| 24 de Abril de 2024 Director Benjamín López

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Bruselas retiró una guía interna de lenguaje inclusivo tras críticas por pedir hablar de "fiestas" en lugar de Navidad
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El lenguaje... mil intentos de manipulación

Esa tontería del lenguaje inclusivo por la que se pelea fieramente desde unos años para acá, me parece superflua y añade poco a la valoración suprema que la mujer debe tener.

| Manuel Avilés Edición Alicante

No soy lingüista. Sé algo de Filosofía, algo de Derecho Penal y Penitenciario y algo de Criminología. De lo demás, ni puta idea.  He pasado, sin tirarme ningún farol,  cuarenta años en la cárcel. Tengo cierta autoridad para hablar de algunas cosas. El lenguaje – más como elemento de unión y de comunicación que de aislamiento- es esencial. Distingue al ser humano de otros animales que tienen algunas capacidades muy superiores a nosotros: la vista, el olfato, la sensibilidad, la velocidad, la resistencia, la capacidad de sobrevivir…

El lenguaje es preciso, aunque algunos se empeñen en hacerlo vago, oscuro y pelmazo. El lenguaje une y es un vehículo insustituible como modo de comunicación. Cada pueblo tiene – o se obstina en tener- un lenguaje propio como seña de identidad. Por eso en oposiciones a cirujano de cualquier especialidad cuente más una lengua  - euskera, catalán, valenciano o mallorquín- que un doctorado en cirugía. Lo decía Peixoto – un etarra antiguo- “un pueblo, para construirse, necesita años y sangre”. O sea, años y una epopeya sangrienta con antepasados, reales o inventados, valientes, masacradores de enemigos y enarboladores de banderas que aglutinen a sus fieles. Yo añadiría: también necesitan unas costumbres, unos usos y un lenguaje común. Vean, si no, como se empeñan las autonomías, en su afán de ser cada vez más distintas, en potenciar su lengua y hasta en inventársela – telefonoak o ambulantzia, son términos de clarísima raíz euskerica, lo mismo que Gartzia o Bakero son apellidos claramente euskaldunes-. Es solo un ejemplo.

No digo nada de la imbecilidad que intentan implantar: niños, niñas y niñes, palabro que no sé a quién describe

No me meteré en honduras ni en charcos que no son mi especialidad, pero desde que estudié COU, cuando se estudiaba, no como ahora que la bibliografía está ausente de la vida de los estudiantes y los chicos pasan las horas matando marcianos y sin dar golpe. He oído a más de un profesor decir que ningún estudiante de primero de carrera, hoy, superaría un examen de los de hace treinta años. Cuando yo estudiaba COU, en Lengua española, eran autores de obligado conocimiento Ferdinand de Saussure y Noam Chomsky, con sus diferencias esenciales, ambos estructuralistas e innovadores. Según estos dos, el lenguaje no es un postizo que se aprende para poder comunicarse. El lenguaje es tan esencial al pensamiento hasta el punto de que lo determina. No se piensa y luego se habla, sino que el pensar y el hablar están intrínseca e indisolublemente unidos, se influyen uno al otro y viceversa.

La batalla por el lenguaje es feroz. Hay, como fruto del empoderamiento femenino, una lucha denodada por incluir en cada frase giros y muletillas innecesarios e incluso gilipollescos. Yo respeto y quiero a las mujeres. Son seres imprescindibles, bellos, inteligentes y – salvo la resistencia física para pruebas deportivas y atléticas- muy superiores a los hombres en todos los terrenos. Ahora bien, esa tontería del lenguaje inclusivo por la que se pelea fieramente desde unos años para acá, me parece superflua y añade poco a la valoración suprema que la mujer debe tener.

Ardienta, estudiante e ignoranta, lo mismo que miembra, aunque lo diga una ministra, son patadas al diccionario. Pretendidas innovaciones  inútiles

Ciudadanos y ciudadanas, niños y niñas, estudiantes y estudiantas, miembros y miembras de este grupo. No digo nada de la imbecilidad que intentan implantar: niños, niñas y niñes, palabro que no sé a quién describe. No entiendo ese empeño en feminizar palabras que describen perfectamente oficios de mujeres y de hombres. Una mujer puede ser cantante, no hace falta que sea “cantanta” como un hombre no necesita ser “periodisto”. Una mujer puede ser ardiente y estudiante e ignorante y un hombre también. Ardienta, estudiante e ignoranta, lo mismo que miembra, aunque lo diga una ministra, son patadas al diccionario. Pretendidas innovaciones  inútiles. Un hombre puede ser dentista, futbolista, policía y masajista…y una mujer también sin intentar masculinizar esas actividades ridiculizándolas.

Según la RAE  “la actual tendencia al desdoblamiento indiscriminado del sustantivo en su forma masculina y femenina va contra el principio general de economía del lenguaje y se funda en razones extralingüísticas, o sea razones que empujan determinados grupos de presión empoderados y grupas de presiona empoderadas.

El uso del lenguaje ha dado una vuelta de tuerca. Otra. Parece que este uso inclusivo, blandengue – como el hombre de El Fari, es genial ese video aunque  políticamente incorrecto- que pretende salirse de la realidad en pos de no se sabe  qué principio ético, va a llevarnos a la ruina literaria, al modo de Fahrenheit 451 el quemador de libros. Intento explicarme. Quieren reescribir los cuentos de Roald Dahl – leo en prensa, en El Mundo- “de manera que no haya acidez en ellos, que haya más mujeres y más negros en el paisaje, que los niños no se burlen los unos de los otros y que en vez de Kipling…lean Mujercitas. Dicen que han dado marcha atrás pero me llega que quieren reescribir las historias de James Bond, también machistas.

Hago un inciso a cuenta de Kipling. Los curas claretianos – todos me castigaron, todos me dieron hostias, pero ninguno me metió mano- en el año 65 nos hicieron scouts por decreto y leíamos a diario El libro de la selva con el niño y todos sus animales – Mowgli, Baghera, Baloo, Akela…- no guardo ningún trauma de aquella época salvo uno. Montaron un campamento precario en el pantano de los Bermejales. Una manta era todo el equipo para dormir en el suelo y servía de colchón, almohada y abrigo nocturno. Estábamos organizados en patrullas – un modo de controlar porque unos se chivaban de otros y los jefes daban parte al cura de aquello que el cura no veía por sí mismo, que era muy poco. Aquel cura tenía el don de la ubicuidad. Era Dios, estaba en todos los sitios, todo lo veía. A mi me pillaba siempre y me castigaba varias veces al día. Dios. De ahí mi agnosticismo irrecuperable. Las patrullas, como buenos scouts tenían nombre de animales: la mía, los panteras y as: los demás, los gorilas, los tigres, los leones… Fue un adelanto de mi estancia en la cárcel en donde panteras, tigres y toros he conocido a unos cuantos.

Un día  - yo castigado como de costumbre- apareció un coche lleno de fascistas con pantalón corto, camisa azul y boina roja. Un espectáculo. Me enamoré de esos zapatos con suela gorda, los pantalones vueltos, la camisa con insignias y la boina doblada, metida en la hombrera. Un espectáculo inalcanzable para mí, un trauma en el sector pobre de aquel colegio, vestido con ropa de tercera o cuarta mano que proporcionaba el hermano sastre sin tener en cuenta la talla porque, con las pintas de tropa derrotada y en huida,  no íbamos a desfilar en ningún sitio. Se bajan aquellos inquisidores, nos forman y le dan la bronca al cura porque estábamos acampados sin permiso de nadie y los scouts eran aún un movimiento casi apócrifo.

Edulcoramos la realidad, deformándola. Ya no existen los gordos ni los enanos ni los feos – con esto último a mí me han borrado del mapa-. Ahora hay personas enormes o pequeñas

¿Cómo se llama su patrulla? -Pregunta el camisa azul que  mandaba-. Mi patrulla se llama Los Panteras. ¿Y la tuya? – vuelvo a preguntar a otro, tan desgraciado como yo-. La mía Los Gorilas. Esto se ha terminado, porque esto no es ningún zoológico para ponernos nombres de animales. Son peligrosos  Ruyard Kipling, Roald Dahl  y Bond a los que quieren reescribir. Clama el fascista uniformado: vamos a tener nombres de prohombres españoles. Soy casi único en el mundo, de los pocos españoles que entró en un campamento ilegal, organizado por curas, llamándome Los Panteras y salí llamándome Lope de Vega. Un misterio casi religioso, una transustanciación: cambiar y seguir siendo el mismo.

El lenguaje es peligroso Pantera está mal y Lope de Vega, bien. Por eso, una mujer inmensa con la que pasaría con gusto quince días o media vida en el Cabo de Gata mirando al mediterráneo, el amor de mi vida, no tengo duda, me dice dolorida que hay jaleo e indignación global, con el intento de reescribir los libros de Roald Dahl y las películas de Bond buscando un lenguaje más inclusivo. Hay que ser gilipollas.

Edulcoramos la realidad, deformándola. Ya no existen los gordos ni los enanos ni los feos – con esto último a mí me han borrado del mapa-. Ahora hay personas enormes o pequeñas. La literatura no puede ofender, hay que buscar lectores sensibles. Es una forma de engaño. Hay que cuidar a los niños y hacerlos crecer en buenas condiciones, queridos y protegidos por sus padres, pero meterlos en un mundo de mentira, entre algodones, es dejarlos a la intemperie. El mundo es una jungla, competitivo y brutal en permanente lucha, no un cuento rosa.

Con esto nos cargamos  la literatura. Don Quijote no habría dicho: “…y que miente como un hideputa y mal nacido”, donde trata de la discreción de la hermosa Dorotea. Quevedo no habría  escrito “érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa. El autor del Lazarillo no habría descrito la mala leche del ciego que pegaba al chaval. Si pintamos la vida color de rosa la hacemos falsa. Flaco favor a los niños y a los menos niños que tienen que enfrentarse a la jungla.