| 23 de Marzo de 2024 Director Antonio Martín Beaumont

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Bozal permanente

Las encuestas muestran un ansia de mascarilla; un hábito de tapabocas; un despropósito autoembozalatorio; unas ganas locas de velo reutilizado, cochambroso, tóxico y emético.

| YAGO Edición Valencia

Como en los trullos edulcorados de las películas americanas, donde los presos añejos no se atreven a salir de la jaula, parte de la sociedad española prefiere seguir embozalada cuando termine la pandemia. Siempre hay quien a todo se acostumbra, y al parecer no son pocos los que, según revela una encuesta reciente, hallan seguridad en el dióxido, la salivadura y el ahogamiento del bozalote; los que lo han asimilado a su rostro, a su imagen, a su esencia; los que han decidido afrontar la vida con la boca tapada y el cerebro en salmuera de toxicidad. Es el nuevo alucinógeno, la nueva burundanga, el nuevo cañardo que da élitros de anonimato y asfixia. Se han acostumbrado al bozal; quieren bozal; necesitan el bozal. Con el bozal se sienten integrados, aceptados y engranados al armatoste burocrático, a la revolución proletaria o al embuste clientelar, comunal y despersonalizador que se alimenta de la carroña socialista. Con el bozal dejan de ser quien son y pasan a engrosar la soldadesca perroflautana. El bozal apisona la mollera y provoca desinhibición; es un psicodepresor, un opioide, un porro de asquerosa calada, una cachimba en que se inhala concentrado el propio desecho, en que se fuma cada cual a sí mismo, en que se vuelven ceniza las identidades. La bozaladura da una falsa sensación de libertad porque atafaga el escrúpulo, desactiva el carácter y empuja la conciencia por la dulce pendiente del gregarismo. Con la bozaladura eres uno más, un ilota sin rostro, diluido en la masa, irresponsable. Miles de tiranos, a lo largo de la historia, cubrieron al populacho, para deshumanizarlo, aislarlo y rebajarlo, el espejo del alma. Miles de tiranos apoyaron su dominación sobre la maniobra, simple donde las haya, de reservarse la exclusiva del rostro visible y rasurado, el privilegio de la expresividad. Y hoy, tomando pie de la pandemia, pretenden que volvamos al antiguo sometimiento, que siga más allá del virus la costumbre del bozalote, que pasemos de la profilaxis a la esclavitud. Pero lo grave, lo trágico del asunto no es eso —neutralizar a las turbas ha sido siempre, a fin de cuentas, el objetivo del absolutismo—, sino el hecho, alarmante aunque no sorprendente, de la predisposición popular —en aumento, según las encuestas— a la vida embozalada, dioxidocarbonizada y resollante, a la disnea existencial y la embozaladura ontológica. Parece que nos acercamos de nuevo a los ojos vidriosos y el pico cerrado, al marasmo anuente y el acatamiento ciego, al miedo y la parálisis. Aunque parezca mentira, un sector de la sociedad está pidiendo, ahora mismo, que sigamos llevando muchos años la cara ensabanada, sudada y acezante; que trabajemos asfixiados y descansemos amordazados; que nos reduzcamos el número de facciones y nos limitemos la comunicación; que nos parezcamos, nos uniformicemos y nos disolvamos; que nos digiera el inmenso bandullo de un estado sojuzgador e insensible; que ofrezcamos nuestra individualidad en holocausto al gran hermano inhumano.

Del estrago económico de la pandemia se saldrá con una explosión de consumo, con un lustro feliz y desbocado. Pero del estrago intelectual, del síndrome de Estocolmo, del apocamiento y el susto, de la neurosis y la embozaladura no se saldrá tan pronto. Las encuestas muestran un ansia de mascarilla; un hábito de tapabocas; un despropósito autoembozalatorio; un agarrarse a las faldas de la impostura gubernamental; un prurito borreguero; unas ganas locas de incógnito, de ocultación, de velo reutilizado, cochambroso, tóxico y emético. Las encuestas nos hablan de un primer grupo social inclinado a comenzar la tradición bozalística, el japonesismo ibérico, el estrangulamiento colectivo. Incluso han pergeñado la excusa de la contaminación para cuando no haya virus: respiraremos una y otra vez nuestro aliento para no respirar el humo de los coches; nos libraremos del hollín tragándonos el infecto cultivo bacteriano del trapo. Y no nos importará menguar, escondernos, embozalelarnos, ni guardar silencio en los trenes y en los restaurantes, porque será el mejor entrenamiento para guardar silencio ante la injusticia, la demagogia, la exacción confiscatoria, la cínica parcialidad y el atropello político. Por el temor microbiano al silencio ciudadano. Por la precaución al autoanulamiento.

Esta pandemia, tan higiénica y aguamanil, dejará un colectivo acobardado, arredilado, acomplejado y amarranado, incapaz de arrancarse la bozala y recuperar su libertad, reacio al semblante descubierto y quizá propenso, por la cogorza televidente, al esbirrismo, el chivatazo y la cagamandurria.