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El asombro de los que disciernen

La grosería y el enseñaculismo se adueñan de las muchedumbres. Pero no ha sido una transformación repentina, sino un proceso lento que ya sistematizaba Ortega y Gasset a mediados del s. xx

| Juan Vicente Yago * Edición Valencia

 

El asombro de los que disciernen es el reverso, la contraposición, lo diametralmente opuesto a la rebelión de las masas. El homo discernor, el individuo que se ha formado, que tiene criterio propio, que tamiza los acontecimientos de la realidad en el harnero de su reflexión personalísima es todo lo contrario del hombre-masa orteguiano, que se sabe vulgar, reivindica la vulgaridad y la impone.

Los discernientes han sido siempre minoría, un colectivo escaso y menguante. Hoy casi no quedan, prácticamente se han extinguido, y viven conmocionados, patidifusos ante las enormes proporciones que ha llegado a tener la rebelión de los que se libran al instinto, los que siguen ciegamente las modas, dilapidan el tiempo y han perdido la costumbre de pensar.

El gregarismo ha proscrito la sofisticación, entendida como la disciplina, el autocontrol y la primacía de lo correcto y lo decoroso frente al abandono y la deshumanización. La multitud se animaliza y se chabacaniza. Crece la ordinariez y desaparece la elegancia. La grosería y el enseñaculismo se adueñan de las muchedumbres.

Pero no ha sido una transformación repentina, sino un proceso lento que ya sistematizaba Ortega y Gasset a mediados del siglo xx. Un proceso que se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia porque no es un fenómeno eventual, sino la manifestación recurrente de una cualidad propia del ser humano: su intrínseca propensión a la procacidad y a la bajeza.

Las actuaciones políticas, las vidas particulares, las expresiones artísticas, los acontecimientos históricos, todo lo que concierne al hombre fluctúa entre la finura y la indecencia, entre la ocultación respetuosa de las vergüenzas y su exhibición sórdida y ofensiva. En un plato de la balanza está el colectivo, cada vez más difuminado, menos numeroso, más ligero, de los que consideran la libertad como un sometimiento voluntario a ordenación y ley —dicho en términos goethianos—; en el otro, desbordante, pesado, incontrastable, se amontonan aquéllos que únicamente la conciben como hacer lo que venga en gana. Es una cuestión de fortaleza y debilidad, o de lucha y rendición, como se prefiera.

Es la vieja pero inmarcesible verdad, el eterno antagonismo del ancho sendero y la puerta estrecha, del cuerpo y el espíritu, de la voluntad y el atavismo, del hombre y la bestia. Un sempiterno vaivén humano a cuya fase descendiente y decadente nos ha tocado asistir. Se pierde, como se perdió antaño en incontables ocasiones, lo más básico. Y la experiencia nos dice que se recuperará de nuevo, si bien ignoramos cuándo y en qué circunstancias. Esperemos que no sean, como han solido ser, trágicas.

El egoísmo, el exhibicionismo, la violencia, la salvajada y la desportilladura intelectual son viejos conocidos, y en este momento constituyen el acorde básico en la sociedad. Remitirán, sin embargo, como no han dejado nunca de remitir. Remitirá el enseñaculismo; remitirá la pornomanía; remitirá la plebeyez del tatuaje y la cutranga del piercing; remitirá el adefesio indumentario, el argot arrabalero, los modales eméticos y la inmoralidad existencial.

Remitirá la rebelión de las masas, porque no es novedad sino reposición de otras que se produjeron, con las lógicas diferencias de contexto, en épocas pretéritas. ¿No fue rebelión de la masa el descoco y la perversión de los «felices» 20? ¿No lo fue la borrachera iconoclasta y estupefaciente de los años 70? ¿No lo fueron también las aberraciones de todo tipo que tuvieron lugar en el siglo xix? ¿No eran masa rebelada el nazismo y el bolchevismo? ¿Y los del becerro de oro? ¿Y los mismísimos Adán y Eva, cuando se pretendieron autosuficientes? ¿No lo es el norte arrojando sus desperdicios al sur? ¿No es rebelión de la masa incrementar el atractivo de la noche de San Juan con las divertidas emociones de una persecución policial en la playa? ¿O chapotear a sabiendas en el miasma de la Covid-19? ¿O hacer la política ignominiosa del contraataque permanente y las dimisiones imposibles?

La masa rebelada embadurna el rostro de Cervantes, ocupa viviendas ajenas, inventa demonios y predica leninismos. La masa rebelada tergiversa y eufemismiza, deforma y miente, cobra, huelga y carcajea. Se troncha cuando la suponen parte del sistema. La masa rebelada invade las instituciones, fuerza los cerebros con el garrote de la corrección política e incluso intenta cambiar el pasado mientras los discernientes, los críticos, pocos y dispersos, contemplan atónitos la escena.

Podría escribirse un Asombro de los lúcidos que fuese la imagen invertida, punto por punto, de la Rebelión de las masas; el retrato del rostro alucinado de los que no siguen la corriente —esos que nuestro insigne filósofo llamaba «heteróclitos»—.

La diferencia entre la masa rebelada tradicional y la masa rebelada contemporánea estriba en que la segunda cuenta con más medios que nunca para imponer la vulgaridad. El hombre-masa lleva milenios rebelándose, administrando in situ, o sea en persona, la tiranía del grupo y la mediocridad obligatoria, mientras que ahora los tontos ejercen su chantaje a distancia con la intromisión y el susto de la «red social». Cualquiera que se abisme, conscientemente o no, en ese atolladero ha de saber que ha caído en el antro de la risita forzada, la corroboración obligatoria y la complicidad insoslayable so pena de rechazo y exclusión —esa sentencia terrorífica para los aborregados pero inofensiva para los juiciosos—.

Llegará el día en que los discernientes hagan de tripas corazón y tejan alas con su asombro. Entonces cambiarán el teléfono taimado por un teléfono sin más, y dejarán de ponerse a diario en peligro de adocenamiento, alelamiento, embrutecimiento y amarramiento a la galera de la estupidez internacional.

*Escritor. Puedes escribirle al correo juviyama@hotmail.com