| 19 de Abril de 2024 Director Benjamín López

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El impuesto del asfalto

Será otro impuesto inventado, un capítulo más del sanguijueleteo que nos aplican extratributariamente

| Juan Vicente Yago * Edición Valencia

La idea, el proyecto, la intención es, o parece ser, que paguemos cada vez que usamos las carreteras, cuando ya pagamos para construirlas y mantenerlas. Es, quiere ser, será —esperemos que no— una exacción doble, o triple, como la de la herencia, que se paga porque sí después de haber pagado el que compró por comprar, el que vendió por vender y todos mientras tienen la propiedad; una gabela denigrante y sojuzgadora como la del IBI, que abonamos porque sí después de haber abonado luz, agua, reciclaje, basura y alcantarillado; un tributo injustificable como el del coche, que desembolsamos porque sí tras haber apoquinado por comprarlo y por tener —el que lo tiene— un vado.

Será —esperemos, para poder conjurarlo, que sigan existiendo las elecciones cuando empiece a cobrarse— otro impuesto inventado, un capítulo más del sanguijueleteo que nos aplican extratributariamente, que vale tanto como cuando los impuestos normales no dan para sufragar el armatoste administrativo.

Las gambas, el mal asiento de los culos, el trajinar lacayuno y la bambolla dieciochesca obligan, a veces —muchas—, a la rapacidad bajomedieval, a la escarbadura de faltriqueras y colchones, al registro de armarios y al cacheo ciudadano en busca de la calderilla plebeya. El estado nos pide que nos arrebañemos los fondillos, que renunciemos al cafelito y al capricho, aunque se arruine la nación, en aras del sistema.

Nos van a ensillar con la tasa del asfalto para que nos monte la gordinflonería del poder, que no nos quebrará el espinazo —de momento—, pero será una etapa esencial de nuestra chusmización, otro empujoncito hacia el feudalismo en pleno siglo tecnológico. Viven los poltrones de nuestras humillaciones, y encima que no cobramos el sueldo en metálico ni recibimos un ochavo por la tajada que sacan los bancos al mover nuestros ahorros, ahora pagaremos —quieren, planean, traman que paguemos— por ir en coche a trabajar.

No les importa que los impuestos inflen el precio del carburante; ni servirá de nada que suprimamos la escapada ocasional: nos cobrarán el trayecto imprescindible; nos lo sacarán de donde sea; nos adherirán la ventosa, el succionador, la garrapata, y nos dejarán secos. Nos obligarán a transitar la vereda tenebrosa, la reforma de tapadillo, la transacción abisal, donde no llega la luz ni el sonido pero hay una presión enorme.

Porque a la colmena del poder, hogaño como antaño, no le importa el populacho, sino el dolce far niente; porque sabe hoy, como lo sabían Felipe IV y su valido, que ocultamos parte de la ganancia, que guardamos vellón para imprevistos y asuetos, que somos unos granujas insolidarios, que sisamos en el sustento de la España, que impedimos el progreso nacional con la roñosería indómita que nos caracteriza. El IV Felipe y Olivares, pobres ingenuos, quisieron evitar la bancarrota patria buscando quincalla en el pedregal ibérico.

A la piña de validos/vivales de nuestro tiempo, sin embargo, no les va la minería ni nada que suene a esfuerzo; ellos van al filón seguro, al drenaje directo, al transvase descarado y forzoso de la hucha popular al erario. Saben que una vez allí el dinero no es de nadie, y que la gente olvida pronto. Pan y tele; mucha tele, mucho internet, mucha pantalla.

Lobotomía colectiva, crecimiento negativo —así llaman hoy a la quiebra— y vergajazo fiscal. No hace falta producir, como tampoco hacía falta en el siglo XVII; basta con estrujar el terreno para que destile riquezas; o, en su defecto, con agitarnos, colgados boca abajo, para que nos caiga del bolsillo el monedamen, el suelto que llevamos en vellón de curso negro.

Para qué hacer una maniobra tan costosa como estimular el comercio, la industria, la innovación —se dicen, reclinando la butaca—, si el gentío lleva los forros y los dobladillos a reventar de guita, si el personal tiene dinero a espuertas, aunque lo disimule, que no lo disimula, míralo, comprando televisores y ropa de marca, pizzas y cervezas, aguardiente y tabacote, arrastrando valijas y llenando las playas con su escandalosa molicie y su mórbida languidez. Estamos forrados, y nuestros gobernantes lo saben.

Y saben también que somos unos individualistas de tomo y lomo, que vamos a lo nuestro y el vecino que se apañe. Por eso estudian, maquinan, pretenden hacernos pagar por circular, imponernos el tribhurto del asfalto: porque ven que nos pirra desplazarnos, motorizarnos, escapar de la realidad, y que lo haremos mientras podamos, total por diez euros más; que nos hemos dejado la dignidad en un píxel del móvil —o en un hilo del whatsapp—, y no recordamos en cuál.

Pronto nos acostumbrarán a pagar por pagar, a sobrevivir en el filo y a sustentar el armatoste con el remanente; y entonces nos cobrarán el aire que respiramos, el deleite con que olemos, en primavera, la fragancia de los árboles —que por eso los planta el ayuntamiento— y el maravilloso alivio de no tener que pensar. ¡Cuánto debemos al soviet supremo!

¡Cuánto nos ama el politburó, que nos libra de las penas y cavilaciones del cochino dinero! No podremos pagárselo aunque renunciemos a las pipas, aunque nos pongamos —que deberíamos habérnoslo puesto ya— el uniforme de corear consignas y aplaudir despropósitos.

Y aún faltaría una cosa, que me permito sugerir: que paguen también los que no circulan, e incluso los que no tienen coche; que pague todo quisque; pagar y paguemos; vivamos por y para el gobierno; destaquemos, al menos, por nuestra desconcertante abnegación; sufraguemos, pagando impuestos inventados, nuestro agalbanamiento secular.

*Escritor