| 29 de Abril de 2024 Director Benjamín López

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El agresor de Rajoy levanta el pulgar.
El agresor de Rajoy levanta el pulgar.

Matemos a Rajoy

En España se ha mercadeado demasiado con todo durante estos años de crisis y cólera. Si los cielos se toman por asalto, no es de extrañar que algún descerebrado se apunte el primero

| ESdiario Opinión

Todos los delitos son individuales, menos en España, donde campa una peculiar unidad de las cosas oscilante en función de los protagonistas. Aquí,  del mismo modo que apelar a la palabra “herencia” sólo es válido en determinadas circunstancias difíciles de definir pero sencillas de percibir –no vale mentar la de Zapatero, pero sí la de la Guerra Civil-, se puede criminalizar a todo un género, una ideología o unas creencias por el repugnante comportamiento de uno de sus miembros con la misma intensidad con que, sensu contrario, se puede e incluso se debe exonerar a otro, sea cual sea su comportamiento, si pertenece al gremio correcto.

En realidad, antes de que las siempre elegantes tropas de orcos moqueen sus invectivas y le presenten a uno como defensor de Franco, de curas pedófilos o de asesinos machistas; la herencia siempre está vigente –qué otra cosa somos sino de dónde venimos- y, también, los delitos siempre son individuales y jamás los cometen una raza, un credo o una ideología en su conjunto, por mucho que las dos últimas sí puedan inspirar las peores barbaridades.

A Rajoy, en fin, le pegó un bárbaro. Un cretino, un tarado, un ultra y un sinvergüenza, pero él solo. Y pudo matarle. Ese puñetazo lateral, tan fuerte y tan directo a la cabeza, puede ser letal: es imposible no sentir lástima, solidaridad, coraje y pena al ver cómo un joven agrede de manera tan brutal a un hombre de 60 años,  y quien vea más o menos que eso en tan tétrica imagen tiene un serio problema.

Pero si la agresión es individual, el contexto ya lo es menos. Ocurre en Estados Unidos con las armas: el loco que dispara en un instituto lo hace en solitario, pero la comprensión, tolerancia y protección legal de la compraventa de pistolas genera un contexto indispensable para entender las manifestaciones –individuales- más extremas.

En España se ha convertido en héroe a un indeseable, llamado Alfon, que fue detenido con explosivos cuando iba a participar en una huelga general. Se ha llamado mártir a otro sicario que, en compañía de 40 personas, invadió un pequeño comercio y obligó a sus dueños a cerrarlo por la fuerza, con violencia y extorsión, para sumarse por cojones a su cruzada obrera.

También se ha defendido la procedencia de un escrache en el domicilio personal de Soraya Sáenz de Santamaría, mientras dormía su bebé. O se ha calificado de represión la respuesta policial a los bárbaros que, en el transcurso de una manifestación, agredieron salvajemente a 70 agentes. O se ha aplaudido la invasión de un híper para coger alimentos asustando si hace falta a la pobre cajera.

La lista es inmensa, e incluye una imagen tan simbólica de todo ello como la de un movimiento que, bajo la denominación original ‘Asalta el Congreso’  transmutada luego en un algo más sutil rodéalo, defendía entre aplausos de grandes demócratas la supresión del régimen y la sustitución del Congreso y de la Jefatura del Estado sin esperar a elecciones.

Es probable que el sinvergüenza de Pontevedra, jaleado tras ser detenido por otros como él, hubiera agredido salvajemente a Rajoy en cualquier circunstancia. Y que otros de su calaña deseen hacer lo propio con Zapatero, con Sánchez o con Rivera. Pero también es seguro que las armas se utilizan más allá donde se mercadea con ellas.

Y en España se ha mercadeado demasiado con todo. Si los cielos se toman por asalto, no es de extrañar que algún descerebrado se apunte el primero.  Al igual que Cristiano Ronaldo influye en la estética de los chavales, el ejemplo público de los dirigentes políticos lo hace en su actitud.

Negar que durante estos años de crisis y cólera, en el viaje de regenerar tantas cosas necesarias, hemos confundido protestar con agredir, necesitar con exigir y convencer con imponer;  sólo sirve para cargar el arma que alguien, siempre el más tonto de la clase, estará dispuesto a utilizar.

Asaltarle la cara a un indecente, en fin, siempre es más sencillo que hacérselo a un presidente democrático al que, simplemente,  se puede desalojar con un voto.  Venga, matemos a Rajoy, o al que le precedió o le sustituya, que el consenso, la educación, los valores y la ley es de blandos, fascistas, chorizos o casta opresora. Esto es lo que llevan demasiado tiempo mamando los menos lúcidos del rebaño.