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Crimen de Patraix: Tom Ripley no hubiera venido a Valencia

Análisis del "crimen de Patraix" por el periodista valenciano Juanjo Braulio, autor de las novelas negras El silencio del pantano (de próxima adaptación cinematográfica) y Sucios y malvados

| Juanjo Braulio Edición Valencia

Tom Ripley, el diabólico y encantador delincuente creado por Patricia Highsmith lo dejó claro en la tercera de sus novelas, El amigo americano (1974): “El crimen perfecto no existe. Creer lo contrario es un juego de salón y nada más. Claro que muchos asesinatos quedan sin esclarecer, pero eso es distinto”.

El inteligentísimo estafador, ladrón y asesino ocasional añade en la última de sus aventuras (Ripley en peligro, 1991) que su aparente habilidad y sangre fría para quedar impune tras cometer todo tipo de fechorías no tiene ningún mérito. “Hago lo que hago –dice– porque pienso que nadie está mirando y tras haber realizado algún acto horrible, al cabo de un tiempo, simplemente se me olvida como si nunca hubiera ocurrido. Y al resto del mundo le pasa lo mismo”.

A tenor de la brillantez con la que el Grupo de Homicidios de la Brigada Judicial del Cuerpo Nacional de Policía de Valencia ha resuelto el llamado “Crimen de Patraix”, estoy seguro de que la autora de Extraños en un tren, jamás habría mandado a su criatura literaria más famosa a cometer alguna de sus maldades a la capital del Turia porque, quizá por una vez, a Tom Ripley la Policía le habría echado el guante.

La mañana del 16 de agosto de 2017, en un garaje de la calle Calamocha, cerca del cuartel de la Guardia Civil del barrio valenciano de Patraix, un vecino encontraba el cadáver de Antonio Navarro Cerdán, un ingeniero de 36 años. Ocho puñaladas, una de ellas en el corazón, acabaron con su vida. Su viuda, María Jesús Maje M. no había dormido en casa aquella noche porque tenía guardia –o eso creía su marido– en el hospital donde trabajaba como enfermera.

Tres días después, aparentemente rota de dolor, leía una carta de amor y agradecimiento en el funeral de Antonio en la iglesia de San Pedro Apóstol de Novelda (Alicante) de donde era natural. Como siempre pasa en estos casos, tras unos cuantos titulares de prensa y algunos minutos de radio y televisión, el caso pasó a engrosar la lista de homicidios en fase de investigación que, en lenguaje mediático, quiere decir olvidados mientras se trata el siguiente. Soy consciente que la última frase suena áspera, pero es real.

Pero el Grupo de Homicidios –dirigido brillantemente por la inspectora Maldonado de cuya amistad me honro, por cierto– no iba a consentir que un remedo de Tom Ripley se paseara por las calles de Valencia. En el garaje no había cámaras de seguridad y nadie parecía haber visto nada. Pero, como decía Ripley, el crimen perfecto no existe y la impunidad no era una opción para la Policía Nacional.

Aunque al principio parecía que el crimen era el resultado de un intento de robo que se había desmadrado, pronto se vio que las piezas no encajaban y quizá por ello la operación fue bautizada como “Viuda negra”. Empezaban cinco meses de arduas investigaciones, pinchazos telefónicos, posicionamiento de terminales y, sobre todo, indagaciones sobre el entorno de la víctima al viejo estilo policial: preguntando y comprobando mil veces cada detalle.

Así, como en las buenas historias de ficción, se descubrió que el homicidio fue el resultado tan imprevisible como inevitable de un cúmulo de pasiones humanas desatadas que los escritores de novela negra pensamos que podemos imaginar cuando la vida demuestra que son reales.

Tomo prestada la definición de mi amigo y compañero del diario Las Provincias Javier Martínez para perfilar el caso: un triángulo amoroso formado por tres hombres enamorados de la misma enfermera que se envenena por la letal combinación de la obsesión de uno de ellos por Maje y el carácter manipulador de ella.

La historia es conocida y no me entretendré en ella más de lo necesario. Tras semanas de investigación, el Grupo de Homicidios descubrió que el autor material del homicidio había sido Salvador R.L., de 47 años, también enfermero, compañero de trabajo de Maje y completamente enamorado de ella. Juntos habían planificado el asesinato de Antonio e incluso dejar de verse durante unos meses tras el crimen para alejar cualquier tipo de sospecha.

En ese tiempo de coartada, Maje había iniciado otra relación con otro hombre, un publicista, cuya existencia era ignorada tanto por el marido asesinado como por el amante asesino confeso cuya obsesión llegó a tal punto que llevaba siempre encima las cartas de amor que la pareja se había intercambiado.

Unas misivas que estaban en la mochila que la mujer y madre de la hija de Salvador entregó a la Policía al día siguiente de su detención en el mismo hospital donde trabajaba. Posteriormente, Salvador llevó a los policías hasta una caseta en Ribarroja donde había arrojado el cuchillo cebollero con el que mató a Antonio. La viuda negra, finalmente, había caído en su propia red.

Se han hecho públicos algunos fragmentos de las cartas que ambos se intercambiaron durante sus días de amor y complicidad criminal. Me quedo con las últimas frases con la que concluía una de las de Salvador a Maje: “A mi me gustaría pasar el resto de mis días con alguien que no me necesite para nada, pero me quiera para todo. Te quiero tanto que no dejo de pensar en ti nunca y no quiero dejar de hacerlo. Creo que algún día escribiré un libro y seguramente será sobre ti”. Si Salvador, en efecto, redacta esa obra, es evidente que no acabará como acaban los rosarios de fechorías de las que Ripley siempre se sale con la suya. Gracias al Grupo de Homicidios de Valencia. 

Juanjo Braulio

Valencia, 1972. Escritor y periodista. Autor de las novelas El silencio del pantano (Ediciones B – Penguin Random House, 2015) y Sucios y malvados (Ediciones B – Penguin Random House, 2017).