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La puerta de fuego | Capítulo 1: El faravahar

La Puerta de Fuego

La Puerta de Fuego

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Onvre Deconstruido

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—Y los ángeles cantando están… —entonaba el niño mientras se acercaba donde estaba su abuelo—.

¿Qué buscas?

—Busco una cosa, hijo.

—Siempre estás buscando “una cosa” —dijo sonriendo.

El abuelo, dejando de revolver las pequeñas tiras de periódico, levantó el rostro mostrando una expresión de “menudo pieza estás hecho” y una mirada incapaz de ocultar el afecto que guardaba por su nieto.

—Puede ser… —contestó cómplice—, pero esta vez es algo muy importante.

Mira esto, fíjate bien —le dijo, apuntando con el dedo una zona del nacimiento que juntos estaban recreando en la mesa consola del recibidor—. ¿Qué le falta?

—No sé… mmm… ¿más pastores?

—Frío…

—¡Los Reyes!

—¡En el clavo! Los tres Magos. ¡Importantísimo! No pueden faltar… no pueden faltar —repitió musitando mientras se disponía a seguir rebuscando entre las tiras de periódico—.

¡Siii, aquí están! ¡Fantástico!

—¿Quiénes eran?

—¿Quiénes? —respondió el abuelo centrado en las figuritas.

—Los Reyes… ¿Quiénes eran? Tuvieron que venir desde muy lejos... ¿Por qué hacer un viaje tan largo para ver a un niño que no conocían? Es raro...

Con uno de los Magos aún en la mano, fijó la mirada por encima de sus gafas en su nieto. Se quedó observándolo durante un instante.

—¿Qué edad me dijiste que tenías?

—¡Siempre me preguntas lo mismo! ¡Sié… té!

—¡Ah! Eso… siete. Tengo una memoria limitada, hijo… pero recuerdo lo importante. También es verdad que si cada año me dices un número diferente, ¡no sé cómo pretendes que me acuerde!

—Jijijiij —se reía el niño—. Siempre eres divertido, abuelo.

—¿Así que siete, eh? Puede ser que ya estés preparado. Yo con siete años lo estaba, desde luego.

Siete años… —se quedó pensativo—. Que así sea —dijo para sí, mientras se levantaba no sin dificultad.

—Espera un momento aquí —le dijo dejando de nuevo la figurita en la caja—. Ahora vuelvo.

Pasados unos minutos, apareció con un bulto envuelto en un paño rojo. Posó el paquete sobre la mesa y, mientras le quitaba poco a poco la envoltura, fue apareciendo un antiguo cofrecito de madera. Era casi cúbico, un poco más de medio palmo, con las esquinas matadas y marcas de haber tenido un cierre que ya no estaba. No tenía decoración alguna, excepto un grabado en el centro de la tapa cuyo desgaste reflejaba el paso de los años.

—¿Qué es? —preguntó el niño, pasando el dedo suavemente sobre el grabado.

—Este símbolo se llama Faravahar. Representa el alma humana sentada en un disco solar alado, simboliza su aspiración hacia lo divino. Las dos colas son las fuerzas del bien y del mal, caminos entre los que cada día debemos elegir. Y el anillo que sostiene en su mano representa el vínculo con la eternidad… con Dios.

El Faravahar significa que el alma debe estar en camino… en el buen camino.

—Parece muy viejo —dijo el niño sobrecogido, mientras repasaba con el dedo las alas del Faravahar.

—Es muy, muy antiguo, pero no tanto como lo que guarda. Entonces, ¿estás preparado?

—¿Preparado para qué?

—Preparado para oír una historia increíble… un legado que ha pasado de generación en generación. Yo lo recibí de mi abuelo, que lo recibió de su abuelo, que a su vez lo recibió del suyo… y ahora puede que tú lo recibas de mí.

—¡Siiiiiii! ¡Me encantan tus historias! ¿Es una de Simbad el marino?

—No —dijo, bajando la voz y acercándose al oído de su nieto—. Esto es algo muchísimo mejor. Esta historia sucedió de verdad y se mantiene viva a través de un finísimo, casi extinto, hilo dorado cuyo extremo se encuentra ante tus ojos… y, ¿quién sabe? Quizá pronto, si Dios así lo quiere, tú también formes parte de él.

—¡Dentro hay un tesoro, seguro!

—Te contaré lo importante. Aún no puedo entrar en detalles porque… digamos que eres pequeño para oírlo todo. ¡Y sí! Lo es. Pero no podrás abrir el cofre hasta que seas plenamente consciente del valor de lo que contiene.

—Jooo… bueno… ¡cuéntame la historia! ¡Cuéntame la parte en la que luchan! ¿Porque luchan, no?

—Sí… ¡y tanto que luchan! Pero no solo contra el enemigo con la espada, también contra sus demonios con el espíritu.

—Cuenta, Abu —dijo el niño, acomodándose exageradamente en el sofá, queriendo dejar claro que estaba más que dispuesto.

—Bien… ahora escucha con mucha atención.

—Sí.

—El mundo no siempre ha sido así, tal y como lo conoces. Antes de internet, antes de los videojuegos, de la televisión, del coche y del tren, el mundo era diferente. En aquel tiempo… sobre la tierra… caminaban los profetas. ¿Entiendes lo que es un profeta?

—¿Como un superhéroe?

—Nooo… ¡bueno! Un poco sí. Tenían algo así como un poder… un don. Algunos los llamaban clarividentes.

¿Qué es un don?

Un don es algo que tienes, pero no porque lo merezcas, simplemente… Dios te lo da. Y fue Dios quien concedió el don de ver una milésima parte de lo que él ve a alguno de sus hijos en los que se complacía y en cuya mirada se mezclaba lo que sucede, lo que sucedió… y también lo que está por suceder.

—¡Supervisión!

—Jajaj… sí… supervisión. —No pudo evitar reírse.

Resulta que hace muuuucho, mucho tiempo, el Imperio Romano dominaba el Mediterráneo y casi todas las tierras que lo rodeaban. Hasta el punto de llamarlo Mare Nostrum, "mar nuestro". Pero no todo era suyo… más allá de Jerusalén, compartía frontera con otro imperio… ¡el temible Imperio Parto!

—Uuuuuu…

—Los partos, a pesar de ser los grandes desconocidos en los libros de historia, fueron la auténtica pesadilla del Imperio Romano. Descendían de los nómadas de las insondables estepas asiáticas. Sus caballos eran pequeños y extremadamente ágiles, pero no más que sus jinetes, que montaban a pelo, sin estribo alguno, y se sincronizaban con el galope de sus monturas de tal modo que, justo en el instante en que las cuatro patas del caballo se encontraban en el aire, eran capaces de disparar una flecha “poniéndola” exactamente entre los dos ojos de sus enemigos…

—¡Wooow! Disparaban mientras flotaban.

—¡Sí, mientras flotaban! —sonreía el abuelo. Las pesadas columnas romanas quedaban a merced de las andanadas de flechas de cientos de jinetes que atacaban y se replegaban, que atacaban y se replegaban… una y otra vez. Todo sucedía a una velocidad endiablada.

Fue en una de esas batallas cuando el príncipe Balhaaz, heredero al trono de Partia, encontró a un niño muy especial llamado Hashva. Desde el primer momento, el príncipe advirtió algo en él. Ese niño era diferente. Tenía tu misma edad, siete años, y a pesar de ello parecía saber muchas cosas, incluso algunas… que aún estaban por venir.

—¡Era un profeta!

—Para muchos era un arma. Codiciaban su clarividencia porque les daba poder.

Los partos se convirtieron en una élite política y militar que gobernaba, más que un imperio, un auténtico hervidero de ciudadanos partos, persas, medos, babilonios, judíos y descendientes asirios, entre otros muchos. Las rutas de comercio cruzaban de punta a punta el insondable territorio, y dentro de sus fronteras se hablaba un millón de lenguas.

La estructura del imperio era compleja y su control inestable. El padre de Balhaaz, el Rey Kaváan, no tardó en percatarse de que aquel niño agitaba aún más las aguas ya demasiado revueltas. El general Melosh, candidato al trono de Babilonia, reino ahora vasallo del imperio, reclamaba al niño Hashva. Aseguraba que había sido arrancado de su lado. La situación amenazaba con partir el imperio en dos. Muchos eran los que querían apoderarse del muchacho, así que el Rey… simplemente lo hizo desaparecer.

—¡Nooo! ¿Lo mató?

—Sin duda… si no hubiera sido por la intercesión del príncipe. Desde el primer instante en que ese niño puso sus ojos en él… notó una extraña impronta. En algún lugar de su interior sabía que el niño siempre debía quedar bajo su protección.

Balhaaz no era un príncipe como tantos hubo antes que él… Desde bien pequeño, solo tenía una obsesión: convertirse en el más grande guerrero que hubiera existido jamás. Sus capacidades físicas y sus extraordinarias habilidades lo acompañaban en su empeño. Fue el único miembro de la realeza que se atrevió a pasar las pruebas para convertirse en Aswaran, los legendarios soldados de élite partos. Decían que solo dos de cada cinco aspirantes terminaban la instrucción… con vida.

—Me gusta mucho Balhaaz, es muy fuerte.

—Por supuesto… lo era. Al menos por fuera. Pero la batalla más dura de todas, como siempre, es la que pone a prueba el interior.

Al Rey Kaváan no le cabía duda de que su hijo era el heredero que merecía Partia, pero Balhaaz ya era demasiado respetado por muchos, sobre todo por los generales. Jamás habían visto un príncipe que sangrara junto a ellos en cada una de sus batallas. Su fama se extendía rápidamente y representaba una amenaza creciente. Se estaba forjando un nuevo emperador antes de tiempo.

Finalmente, el Rey accedió a conservar la vida del niño, encerrándolo en uno de los viejos monasterios zoroástricos situados a los pies de la cordillera Koppeh Dagh, frontera natural con el actual Turkmenistán. Pero esa no fue la única condición: el príncipe debía aceptar marchar con él a la antigua capital de Nisa, quedando así cerca del muchacho y a cargo de la vasta y muy lejana frontera este.

—¿Qué es un monasterio zoro… zoro…

—¡Zoroástrico!

—Eso.

—Zoroastro, también conocido como Zaratustra, fue un hombre muy sabio.

—¿Otro profeta?

—Pudiera ser. Desde luego, era un hombre bueno, que transmitió un mensaje de orden… y de paz… y lo que podríamos calificar, con sus matices, como la primera creencia monoteísta. Preparando así el camino al judaísmo y al cristianismo que vendrían después. Su símbolo… —Introdujo una pequeña pausa mientras levantaba de nuevo el cofre entre sus manos—. El Faravahar.

—El Faravahar —repitió el niño sobrecogido.

—Para los zoroástricos, el fuego significaba la presencia de Dios, y en sus templos siempre había un fuego que jamás se extinguía.

—Como la zarza de Moisés.

—¡Exacto! —exclamó con alegría, al confirmar que había hecho bien en no subestimar al pequeño—. Un fuego que nunca se apaga… como la zarza que encontró Moisés en el Monte Sinaí. ¡Eso es! O como la pequeña luz que permanece encendida al lado del sagrario. Es la señal que indica la presencia de Dios.

Los monjes zoroástricos eran conocidos como los “Magí”. Vestían pantalones, algo poco común en la época, portaban un sombrero frigio y quemaban maderas aromáticas de sándalo y de otras clases, que perfumaban el espacio sagrado y purificaban el lugar. Algunos tenían prohibido salir del monasterio.

—¿No podían salir nunca?

—Algunos no. Pero, a cambio, podían consagrar su vida al estudio.

—¿Estudiar toda la vida? ¡Estaban locos!

—Con el tiempo, tú también irás descubriendo las mieles del estudio.

—Me conformo con descubrir las mieles del recreo.

—Jajaja —se le escapó una sonrisa al abuelo—. ¿Estás atento o no?

—Sí, sí, sí, ya me callo, continúa, please.

—Como te decía, los monjes zoroástricos tenían acceso a textos de todo tipo. No les estaba prohibido estudiar otras religiones, simplemente las observaban, del mismo modo que hacían con el firmamento: escudriñaban los cielos e interpretaban sus señales.

Durante los siguientes doce años, el poder, la diplomacia, las traiciones y la política, debilitaron el espíritu de nuestro poderoso príncipe guerrero, endureciendo su corazón de rey. Hizo algunas cosas justas, pero muchas otras no… y es que el diablo siempre está atento para poner una excusa en nuestros labios e intentar justificar el por qué caemos en su trampa. Incluso cuando sabíamos perfectamente que lo era.

Al morir el rey Kaváan, muchos reclamaron el poder. El aún príncipe Balhaaz quiso formar una alianza con el general Melosh para aplastar a todo aquel que intentara arrebatarle el trono. Melosh solo le pidió una cosa.

—Recuperar a Hashva.

—¡Así es! Antes de que el príncipe encontrara al niño, este pasó un tiempo a cargo de Melosh… y también quedó vinculado a él.

Balhaaz nunca quiso desvelar el paradero del muchacho así que simplemente le dijo que el niño había muerto años atrás.

A pesar de la frustración, encontraron un nuevo punto de acuerdo: si Melosh le ayudaba a coronarse emperador, Balhaaz lo sentaría en el trono del reino vasallo de Babilonia. Y así fue como, codo con codo, en una alianza letal, arrasaron con toda disidencia y Balhaaz se proclamó emperador de Partia, amo y señor de medio mundo.

—¿Y Melosh rey de Babilonia, no?

El abuelo dibujó una cariñosa media sonrisa.

—Ay… hijo… Balhaaz, además de sus extraordinarias habilidades para la guerra, también heredó la astucia taimada de su padre. El flamante emperador sabía que Melosh sería un rey extraordinario… demasiado. Así que decidió poner a una fiel marioneta en el trono de Babilonia y obligar a Melosh, bajo una miserable amenaza, a aceptar retirarse en un lejano terruño.

—¡¿Por qué Balhaaz hizo eso?! ¡Se lo prometió!

—¿Recuerdas eso de que el diablo siempre está atento para poner una excusa en nuestros labios? Si no tienes unos principios de hierro, cuando pasas de guerrero a político, las excusas se las susurras tú a él.

—¿Y Melosh no sabía que Hashva estaba vivo?

—Nadie sabía nada del chico. Permanecía en un lejano monasterio del que tenía prohibido salir.

—Pobre Hashva… estudiando toda su vida.

—¡Al contrario! Hashva vivía con el convencimiento de que estaba en todo momento donde Dios quería que estuviese. Allí nadie conocía su verdadero nombre, pero la fama del sabio Magí crecía sin parar. A pesar de sus reticencias, los monjes del lugar reconocían el discernimiento del joven.

Nuestro amigo Hashva devoró el libro del Avesta haciendo suyas las enseñanzas de Zaratustra y siguió con todos y cada uno de los libros de la tradición judía. Hashva no solo era capaz de reproducir literalmente la cita adecuada en cada momento… su interpretación de la palabra dejaba boquiabiertos a propios y extraños. Todos querían audiencia con el joven Magí, pero eso estaba reservado para una única persona…

Solo el emperador Balhaaz se reunía en privado con Hashva. De hecho, por ese motivo, por estar cerca del consejo del chico, Balhaaz, al morir su padre, trasladó la capital de Ctesifonte, situada relativamente cerca de la frontera con Roma, a Nisa, desplazando el palacio real al otro extremo del imperio, lejos de su centro de gravedad, cosa que le hacía vulnerable sobre el mapa y también ante sus enemigos, que lo entendían como una señal de debilidad.

—Se reunían porque eran amigos.

—No exactamente. Balhaaz apreciaba su consejo, pero también lo detestaba.

—¿Lo detestaba?

—Sí… de entre todos los consejeros, Hashva era el único que le decía cosas que ningún otro hombre, que quisiera conservar su lengua, se atrevería a pronunciar jamás ante el Rey.

Cada visita era peor que la anterior. Balhaaz terminaba gritando, estrellando cualquier cosa contra las paredes y amenazando de muerte al joven Magí por sus palabras, pero Hashva jamás mostró un atisbo de miedo, cosa que lo enfurecía aún más.

A pesar de todo, Balhaaz volvía puntual dos veces por semana porque, en el fondo, sabía que en el consejo del joven Magí solo encontraba la verdad.

Y así pasaron los años… pero las aguas no se calmaron, se agitaban en silencio… cada vez más.

El imperio parecía, de nuevo, querer partirse en dos. Los militares no comprendían que el Rey se mantuviera tan alejado de la frontera con Roma. Ctesifonte, la antigua capital, reclamaba su poder y la vuelta de Melosh se palpaba en el ambiente, ya no para sentarse en el trono del reino vasallo de Babilonia, sino para sentarse en el trono vacío de la mismísima Ctesifonte.

Roma olía el conflicto interno y preparaba sus ofensivas. Los generales de Balhaaz estaban cada vez más desconcertados y los monjes zoroástricos advertían una extraña conjunción que anunciaba el inicio de una nueva era… Hashva estaba inquieto.

Al joven Magí, con la edad, le abandonó la clarividencia, pero no sin dejar paso a una profunda sabiduría. Las señales que de niño se le aparecían de manera natural ahora eran mucho menos frecuentes y se presentaban confusas y borrosas.

Hasta que un día… sus ojos, de nuevo, fueron abiertos.

Hashva tuvo un sueño…

En el cielo, tras la danza de los errantes Júpiter y Venus, se abrió un portal… una puerta de fuego. De ella salió un Ángel, Gabriel, envuelto en una maravillosa luz blanca… intensa… cegadora.

Gabriel extendió sus alas y, en un suave movimiento, se dejó caer en picado. Cuanta más velocidad tomaba, más brillaba su alrededor… el resto de estrellas del firmamento palidecieron ante el ángel, que dejaba una larguísima estela luminosa tras de sí… Gabriel surcaba los cielos con la trayectoria justa y perfecta, dibujando una preciosa curva que apuntaba directamente a un pequeño pueblecito al norte del lugar donde se encontraba el Templo de Jerusalén.

Cuando la estrella llegó a la altura del suelo, un brevísimo destello inundó la tierra.

Acto seguido, Hashva contempló al ángel entrar en una casa pequeña… humilde… y, mientras se mantenía a unos centímetros del suelo, pronunció estas palabras:

—¡Alégrate, llena de gracia!

En ese momento Gabriel giró ligeramente su rostro y clavó la mirada en Hashva. En sus ojos no había iris ni pupila, solo la luz blanca que le rodeaba brotando a través de ellos con la intensidad de una estrella blanca que cegó la vista del Magí.

Al recuperar la visión, se encontró a sí mismo ante el fuego del templo zoroástrico, detrás de otro Magí que quemaba maderas de sándalo que perfumaban la estancia sagrada. El fuego que nunca se apaga parecía hacerse más intenso… y Hashva… se sintió llamado a adentrarse en las llamas que no dejaban de crecer. Como Zaratustra, tenía la seguridad de que no se quemaría.

Ya no había estancia… solo fuego… y justo cuando se dispuso a dar el primer paso, se despertó.

El niño no apartaba la mirada de su abuelo. Ya no decía nada. Estaba plenamente inmerso en el relato.

Balhaaz entró casi derribando la puerta de la sala donde solía conversar con Hashva:

—¡Hashva! ¡Ah! Estás aquí. ¿Qué sucede? ¡Hashva! ¡Contesta! ¿Se puede saber dónde están los Magí? ¿Viste el destello?

—Lo vi en un sueño.

—¿En un sueño? Durante un instante la noche se hizo día, maldita sea. Todo el mundo habla de lo mismo. ¿Dónde están los Magí?

—La luz divina se elevó del Lugar Santísimo posándose sobre el trono celestial de Dios. En cada esquina había cuatro querubines, cada uno con cuatro caras, cuatro alas, pezuñas de becerro y manos humanas. Bajo ellos, había cuatro ruedas llenas de ojos.

—¿Te importaría dejar de hacer eso? ¿De verdad crees que es momento de acertijos?

—No es un acertijo, Majestad. Es la mirada del profeta Ezequiel describiendo cómo Dios abandonó el Sancta Sanctorum y el Templo… antes de abandonar Jerusalén.

—¡Que dónde están los Magí! ¡Contesta maldita sea!

—Los Magí se han ido… el fuego se ha extinguido.

—¡Imposible! —exclamó Balhaaz, quedando visiblemente afectado.

—En el mismo instante en que se produjo el destello, el fuego se extinguió. Simplemente… se apagó. Dios ya no mora más en este lugar. Los Magí se han ido al encuentro de otro fuego y nosotros haremos lo mismo.

—¿Nosotros?

—Majestad… Balhaaz. Las puertas del cielo han sido abiertas. Y Balhaaz hijo de Kaváan, señor de oriente, guardián de la frontera este, príncipe Aswaran, ahora Rey de los partos, tú… has sido invitado.

—¿Invitado? Yo no necesito invitación alguna. Voy donde me place. En unos días cenaría en el palacio del César reposando mis pies sobre su cabeza si ese fuera mi deseo.

—Veo de nuevo —dijo Hashva interrumpiendo al Rey.

Balhaaz quedó paralizado.

—Debemos partir.

—Debemos hacer mi voluntad —contestó Balhaaz—. ¿Ves de nuevo? ¿Cómo lo sabes?

—Después del destello, los hechos se me presentan más claros que nunca. Majestad, Roma amenaza por el oeste. Si seguimos en Nisa, Melosh alcanzará el trono de Ctesifonte… y las guerras externas e internas, consumirán el imperio. No somos los únicos que han visto las señales. El enemigo hará lo que esté en su mano para sembrar el caos y detener el advenimiento.

—Melosh… Debí matarlo cuando tuve oportunidad. Fui débil.

—No fue la debilidad la que impidió que el Rey David matara a Saúl cuando tuvo la oportunidad. Fue la grandeza, que lo mantuvo obediente a la voluntad de Dios. Majestad… debemos partir.

—¿Doce años encerrado en este agujero y ahora tienes prisa por marchar?

—Los cielos se han abierto, el fuego se ha extinguido. Los Magí se han ido a otro templo buscando la presencia de Dios. Allí no la encontrarán.

—Así que al final, vuestro Dios os ha abandonado.

—No. Lo he visto. Más allá de nuestras fronteras, atravesando la gran meseta, cruzando los Montes Zagros, dejando atrás el valle del Tigris y Éufrates, se ha encendido un fuego nuevo y eterno. Pronto inundará la tierra y su luz no tendrá fin. Los querubines tocan sus instrumentos, los pueblos cantan, el mundo entero querrá asomarse a través del portal al mayor y más majestuoso palacio que se haya conocido jamás. Muy pocos han sido invitados. Entre ellos… tú.

Balhaaz callaba.

—El enemigo sabe que iremos y querrá impedirlo a toda costa. Si permanecemos juntos… llegaremos.

—¿Y qué se supone que debemos hacer allí?

—Lo que todo Magí ansía. Humillarse ante el fuego, reconocer en él la presencia de Dios y quemar aromas para purificar el lugar.

—¡Estás loco! No has recuperado la vista ¡has enloquecido!

—Dijo Jeremías: a todo lo que yo te envíe, irás… declara el Señor.

—No te encierro aquí mismo y le prendo fuego a todo porque… porque…

—¿Por qué?

—Coge tus cosas, te vienes conmigo. Jamás pronuncies una sola palabra sin que yo te lo pida. Salimos en dos días. El Rey vuelve a Ctesifonte. Olvídate del fuego y del palacio de tu imaginación. En unas semanas sabrás lo que es un palacio de verdad.

Continuará…

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