| 26 de Abril de 2024 Director Benjamín López

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El Marítimo y sus señas de identidad

El estado en el que ahora se encuentra una buena parte de esos barrios es similar al de esas ancianas coquetonas que, a base de liftings y botox  pretenden mostrar una lozanía que perdieron 

| José Aledón * Edición Valencia

En otros tiempos, algunos no demasiado lejanos, a la mayoría de los colectivos humanos se les distinguía  a primera vista por su aspecto, principalmente por su indumentaria y calzado. Después venía su idioma o acento. Es decir, se les distinguía por su apariencia, sabiendo con quién te ibas a jugar los cuartos porque, a pesar de aquello de que “las apariencias engañan”, no lo hacían en el noventa y nueve por ciento de los casos.

Así, hace dos siglos, y siempre refiriéndonos a las clases populares, un maragato vestía como tal y un valenciano no dejaba lugar a dudas, habiendo aún mayor diferencia entre maragatas y valencianas. Quien lo dude puede echar un vistazo a La colección de Trajes de España tanto antiguos como modernos que comprehende todos los de sus dominios (1777) de Juan de la Cruz Cano y Olmedilla.

Sin necesidad de remontarnos tan atrás, los que peinamos canas aún sabíamos distinguir en la calle o cualquier lugar público a un guardia civil de un sacerdote, a un cartero de un policía municipal y a una monja de una secretaria. “El hábito no hace al monje” pero no deja de ayudar…

Sí, lo externo es importante. A veces, casi lo más importante, hasta el punto de que hoy, en plena edad de lo unisex, cuando se quiere mostrar la mayor o menor adhesión o pertenencia a un colectivo humano con raíces históricas (regiones de un mismo país o distintos países), nos enfundamos una indumentaria tan bonita como anacrónica, nada unisex, por cierto.

Ahí tenemos el fenómeno fallero en Valencia o el aflamencado en la Feria de Sevilla. Aún diremos más, en algo tan homogéneo como el fútbol, ciertos forofos visten los colores de su equipo por la calle cual cruzados medievales, tanto para mostrar su adhesión como para “hacer fuerza”, aunque estén a cientos de kilómetros del terreno de juego del equipo de sus amores.

Sí, indiscutiblemente, en estos casos “las apariencias no engañan”, sin embargo, y reconociendo su importancia, en el fondo, no son indispensables, lo que significa que, podemos seguir siendo quienes somos aunque se supriman esas señas externas de identidad. Eso y no otra cosa es lo que, a lo largo de los años ha ido ocurriendo con los trajes regionales y nacionales, con los hábitos y uniformes, de modo que, el valenciano de hoy se sentirá tan valenciano como su tatarabuelo aunque no vaya a la oficina vestido de “torrentí” o, si es más atrevido, de “saragüells”. El sacerdote, en la calle,  no se sentirá menos sacerdote por no vestir sotana o incluso “clergyman”.

El tiempo ha demostrado que lo externo, con todo lo importante que es, no deja de ser algo accesorio, siendo lo medular y esencial lo interno. Vamos, lo que hoy se diría “el ADN”.

Bien, ¿a qué viene pues todo esto?, ¿qué se intenta transmitir?

Pues que ciertos barrios de Valencia, principalmente de la Valencia marítima, de alguna manera y en buena parte, han sido colocados, como consecuencia de torpezas políticas de todos los colores (sí, de todos) en una triste y precaria situación a nivel físico, sucediéndoles lo que a ciertos actores o actrices que, triunfando indiscutiblemente en papeles cómicos en sus primeros pasos de su carrera son encasillados por buena parte del público en esa especialidad, perdiendo cartel cuando, en etapas profesionalmente más cuajadas, osan interpretar papeles dramáticos.

Eso les ha pasado al Canyamelar, al Cabanyal y al Cap de França. No hubo ningún problema cuando se pasó de la humilde y precaria barraca pescadora a la más pretenciosa e higiénica casa unifamiliar. Se perdió seguramente tipismo a los ojos del curioso y raro visitante de fines del siglo XIX y principios del XX pero se ganó una superior calidad de vida para los moradores.

Incluso varió la morfología de las calles pues, aunque se mantuvo la orientación este-oeste de las nuevas viviendas, desapareció el espacio necesario y obligatorio a la vez entre cada barraca, de aproximadamente un metro treinta centímetros de anchura para servidumbre de paso y reparación periódica de las cubiertas de ambas barracas (la llamada “escalà”).

Se ganó espacio habitable pero se perdió ventilación y luminosidad en las nuevas casas, cambiando igualmente la orientación de las vertientes de las cubiertas, de norte-sur de la barraca  pasó a este-oeste en la casa de mampostería. Es en esa etapa edificatoria cuando surgen los graciosos detalles (mosaicos y molduras) de inspiración popular en las fachadas que tanto gustan a propios y extraños.

En los años treinta del pasado siglo prácticamente la totalidad de las barracas de pescadores ya había sido sustituida por casas. Los tres barrios marineros se convirtieron en marítimos, perdiendo identidad, pues la barraca pescadora difería bastante, exterior e interiormente de la huertana. Las casas eran ya prácticamente idénticas a las construidas en otras poblaciones valencianas.

Con el desarrollismo de los años sesenta quien se lo pudo permitir sustituyó la húmeda e insalubre planta baja por un piso en edificios de entre seis y siete plantas, mejor ventiladas y soleadas. Se perdió de nuevo identidad – la calle ya no parecía “de pueblo” - pero se ganó calidad de vida.

A partir de los primeros años noventa todo cambió por mor de la confrontación entre partidos políticos, paralizándose la construcción de nueva vivienda de todo tipo, por lo que quien quería transformar la vieja casa familiar en una vivienda construida con criterios y técnicas de última generación abandonó el Canyamelar, el Cabanyal y el Cap de França, quedando muchas casas convertidas en cascarones vacíos, pasando rápidamente a nuevas manos cuyo modelo de vida poco tenía que ver con el de los descendientes de los antiguos moradores.

El estado en el que ahora se encuentra una buena parte de esos barrios es similar al de esas ancianas coquetonas que, a base de liftings y botox  pretenden mostrar una lozanía que perdieron  para siempre, repristinándose muchas de las viejas casas para alojar por unos pocos euros a visitantes que vienen sólo en busca de sol y mar.    

No obstante – y ese es el consuelo - , la verdadera idiosincrasia de los genuinos habitantes del Canyamelar, el Cabanyal y el Cap de França no reside en lo material y perecedero sino en un intangible como es el modo de ver la vida, transmitido durante generaciones por unas gentes que todo lo fiaron a un inteligente trato con la mar y a un apego a viejas creencias y rituales que se perpetúan cada año en las calles cuando llega la primavera.        

*Coordinador de Canyamelar en Marxa