Otro desafío que acosa a España: convertir la agresión en libertad de expresión
Cuando el respeto y la educación no son suficientes para frenar los insultos, la ley debe intervenir. No hay libertad de expresión que incluya ese acoso, aunque Estrasburgo lo consienta.
En una democracia sólida, sustentada tanto en un cuerpo legal cuanto en unos valores cívicos compartidos, no todo lo que no es delito es tolerable: la simple educación, el respeto y el sentido común son o han de ser suficiente freno para excesos que, sin estar contenidos en un tipo penal, agreden y dañan la convivencia.
El Tribunal de Estrasburgo ha vuelto a fallar contra España, obligando a indemnizar a dos energúmenos condenados previamente por injurias al Rey, incluyendo ese exceso o el de la quema de su retrato en el ámbito de la libertad de expresión: no se conforma la Alta Instancia con rechazar que ese comportamiento sea un delito; además lo eleva incomprensiblemente a la categoría de derecho y lo ubica en uno de los más preciados.
La ley actúa porque el respeto y la educación no son suficientes para preservar la convivencia. La agresión nunca es un derecho
Es un despropósito más de un Tribunal que dice actuar en nombre de los Derechos Humanos, lo que confiere más categoría estética a sus resoluciones; carga de más estigmas a los Estados que las soportan y otorga más munición a los bárbaros a los que ampara: derribar la Doctrina Parot (respaldada por los más significados tribunales españoles y destinada a impedir que a los terroristas de ETA les salieran gratis todas las víctimas una vez condenados por la primera de ellas), indemnizar a etarras por supuestos malos tratos tildados de invención en juzgados nacionales o proteger ahora a estos vándalos son algunas de las decisiones de una institución politizada y repleta de políticos que cada día avanza en su descrédito.
Pero este caso resulta muy indignante porque coincide con una insoportable confusión entre un derecho tan estructural de la democracia como la libertad de expresión y los abusos que, en su nombre, se cometen a diario con la excusa de que son música, política, arte o redes sociales. Y más grave que esto es la cobertura institucional que le brindan a todos esos excesos partidos políticos como Podemos o IU, siempre dispuestos a presentar a los violentos como mártires (recuérdese el pavoroso caso de Rodrigo Lanza) y a presentar las inevitables consecuencias jurídicas de sus brutalidades como un acto de represión de una España represora.
Nadie quema una senyera
Todo eso se resolvería, sin necesidad de intervenciones judiciales, si la mera educación actuara como límite autoimpuesto para quienes se creen con el derecho a ofender y sólo se paran, si lo hacen, con una multa o una condena: la certeza de que agreden los sentimientos y creencia de cualquier colectivo debiera ser suficiente para frenar estos abusos, y de hecho lo es cuando el receptor lo es, en lugar de un político del PP o de Ciudadanos o un símbolo de España; uno de izquierdas, una minoría o una bandera distinta, por ejemplo de Cataluña.
Nadie quema la senyera ni irrumpe desnudo en una mezquita ni canta un rap pidiendo el fusilamiento de Pablo Iglesias ni recubre de supuesto arte un deleznable cuadro homófobo; y si lo hace recibe un repudio público y casi unánime bien merecido, sin la menor duda. Recuérdese el caso de Blanquerna y compárese con el asalto de Rita Maestre a una capilla, por citar apenas un ejemplo.
A la inversa, esos actos cobardes y agresivos son presentados desde demasiados medios y demasiados dirigentes políticos como una razonable respuesta al estado del país, lo que eleva su jerarquía hasta convertirlos, poco menos, en actos de resistencia genuinamente democráticos. Y cuando reciben la réplica judicial razonable, se transforma en héroes a indeseables como Alfon o Bódalo.
La defensa de los Hásel, Valtonyc y ahora estos dos indemnizados desde Estrasburgo se transforma así en una inquietante excusa para cimentar una imagen deformada e injusta de España caracterizada por la brutalidad policial, la mordaza liberticida y la represión política.
El gran problema no son los abusos, sino la cobertura política que reciben desde partidos que buscan el choque
Justo el discurso que ha aupado y mantiene al populismo, caracterizado por negar ese paisaje allá donde sí se produce como Venezuela; y al secesionismo catalán, empeñado en presentar a presuntos delincuentes como presos políticos de una noble causa que en España, sin saltarse la ley, se puede defender.
Por todo ello es infame que Estrasburgo se dedique a emitir fallos ideológicos, alejados de la realidad y manifiestamente injustos, que llenan el depósito de la demagogia de quienes no encuentran otra manera de conquistar el país que demolerlo primero con un caricatura indigna que sustituye la evidente tolerancia española y su democracia avanzada por un brochazo siniestro y nada inocente.
La complicidad
Que el fallo de Estrasburgo coincida con la fallida petición de ERC -apoyada por Podemos, IU, Bildu, Compromís y PNV- de despenalizar las injurias al Rey para denigrar sin límite a España de paso, lo dice todo del auténtico objetivo de quienes creen que un insulto, una ofensa, una calumnia o una agresión lo son menos si se hacen en nombre de unos supuestos valores políticos tristemente de moda por la lamentable complicidad de demasiados altavoces mediáticos.
Sin dramatizar, pues afortunadamente la democracia española es fuerte y su tejido social está muy alejado de esa dialéctica frentista, conviene no relativizar la magnitud del desafío que se vive en España: es territorial, sin duda, pero también cultural, intelectual, social y educativo. Y hay que saber responderlo, con menos dudas y algo más de convicción.