| 25 de Abril de 2024 Director Benjamín López

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El compañero cobarde

Hay que tener un sexto sentido, una intuición finísima para calar al compañero cobarde; y tampoco. Nada nos inmuniza contra el chasco desolador del compañero cobarde

| Juan Vicente Yago Edición Valencia

El compañero cobarde va junto a o a continuación del jefe tonto. Es una consecuencia, un reflejo, un correlato, un comportamiento, un algo que suele orbitar el espectro mediocrizante del tirano banderas; un fauno de apariencia neutral que acoge al compañero nuevo, hace buenas migas con él y hasta comparte confidencias; un principio de amigo que se ofrece generosa y espontáneamente como cicerone por el intrincado laberinto de intereses, camarillas, enredos, falsedades y trapisondas que viene a ser todo entorno laboral.

Un colega fiable y un apoyo firme cuya integridad y solidez, sin embargo, tienen su talón de Aquiles: el compañero cobarde se desvanece, se volatiliza, tan consistente que parecía, en cuanto el compañero nuevo incurre, por ignorancia unas veces, por torpeza o precipitación otras, en un desagrado cualquiera, en un mínimo agravio, en el más pequeño reproche del jefe tonto, figura triste y esterilizante a la que dedicamos hace poco un breve monográfico.

Esto pasa porque la proximidad y la empatía del compañero cobarde, como su nombre compuesto indica, está limitada por el miedo, por el pánico, por el enorme canguelo que le inspira el jefe tonto. Es la primera decepción que se lleva el nuevo; el primer escalón de su propio descenso a la esclavitud, a la nulidad, al aborregamiento y al susto: la constatación de que más allá de la férula jefesista no hay compañero sino compañero cobarde, que vale tanto como arrimo falluto, arena movediza y espalda inconmensurable.

Cuando el compañero cobarde ve al compañero nuevo caído en desgracia jeferrona se viste de camuflaje, se pone de perfil, se vuelve huidizo, inaccesible; ya no está casi nunca en la sala común, ya no hace los itinerarios que hacía, ya no se lo encuentra uno por el pasillo; lo ve de lejos, esporádicamente, siempre a una distancia bien calculada —esa distancia justa que imposibilita el contacto, el cambio de impresiones, el parrafito casual—.

Es la invisibilidad sobrevenida, el repliegue, la espantada, la deserción, la desafección y la palinodia del compañero cobarde, temerosísimo del anatema jefenudo. No hay amistad que valga frente al peligro de perder la nómina; o quizá sí, pero no es la del compañero cobarde. La del compañero cobarde, al principio, es tan sincera e inocente como la que más, y puede seguir así todo el tiempo que haga falta siempre que las cosas marchen bien, que nada se tuerza y que no gruña el jefe.

Y si el compañero nuevo, por una de aquéllas, lo acierta, si logra el chilindrón del reconocimiento jefáceo, allí estará, oficioso, lagotero, nauseabundo, el compañero cobarde. Pero si, en cambio, el nuevo es amonestado, reconvenido, reprendido, humillado por el jefe tonto —es una constante del jefetontismo— sólo encuentra, cuando se vuelve a diestra y siniestra, del cobarde la sombra, el vacío y la nada.

No hay chicha en el compañero cobarde. No hace honor a la expectativa que suscita. Es un fraude gremial, un chasco personal, una lealtad apócrifa, una esperanza frustrada, una confianza de pega, una deplorable falsificación, una bochornosa excrecencia del jefe tonto. Entre las cosas más tristes del mundo está la defección del compañero cobarde, la carrerilla de hiena con que se va, se desentiende, se aparta de aquél a quien acogió con albricias y zapatetas.

La pasta es la pasta, con las cosas de comer no se juega y el afecto era fingido, e incluso puede que fuese verdadero, con lo que la escena tomaría un cariz espantosamente mezquino, abominablemente retorcido, insoportablemente cobarde. Porque de un compañero cobarde puede uno esperar cualquier bajeza, pero lo malo —más que la cobardía misma y las bajezas que motiva— es que no lo ve uno venir hasta que la comete; que se confía uno, y vive feliz con el compañerismo hasta que mete la pata —o no la mete, pero al jefe tonto se lo parece— y entonces descubre la fantasmagoría, el espejismo y el sobresalto que había tomado por un compañero.

No hay antídoto, fuera de la experiencia, para estas alucinaciones; de manera que no será ocioso consignar aquí el principio, fruto del más riguroso empirismo, de que allá donde hay un jefe tonto puede haber —aunque no necesariamente lo haya— un compañero cobarde. Y tampoco estará de más apuntar, como aviso de navegantes, lo extremadamente contagioso que resulta el cobardocompañerismo y lo muy probable que, por tanto, es encontrar más de un compañero cobarde por lugar de trabajo.

Una perspectiva sombría que, por otra parte, no debe afligirnos. Bastará con que cada cuál entre, cuando estrene colocación, hecho un Argos, ojo avizor sin que se note y atisbando, primero que nada, si el jefástulo es o no tonto. El compañero cobarde, que primero es compañero y luego es cobarde, pero nunca las dos cosas a la vez, abandona el compañerismo y abraza la cobardía tan pronto ve asomar las orejas del vestiglo jefesote —donde vestiglo alegoriza la estolidez monstruosa y jefesote conserva su sentido literal—; tan pronto vienen mal dadas, husmea el peligro y teme, insolidario, cobardón, calzonazos, que lo salpique la furibundez gerente.

Quien tiene un compañero de trabajo tiene un tesoro, dicen; pero cabe añadir, a la luz de la experiencia, la condición sine qua non de que no lleve la espoleta cobarde, que no tenga ese disparador que salta cuando el nuevo, el protegido, el amigo recibe los primeros vergajazos del tonto jefe; porque si lo tiene ya no es un compañero a secas, que son los que valen, sino compañero con carga, con detonador y con inficionadura de cobarde: un falso asidero que cederá con el primer agarrón.

Hay que tener un sexto sentido, una intuición finísima para calar al compañero cobarde; y tampoco. Nada nos inmuniza contra el chasco desolador del compañero cobarde, terrible desgracia que viene a completar la otra desgracia, no menos terrible, del jefe tonto. Es como la propina, el colofón y la puntilla, o la guinda que remata la tarta españolona; el misterioso esoterismo castizo que recomplica entre nosotros las condiciones de trabajo. No podrás zafarte del compañero cobarde, pero sí ponerte una cota de acero que amortigüe la colleja; un básico —el estoicismo de toda la vida— que no debe faltar en cualquier fondo psicológico de armario. Cuando veas que se aparta, que se va, que pone cobardía de por medio, desempolva el currículum y actualízalo.