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Un Franco severo y un Frente Popular sanguinario

El 1 de abril de 1939 terminó la Guerra Civil. Abril de 2016 empieza con España llena de falsas memorias y artificiales anhelos de revancha. Predican odio los que temen la justicia.

De los mejores vencedores y de los mejores vencidos habría de surgir un nuevo comienzo. ETA es hija de un mestizaje entre lo peor, más rancio y enfermo de las dos Españas.

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Recordaba Fernando García de Cortázar, y no hace mucho, que en 1939 aquel abril fue “el mes de la primavera prometida en un himno de guerra que anunciaba la paz”, mientras que para los vencidos o los que se sentían tales, “abril fue el mes más cruel para quienes recluyeron el cuerpo y el alma en la derrota… el sabor de una tierra extenuada, el resuello de una nación abierta y de bruces sobre su propio suelo, sobre sus propios sueños”. Como algunos dijeron entonces, esencialmente en la parte más moderna de la España de Franco, acabada la guerra en las trincheras había de llegar la unidad y reconciliación de las dos Españas.

Para Dios y el César

La visión de los falangistas no fue la que se impuso en la España de Franco, al menos nunca fue la predominante. El poeta Luis Rosales y todo el espléndido grupo pamplonés de Jerarquía, desde don Fermín Yzurdiaga hasta Ángel María Pascual, chocaron en estética y en contenido con la visión reaccionaria, rancia, rencorosa. Creían ellos en la unidad futura de las tierras y de las clases de España, una visión imperial y moderna y un cristianismo de unión más que de penitencia, un “vendrán todos los muertos al corazón del hombre”. Los falangistas construyeron el estilo moderno de esta interpretación de la contienda y la victoria. “Si José Antonio había proclamado que Falange no era un partido político, sino una forma de ser, quienes le sobrevivieron en la lucha y en el triunfo inculcaron a sus palabras esa misma voluntad de reconstruir España como apariencia, como visibilidad, como escenario”. Pero no fueron ellos los que definieron el franquismo, sino sólo lo que de mejor hubo en él.

De haber sido así, la victoria no habría sido más que la redención, la piedad, el perdón y el reencuentro… Para quienes empuñaron aquella idea honesta de recuperación del destino de España, la muerte era un acto de servicio, no el castigo que inflige un Dios silencioso al pueblo que ha dejado de rendirle obediencia. ¿Se poblaba aquella primavera con tanta exigencia y generosidad? ¿O la victoria se empapó de la apetencia de sangre, de rencor impotente, de odio sin escrúpulos? ¿Llegó la primavera como estación total, unitaria y generosa? ¿Fue verdadera resurrección redimida, y no mera supervivencia de los más fuertes, sobre la vejatoria cautividad de los vencidos?

Frente a ellos, aunque a su lado durante unos años de lucha… “Los sectores tradicionalistas insistieron en la necesidad de un baño de sangre que permitiera el perdón de aquella nación extraviada en los pecados de la modernidad”. La reacción, ora conservadora ora absolutista, a veces capitalista a veces anglosajona, mirando hacia un pasado que nunca fue, eran esos “presuntos católicos de mesa camilla y corazón a oscuras” que no entendieron que con un estilo moderno y de reconciliación, “la primavera habría llegado con sus anchas brisas de regeneración”. No siempre, pero sí demasiado a menudo, se predicó el fratricidio en la España levantada y crecida y victoriosa justamente para impedirlo, al menos en sus mejores jóvenes.

En la zona frentepopulista, antes y después de aquel abril, ese problema ni se planteó, porque fuera de pocas excepciones como la de don Claudio Sánchez Albornoz, exiliado y nunca escuchado, imperó primero el odio sangriento y luego el rencor revanchista, sin tasa ni medida. Si se midiese el mal en número de crueles muertes y dolores, o por supuesto en las formas terribles empleadas y la ausencia de toda piedad, no habría duda de cuál de las dos Españas fue la peor: la que hoy se ensalza y se quiere resucitar. Y no es cuestión de números sólo ni esencialmente. En un lado había habido dos visiones de las cosas, y triunfó, aunque no del todo y por eso el franquismo creció, la reaccionaria y caduca. En el otro sólo había y sólo quedó, y queda desde las checas, las milicias y el maquis al FRAP y Podemos, odio y resentimiento. ETA, curiosamente, es hija de un mestizaje entre lo peor, más rancio y enfermo de las dos Españas.

De los mejores vencedores y de los mejores vencidos habría de surgir, sin embargo, un nuevo comienzo. Un nuevo principio en el que lo más limpio de todos se destilaría en la meditación sobre la tragedia, en la solemne evocación de los ausentes, de los asesinados, de los desterrados, de los humillados hasta la raíz de toda nuestra dignidad como nación”.

Tiene tristísima y escasa gracia Rafael Sánchez Ferlosio dijese que odia a España "desde siempre", y que "el concepto de patria es el más venenoso de los conceptos”. Ideas propias de la España cruel derrotada, en boca del hijo de uno de los soñadores mejores de la mejor parte de la España vencedora en aquel abril de 1939. Rafael Sánchez Mazas dejó escrito desde 1934 el límite entre la España soñadora y moderna y sus compañeros de viaje rencorosos y sangrientos. Para él y aquella España también vencedora el 1 de abril, “víctimas del odio, los nuestros no cayeron por odio, sino por amor… Ni ellos ni nosotros hemos conseguido jamás entristecernos de rencor ni odiar al enemigo”. Con fiereza, las palabras rechazaban a quienes pedían matar de espalda y en actos de venganza. Con desprecio, se repudiaba una conducta que lesionara con la inmoralidad de sus actos la causa suprema de España. “Aparta, así, Señor, de nosotros, todo lo que otros quisieran que hiciésemos y lo que se ha solido hacer en nombre de vencedor impotente de clase, de partido o de secta”.

“… todos estos caídos mueren para libertar con su sacrificio generoso a los mismos que les asesinaron, para cimentar con su sangre joven las primeras piedras en la reedificación de una Patria libre, fuerte y entera. Ante los cadáveres de nuestros hermanos, a quienes la muerte ha cerrado sus ojos antes de ver la luz de la victoria, aparta, Señor, de nuestros oídos las voces sempiternas de los fariseos, a quienes el misterio de toda redención ciega y entenebrece, y hoy vienen a pedir con vergonzosa ingencia delitos contra los delitos y asesinatos por la espalda a los que nos pusimos a combatir de frente. Tú no nos elegiste, Señor, para que fuéramos delincuentes contra los delincuentes sino soldados ejemplares, custodios de valores augustos, números ordenados de una guardia puesta a servir con amor y con valentía la suprema defensa de una Patria. Esta ley moral es nuestra fuerza. Con ella venceremos dos veces al enemigo, porque acabaremos por destruir no sólo su potencia sino su odio”. Y bien, en gran parte los fariseos de un lado impusieron su estilo, sus formas y sus miserias; pero no del todo. Y si el 1 de abril ha de ser memoria de algo, que lo sea de que no todas fueron “voces farisaicas y oscuras, peores que voces de mujeres necias”, sino que hubo entonces y quedan hoy en España voces limpias que sueñan con una España mejor, no atrás, sino adelante.

No hace falta ser Joseph De Maistre para entender que “quienes no deseen la contrarrevolución, que no emprendan la revolución”, y que la contrarrevolución no es meramente lo contrario a la revolución, sino que, a menudo, se convierte en una especie de revolución contrapuesta, que es lo que pasó en España, como recordaba hace poco Payne. Pocos quizá pero mejores sin duda son los capaces de pedir entonces y ahora que “mientras cada golpe del enemigo sea horrendo y cobarde, cada acción nuestra sea la afirmación de un valor y una moral superiores”.

Pascual Tamburri

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