| 30 de Abril de 2024 Director Benjamín López

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El incómodo debate sobre la ayuda a morir

El autor, colaborador de 'Hay Derecho', diserta sobre la llamada 'muerte digna'. Una reflexión profunda que viaja por el mundo y la historia para explicar cómo lo han resuelto otros.

| Juan Luis Redondo (*) Opinión

Hablar de la muerte no es nada popular. Siempre da lugar a debates incómodos que generan sentimientos de culpa y desatan tantos miedos, que es difícil que pueda considerarse un tema de debate atractivo. No lo es a nivel personal, mucho menos lo es a nivel político. Por ello siempre sorprenden noticias como la decisión adoptada en Francia de aprobar el derecho de todo paciente a la sedación terminal (ver aquí). No es la única.

Britanny Maynard, una joven de 29 años con un tumor cerebral conmocionó a la sociedad al elegir el 1 de noviembre para morir

En los últimos meses han aparecido esporádicamente noticias sobre personas que han decidido elegir el día y la forma en que quieren morir. Britanny Maynard, una joven estadounidense de 29 años con un tumor cerebral conmocionó a la sociedad americana al elegir el 1 de noviembre del pasado año como el día que quería morir, asistida por un médico, en su cama, rodeada de sus seres queridos, y escuchando la música que le gustaba (ver aquí).

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la vida siempre tuvo un precio, y no solía ser demasiado caro. Morir era sencillo, y se asumía como algo probable y habitual. El avance del progreso y la civilización ha ido parejo con el avance del respeto a la vida. El derecho a la vida se considera hoy un derecho fundamental de la persona, y es recogido no sólo en la declaración universal de los derechos humanos, sino en la mayoría de las legislaciones de todo el mundo.

Con estos antecedentes no deja de ser paradójico que si hace no muchos años solo las personas con poder y riquezas podían contar con cierta seguridad de estar vivos al día siguiente, hoy son las personas de mayor poder adquisitivo las que pueden optar por elegir la forma como quieren morir. Igualmente no deja de ser paradójico que sean los países que podemos considerar más avanzados, los que han aprobado una legislación que permite en distintos grados la ayuda en el camino hacia la muerte: Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Suiza, Suecia, Alemania y el estado de Oregón en Estados Unidos.

Britanny Maynard

El debate sobre la eutanasia, asociado a facilitar el fin de la vida sin sufrimiento, parece haber vuelto, abriéndose paso en los países de nuestro entorno la idea de que las personas tenemos derecho a recibir “ayuda” en el momento de morir. El concepto de “ayuda” engloba muchas variantes, y no pocos eufemismos. La más habitual, la eutanasia pasiva, supone la posibilidad de rechazar o interrumpir un tratamiento de soporte vital. El siguiente paso, la eutanasia activa indirecta, es el derecho a recibir cuidados paliativos cuyo objeto sea evitar el dolor, aunque puedan acortar la vida. En este concepto es donde se incluye la sedación terminal cuando el dolor no puede controlarse. Estas posibilidades vienen habitualmente unidas a la facultad de dejar por escrito y designar a una persona que nos representará cuando no podamos ya adoptar nosotros este tipo de decisión, en el denominado testamento vital. Estas posibilidades constituyen hoy el consenso básico en la mayoría de los países de Europa occidental.

Algunos países han ido un paso más allá, hacia lo que se ha denominado suicidio asistido o eutanasia activa. La eutanasia activa supone la intervención directa de un médico, bajo ciertas condiciones, para inducir la muerte, por ejemplo mediante una inyección letal, mientras que el suicidio asistido, supone facilitar a otra persona fármacos que le llevarán a la muerte, pero que deben ser ingeridos por el propio paciente. La eutanasia activa está permitida en Holanda y Bélgica desde el año 2002. Luxemburgo la aprobó en el año 2008. En Alemania, Suecia, Suiza y el estado de Oregón se considera legal el suicidio asistido por un médico. Los socialistas franceses lanzaron el debate en Francia bajo el concepto de “ayuda activa a morir”, pero finalmente únicamente han recogido en la legislación aprobada la sedación terminal, un supuesto algo lejano a la ambición de una ayuda activa.

El Supremo de Canadá considera que la ayuda médica a morir ya es un derecho fundamental

Canadá ha irrumpido recientemente en este debate con una sentencia controvertida y pionera. En la sentencia Carter versus Canadá, del pasado 6 de febrero, el Tribunal Supremo de Canadá reconoce la ayuda médica a morir como un derecho fundamental. El Tribunal Supremo revisó la ley que prohibía la ayuda al suicidio para enfermos terminales y concluyó que esa prohibición lesionaba el derecho a la vida, ya que forzaba a algunas personas a tener que quitarse la vida preventivamente, por miedo a no poder hacerlo cuando su enfermedad avanzase. La sentencia también afirma que la prohibición viola el derecho de libertad e integridad al provocar estrés y daño psicológico.

La sentencia falla que es inconstitucional prohibir la ayuda médica a enfermos adultos competentes que la pidan a causa de una enfermedad o una discapacidad que les provoque sufrimiento permanente, intolerable e irreversible. La argumentación de la sentencia es sin duda controvertida, pero el reconocimiento de la ayuda a morir como un derecho está llamado a generar un interesante debate.

La sentencia argumenta que la actual prohibición genera “deber de vivir” en lugar de un “derecho a la vida”. Esta sentencia es consecuencia de las demandas presentadas por dos mujeres Kathleen Carty y Gloria Taylor, que sufrían enfermedades crónicas degenerativas. Carty murió en 2010 en una clínica suiza que practica suicidios asistidos, mientras que Taylor falleció en 2012 a causa de una infección. La sentencia da un plazo de un año al legislador canadiense para revisar la actual legislación.

Ramón Sampedro inició el debate en España, un lejano 1998, al morir voluntariamente en Boiro (Galicia)

En los países con profundas raíces religiosas, el debate es complejo. La Iglesia católica rechaza tajantemente cualquier forma de eutanasia. Considera que nunca es moralmente lícita la acción que por su naturaleza provoca directa o intencionalmente la muerte de un paciente, y por consiguiente, jamás es lícito matar a un paciente, ni siquiera para no verlo sufrir o no hacerlo sufrir, aunque él lo pida expresamente. El valor que la religión católica otorga a afrontar el sufrimiento provocado por las enfermedades como un medio de alcanzar la salvación eterna deja poco margen para el debate.

Y sin embargo, es preciso que el debate se abra camino en la sociedad española. Llámenme cobarde, pero no puedo encontrar un ejemplo mayor de estupidez humana que el prolongar la agonía y el sufrimiento de un enfermo incurable. No puedo encontrar mayor muestra de progreso social que el otorgar a un enfermo incurable que está sufriendo el derecho a poder elegir la forma como quiere renunciar a la vida. No puedo sino envidiar los debates sobre la ayuda activa a morir en países como Holanda, Bélgica, Suiza, Francia, Canadá o Estados Unidos.

Lástima que este incremento en la esperanza de vida no haya venido acompañada de una mejora comparable en la calidad de ese tiempo de vida

Sentencias como la canadiense muestran los cambios en los valores respecto a la muerte que se están produciendo en las sociedades occidentales. De hecho, las encuestas muestran que la mayoría de la población está a favor de la eutanasia. En una encuesta del año 2009, realizada en España por encargo del Ministerio de Sanidad el 64% de los encuestados estaba total o bastante convencido de que lo correcto es ayudar a morir a un paciente en situación de sufrimiento, y solo el 15,6% se mostraba decididamente en contra (ver los resultados aquí).

Ciertamente el avance de la medicina, junto con el tradicional inmovilismo de las religiones, en particular la católica, nos ha llevado a una situación difícil e incómoda. El avance de la medicina ha permitido que la esperanza de vida de los españoles se haya duplicado en apenas cuatro generaciones. Si en 1910 de media un español vivía poco más de 40 años, en 2009 la esperanza de vida llegó a la edad de 84,5 en mujeres y 78,4 en hombres.

Lástima que este incremento en la esperanza de vida no haya venido acompañada de una mejora igualmente comparable en la calidad de ese tiempo de vida que estas generaciones han ganado a la muerte. Las enfermedades crónicas degenerativas se han vuelto habituales, a medida que envejece la población. Una de las causas que más han contribuido a incrementar la esperanza de vida ha sido el control de las enfermedades cardiovasculares.

Conociendo esto, no deja de ser paradójico que hoy, cuando una persona de edad avanzada, muere por un infarto fulminante, especialmente si ha sido mientras dormía, no solo no desencadena un sentimiento de compasión o pena, sino que más bien despierta un sentimiento de complacencia y cierta envidia. Sería hipócrita no reconocer que todos hemos pensado que “así querríamos morir cuando llegue el momento”. La medicina, que nos ha traído una mayor esperanza de vida, también nos debería proporcionar una mejor alternativa a una lenta y dolorosa agonía, mientras traduce esos años de vida en años que merezca la pena vivir.

Probablemente la generación que nos encontramos alrededor de los 50 años somos la primera que está viviendo con crudeza algunos de los efectos del envejecimiento de la población. Las enfermedades neurodegenerativas no paran de crecer, privando a muchas personas de las capacidades más básicas. Muchas enfermedades crónicas, o enfermedades particularmente agresivas como algunos tipos de cáncer, desembocan en lentas agonías no exentas de sufrimiento, en las que los cuidados paliativos no siempre evitan situaciones difíciles de asumir.

Defender el derecho a morir dignamente no es popular, pero las sociedades avanzadas lo debaten con serenidad

Nuestra generación vive rodeada de casos que afectan a familiares, amigos y conocidos. Con el respeto y admiración que la forma como estas personas y sus familias afrontan estas difíciles situaciones, con el cariño, afecto e infinita paciencia que desarrollan los cuidadores, médicos y familiares de estas personas, algunos no podemos evitar pensar que no queremos vivir esa situación en primera persona.

Para muchos de nosotros no es cobardía, es insultante sentido común. A diferencia de la defensa del derecho a la vida, defender el derecho a morir dignamente no es popular, probablemente no dé votos, y tampoco despierta ni simpatía, ni admiración. Pero ver que las sociedades más avanzadas son capaces de plantear el debate con serenidad y madurez induce a cierto optimismo.