Roberto Granda Opinión

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Un empacho de cultura popular audiovisual nos lleva a la asignación de roles equivocados y referentes que sólo funcionan como guión ficcionado. El error es que demasiados periodistas se creen que la política es como El ala oeste de la Casa Blanca y muchos políticos se han convencido que lo suyo es House of cards.

Lejos de la incontinencia verbal que tienen los personajes de Aaron Sorkin, tan permanentemente brillantes como irreales, y de la atracción que puede despertar el maquiavélico, inteligente y retorcido Frank Underwood, la política real, al menos en España, está lejos de ese glamour que puede llevar a la fascinación por los entresijos del poder y de la corrupción, de las intrigas familiares y mafiosas que Coppola elevó a la categoría de obra maestra en El Padrino, y de los discursos shakesperianos de Brando en su Julio César.

Ojalá hubiera un Mankiewicz patrio, con talento para revestir de virtud una época tan grotesca como necia. A Pablo Iglesias le gustaba Juego de Tronos (le regaló la serie a Felipe VI, puede que en una amenaza velada) aunque fue él quien acabaría carbonizado por la Khaleesi madrileña.

Los entresijos de envidias, chantajes, lealtades, venganzas, egos y ambiciones en los partidos son algo que provoca perplejidad momentánea y vergüenza ajena permanente. Casi todo lo impregna la mediocridad. Y al que despunta le espera, tarde o temprano, el previsible martillazo. A dónde se ha creído usted que va. Pero, puestos a reivindicar lo clásico, uno prefiere cuando se cruzaba el Rubicón dispuesto a jugárselo todo a una carta contra sus enemigos, y las puñaladas eran reales y definitivas, no había metáfora alguna cuando tus opositores y antes amigos te la clavaban por detrás.

La adhesión a uno u otro bando podía costarte la vida, no sólo temían por el sillón los pelotas de Twitter, raudos en declarar su apoyo incondicional e incomparable amor por el contendiente del que depende su sustento. Antes, al menos, la movida tenía su puntito, ya que los celos llenaban de cabezas los cestos, a la manera de Enrique VIII. 

Los políticos, por lo general, también leen poco, o leen mal, y no existe hoy una élite digna de protagonizar crónica social radiografiada por la pluma de un Tom Wolfe, verbigracia.

Y ya nada huele a podrido en Dinamarca porque la juventud no lee y no entiende, se la suda Tío Vania y prefiere Netflix a Chéjov. Que no sin incompatibles, pero es necesaria una mínima base literaria además de la suscripción a la plataforma de contenidos. Al menos para interpretar el mundo que nos rodea e identificar sus carencias, a través de lo que tienes en la mochila y en la memoria.

Los políticos, por lo general, también leen poco, o leen mal, y no existe hoy una élite digna de protagonizar crónica social radiografiada por la pluma de un Tom Wolfe, verbigracia. El hastiado ciudadano comprueba con pavor que el esperpento sociata y podemita no tiene el contrapunto en una oposición con altura de miras.

La zafiedad y la bajeza, la estulticia con corbata, las declaraciones con aplomo frívolo y desvergonzado, carentes de ritmo y gracia, y uno piensa, en melancólica retrospectiva, en lo que podía haber sido España con una clase política eficaz e ilustrada, o al menos digna, en un país llevado una y otra vez a despeñarse por el desfiladero de la historia, en nuestras propias carencias y las ganas de reventar al prójimo (cuatro guerras civiles entre el XIX y el XX) y que minan los cimientos donde se sustenta lo mejor de nosotros mismos, a veces tan acertados, tan luminosos, tan ejemplares cuando peleamos nuestras propias batallas (literarias, científicas, deportivas, transformadoras) en solitario u organizados, y lastrados por cantamañanas sin escrúpulos, saqueadores, rufianes, vendepatrias y mezquinos, hasta llegar al sindiós que ahora contemplamos, un mal entremés del Siglo de Oro pasado por el filtro sensacionalista de un programa de telebasura.