| 24 de Marzo de 2024 Director Antonio Martín Beaumont

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El efecto del niño mimado

Desear y conseguir es la misma cosa, y así no tiene gracia. Los próximos «pelotazos» musicales, las próximas películas, los próximos libros habrán de resignarse a ser flor de un día.

| Juan Vicente Yago Edición Valencia

La industria discográfica busca la manera de que las gentes vuelvan a encumbrar un éxito. Las productoras de cine tratan de avivar la curiosidad general por cada historia, cada vez más ramplona, que lanzan al mercado. Las editoriales intentan por todos los medios que alguien lea cualquier cosa. Todos quieren que regrese, que reaparezca la vieja expectación fenecida; que haya de nuevo un público fiel e impaciente por descubrir el último trabajo de tal vocalista, de cuál actor o de recuál escritor. Pero no sucede.

La expectación ya no vuelve. Se ha perdido porque no se dan las condiciones. Todo el mundo tiene hoy acceso inmediato a todo. No hay impedimentos; no hay esperas; no se padece la menor privación, aunque sigue siendo propio del género humano —de la inteligencia— intuir que vale más lo que más cuesta.

Los atracones digitales matan el interés; lo exterminan; como los antojos cumplidos

Hoy basta con desear una canción o una película para tenerla, y el resultado es que lo reciente no cotiza y lo antañón se devalúa. Los atracones digitales matan el interés; lo exterminan; como los antojos cumplidos impiden que los niños aprecien lo valioso. El efecto del niño mimado es una tara que convierte las películas nuevas en experiencias efímeras, en audiovisuales del montón; y elimina de golpe la pátina legendaria que puedan tener las películas viejas.

En cuanto a la música pop, ya no hay que apostarse junto al transistor para escucharla: es gratuita y omnipresente; suena de continuo en la «nube»; se lleva en el bolsillo; está en el aire. Pierde, además, variedad, y degenera en una salmodia enseñaculista. Está, por tanto, hundida en los purines de la irrelevancia. Ya no hay «pelotazos» perdurables; únicamente hay éxitos de un día, de una hora, de un segundo. Y los «pelotazos» anteriores, aquéllos que lo fueron porque tenían calidad y, sobre todo, porque no eran accesibles —porque había una espera inevitable para volverlos a oír—, han perdido su encanto al entrar en la morgue del youtube. Los libros, por su parte, han seguido un derrotero similar, y encima con un plus de infortunio.

Ya no hay «pelotazos» perdurables; únicamente hay éxitos de un día, de una hora, de un segundo

Recordemos que su máximo valor coincidió con sus mayores limitaciones, cuando las copias eran artesanales y se tardaba mucho en tener un ejemplar; que con la imprenta ganaron en difusión lo que perdieron en consideración; y que hoy, tras un siglo de impresiones baratas y acceso expedito, los particulares los venden por gruesas a los libreros de saldo, que ya no saben dónde meterlos. La facilidad momifica, y ni poniendo el texto en pantallas —o precisamente por eso— levanta cabeza el negocio bibliográfico; con el plus de infortunio, el ápice de postración y la puntilla traicionera del imperio absoluto de la imagen, esa simplificación cerebral que degrada sin remedio el intelecto hasta dejarlo en puro voyeurismo pasivo, estupefacto, catatónico.

La lectura se ha convertido en una operación complicadísima, fatigosísima, inasequible y dolorosa para el sapiens decadente. Los libros, como las películas y la música, son tan fáciles de conseguir que ya no generan expectación; ya no son mercancía codiciada, máxime cuando su degustación requiere un esfuerzo adicional, un acto especulativo, un proceso descifratorio que complemente la mera visualidad. No hay expectación para los libros, el cine, la música y los acontecimientos de cualquier índole racional.

Triunfan los magazines del adefesio, los álbumes televisivos de rarezas, chaladuras, disparates y bufonadas.

Por eso triunfan los magazines del adefesio, los álbumes televisivos de rarezas, chaladuras, disparates y bufonadas. Cuando el público tiene acceso a todo siente hastío, y solamente lo insólito, lo estrafalario interrumpe un instante su letargo. Nos encontramos bajo el efecto del niño mimado. Somos niños mimados por el exceso de facilidad, por la inexistencia de la espera. La inmediatez nos ha vuelto inapetentes y caprichosos hasta el punto de que no valoramos lo que tenemos de tanto como tenemos.

Ya no habrá Michaels Jackson, ni Regresos al futuro, ni Guardianes entre el centeno, y lo que haya en su lugar no será tan esperado, tan disfrutado ni tan recordado. La sobreabundancia y la superaccesibilidad nos han desactivado las papilas de la sorpresa. No hay expectativa. No hay ilusión. Está todo ahí, en la pantalla, en el dispositivo, en la palma de la mano, al completo. Desear y conseguir es la misma cosa, y así no tiene gracia. Los próximos «pelotazos» musicales, las próximas películas, los próximos libros habrán de resignarse a ser flor de un día, estrellas fugaces, pavesas infravaloradas. Tal vez lo tienen previsto, y por eso han reducido tanto el esfuerzo imaginativo y los gastos de producción, y se han pasado en tropel a la ectoplasmática dimensión digital, a la región etérea de los ceros y los unos.