Literatura
La puerta de fuego | Capítulo 3: Oro, incienso, mirra... y fuego
Oro
—¡Es un milagro! No puede ser… ¡no puede ser!
Los guardias arrastraban a un hombre agarrándolo por los brazos. Tenía las muñecas atadas a la espalda y sus pies rozaban el suelo dejando un intermitente rastro de sangre.
Al llegar ante la tarima del trono lo dejaron caer al suelo.
—Esto sí que no me lo esperaba. ¡Desatadlo!
—Majestad, es por seguridad.
—¿Por seguridad? Jajaja… si ese hombre quisiera, ya estarías muerto.
—Tiene las manos atadas, Majestad.
—No necesita las manos para matarte, joven… desátalo, te digo por segunda vez.
—¿Qué haces aquí, Balhaaz?
Balhaaz callaba mientras repasaba los dientes con la lengua tras los golpes.
— Disculpa los modales de mis chicos. ¿Cómo iban a saber quién eres vestido con esos andrajos?
—Desconvoca al ejército, Melosh —murmuró mientras se ponía poco a poco en pie.
—¡Me mentiste!
—Desconvoca al ejército y devuélveme mis tierras —dijo sin cambiar el tono.
—Si no fuera por mí, la única tierra que tendrías es la que cubriría tu cuerpo… ¡Me mentiste!
—Lo sé… Melosh.
—Me engañaste, gran Príncipe Aswaran… lo hiciste. ¿Sabes por qué lo hiciste?
Balhaaz callaba.
—Me engañaste porque fue exactamente eso lo que hicieron contigo… No pudiste tragar ese veneno y tuviste que escupírmelo a mí.
—¿Por qué crees que me quedé en Nisa? ¿Por qué crees que dejé el trono de Ctesifonte vacío, Melosh? Soy un soldado… detesto convertirme en un cínico político.
—Dime… ¿Qué me impide matarte aquí mismo?
—He venido por Hashva.
Melosh se quedó extrañado.
—Según lo último que me dijiste, Hashva está muerto.
—Eso tampoco era cierto.
—Ya lo sé.. Balhaaz. ¿Un rey cruzando los Montes Zagros con un magí?
Las noticias vuelan.
—¡Haz lo que quieras conmigo! Pero dime si está aquí.
—Espera, espera, espera… ¿Has venido aquí… solo… has dejado que mis soldados te arresten… solo para poder preguntarme por el chico?
Balhaaz callaba.
Melosh se quedó pensativo, y poco a poco, una sonrisa iba llenando su rostro.
—¡¿Pero qué hacéis ahí parados?! ¡Salvajes! —Gritó a los soldados que se miraban extrañados. ¡Lavadlo! ¡Curadlo! Es el Rey del imperio, maldita sea. ¡Tratadlo bien, brutos! Es mi invitado.
—Majestad… ¿Le devolvemos la espada?
—Si quisiera una espada ya tendría la tuya en su mano. ¡Devuélvesela! Además se pone muy pesado con esa espada. Seguro que mientras lo arrestabas te contó una historia aburridísima sobre Craso.
Cenamos en una hora. Límpiate… estás hecho un asco.
Balhaaz resoplaba mirando al techo, dejando entrever que conocía el carácter excéntrico del general.
Melosh comía con fruición.
—¿Sabes Balhaaz? Cuando me desterraste quería matarte. ¡No es broma! Tenía un plan. Pero con el paso de los meses… se me quitaron las ganas, amigo. Llegó el día en que entendí que podrías haberme matado. Es lo que toda esta gentuza de palacio hubiera hecho en tu pellejo. Pero tú… por una extraña razón, no lo hiciste.
Ya ahora estamos aquí. ¡Cenando juntos!
Tú y yo, de nuevo, codo con codo… solucionaremos este entuerto —decía metiéndose otro muslo de pollo en la boca.
Hashva no está aquí, pero sé dónde está.
—¿Dónde?
—Esta vez tomaré mis precauciones, mi mentiroso amigo —dijo antes de dar un sorbo al vaso de vino.
De repente, Melosh, cambió su mirada y dejando de lado sus excentricidades dijo solemne: —El chico es especial. Yo le tenía mucho aprecio. Te cambia por dentro ¿verdad?
Balhaaz no quería decir nada pero sus ojos decían que sí.
—Sé dónde está. Te llevaré con él. Pero antes, y aquí es donde viene la parte en que arreglamos las cosas, haremos una ceremonia en los jardines de Babilonia. ¡Quiero que sea público! Con testigos, que te conozco… ¡y me nombrarás rey!
No te pido nada más ni nada menos que aquello que gané con mi sangre. Sin recargo —le dijo guiñándole un ojo.
¡Y listo! ¡Se acabó la guerra! Pondremos nuestras espadas apuntando al norte, a esos engreidos romanos.
—Sabes que hay cientos de sátrapas que esperan una excusa.
—Ellos no se lo ganaron. Sofocaremos cualquier fuego como hicimos en el pasado, amigo mío.
Balhaaz miró a Melosh mientras éste sonreía… y respiró profundamente.
Tras la ceremonia, Balhaaz se dispuso a partir.
—¿Pero qué haces aquí? Coge tu jarra y ven a celebrar la paz…
—Me voy, Melosh. He cumplido. Dime dónde está el chico.
—Sí, has cumplido, ocho años tarde, pero has cumplido.
—¿Dónde está Hashva?
—No sabrías llegar, amigo. Mañana prepararé a mi guardia personal y te llevaré con el chico —dijo antes de dar un trago interminable.
—Me voy ahora, Melosh. Dime dónde está.
—Esbozando una mueca se quedó pensativo… —Ya había olvidado tu cabezonería. ¡Vayámonos ahora! Tú y yo, juntos de nuevo, el rey Melosh y su amigo Balhaaz.
—Marchemos… pero será mejor que dejes esa jarra aquí… amigo —dijo Balhaaz con una media sonrisa.
Acto seguido, en plena noche, se escabulleron por las galerías secretas del palacio de Babilonia, ambos tapados por capas raídas que ocultaban sus ropas de combate.
—Creí que solo eran rumores, pero al verte supe que eran ciertos. Mis pajaritos me han contado que se ha visto a un extraño magí dirigiéndose a Sippar. Allí, en la ribera del Éufrates, hay una zona aún hoy escondida donde el río cortó la roca formando unas cuevas. Allí, hace cientos de años vivían los magí.
Por ese tiempo, el rey de Judá, entonces reino vasallo de Babilonia, se llamaba Sedequías… y se rebeló contra el Imperio de Babilonia que en respuesta arrasó Jerusalén y destruyó el templo de Salomón.
—Es lo que debería haber hecho contigo.
—Te lo hubiera puesto muy difícil, amigo. Para cuando hubieras logrado abrir una brecha en mis murallas, Roma ya estaría tocando la puerta de Ctesifonte.
Los caldeos —siguió Melosh con la historia— se llevaron a gran parte de la población judía a Babilonia, donde vivieron exiliados durante años.
Cuentan historias sobre algunos judíos que entendieron la destrucción del templo como el quebrantamiento del pacto entre Dios y su pueblo… desde entonces permanecieron en las cuevas junto a los magí… esperando una nueva alianza con Dios.
Precisamente allí, cerca de las cuevas, es donde hace años encontré al niño Hashva… y si la información que me ha llegado es cierta, en ese lugar es donde lo encontraremos.
—Y cuando se destruyó el templo de Salomón ¿qué pasó con El Arca?
—Nadie la ha vuelto a ver. Hay historias y leyendas, pero no se conoce con certeza lo que ocurrió —dijo con un gesto de resignación.
Llegados al lugar, descendieron hasta llegar a un remanso de la ribera, un espacio natural que parecía apartado del mundo. En una de las paredes de la roca se encontraba una oquedad. Subieron la escarpada pared hasta alcanzar la entrada sobre la que, una vez allí, se podía apreciar un antiguo grabado de un majestuosos faravahar.
Al entrar se dieron cuenta de que no estaban solos. Avanzaron por un paso estrecho hasta llegar a un espacio mayor donde esperaba de pie un anciano magí. El monje portaba una lámpara que iluminaba la tela que cubría su nariz y su boca. Sin pronunciar una palabra extendió el brazo indicando un corredor en la roca en cuyas paredes había pequeñas lámparas posadas sobre sus irregularidades.
Atravesado el pasillo, llegaron a un enorme espacio abovedado. En su cúspide había un gran agujero por el que entraban, bien definidos, los rayos del sol. El suelo estaba cubierto por medio palmo de agua, pero una gran convexidad en la roca sobresalía formando una isla que ocupaba gran parte del espacio en cuyo centro había un pebetero. Dentro solo había cenizas. Frente al pebetero se encontraba un joven sentado en flor de loto.
El joven giró la cabeza y con una enorme sonrisa exclamó —¡Balhaaz! ¡Melosh!
—¡Ya están juntos los tres! –Exlamó el niño apretando los puños de alegría.
—¡Síiii, ya están juntos! —Dijo el abuelo sin poder ocultar la emoción por el momento que, abuelo y nieto, estaban viviendo en perfecta sintonía.
El viejo Magí se acercó a ellos:
—Mi nombre es Zandhaar. Soy el último Ar de los Farshadar. Lo que significa en vuestra lengua “farsha” renovación y “ar” consagrado.
Y siguió sin darles oportunidad a decir nada: —hace más de seiscientos años, los soldados caldeos de Nabucodonosor, antes de destruir el templo de Salomón, profanaron los lugares santos y expoliaron los objetos sagrados. El hijo de Nabucodonosor, Belasasar, organizó un banquete y mandó traer los vasos sagrados, robados del lugar santo, para que sus invitados bebieran vino en ellos. Pero un sirviente, hijo de la diáspora judía, salvó un vaso sagrado de ser profanado. Lo escondió en sus ropas y huyendo se refugió con los magí que aquí vivían. Desde entonces, los Farshadar os hemos estado esperando.
Vestíos —dijo entregándoles unas túnicas magí.
Hashva se quitó la ropa y se puso los pantalones, el gorro y la túnica corta. Melosh y Balhaaz se miraron extrañados y a regañadientes hicieron lo mismo.
Cada uno de nosotros ha contribuido al orden sagrado que nos ha traído hasta aquí —dijo el monje mientras Melosh y Balhaaz se ataban el cinto sobre la túnica—. Durante todos estos años, hemos protegido a los profetas como Hashva… y hemos guardado esto —dijo solemne, sacando de su túnica un bulto envuelto en un paño rojo. Mientras le quitaba poco a poco la envoltura, fue apareciendo un pequeño vaso cilíndrico de oro macizo con su pequeña tapa también de oro. Entre sus grabados se podía distinguir las alas extendidas de dos serafines enfrentados, entre los cuales había representado un fuego.
—¡Serafines enfrentados con un fuego en medio! ¡Como el Arca de la Alianza!
—¡Exactamente! Como los serafines que se encontraban en la tapa del Arca.
—Este es el vaso que utilizaba el Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén para portar la mezcla sagrada que quemaba en el altar del incienso en señal de purificación y ofrenda a Dios, para que su fragancia subiera como oración y reconciliación entre el pueblo y el Creador —dijo el monje elevando el vaso de oro.
Ahora… formáis parte de un finísimo, casi extinto, hilo dorado cuyo extremo se encuentra ante vuestros ojos —dijo entregándoles el vaso.
Yo, Zandhaar, Ar mayor de los Farshadar… os nombro “Ar”; consagrados.
A partir de este momento, responderéis a los nombres de; Meloshar, Hashvaar y Balhaazar.
Los cielos han sido abiertos, el fuego magí se ha extinguido... Id, y haced lo que todo magí ansía: humillaos ante el fuego nuevo, reconoced en él la presencia de Dios, quemad la fragancia y que su humo suba como una oración.
Que así sea. ¡Marchad!
Incienso
Al salir de la cueva, encontraron en la ribera a un hombre que, al borde del río y con el brazo extendido, invitaba a entrar a una barca de listones de madera unidos con cuerdas y brea.
—No pienso entrar ahí —dijo Balhaazar—. Jamás abandonaría a mi caballo para entrar en eso.
—Balhaazar —dijo el chico poniendo la mano en su hombro—. Koba nos está buscando. Si no subimos a esa barca ahora, y remontamos el río, nos dará caza.
—¡Melosh! ¿Podrías llevar a mi caballo de vuelta a tu palacio?
—Solo te diré dos cosas, estimado. Primero: mi nombre es Meloshar y segundo: no me perdería este viaje ni loco —soltó mientras subía a la barca.
—Balhaazar y Hashvaar se miraron y al segundo se rieron.
—Y así fue —contaba el abuelo— como nuestros amigos, ahora los tres magí, remontaron el río Éufrates, pasando por Hit, camino de Mari.
Pero Balhaazar… estaba inquieto…
—Hashvaar… a veces lo veo desde fuera y es de locos. Estoy en una barca, vestido de magí, camino de Jerusalén. Tenemos la misión divina de visitar a un niño que no conocemos de nada… es raro.
—¡Eso es lo que yo te dije justo antes de que me mostraras el cofre! —saltó el niño de repente.
—Por eso me quedé tan extrañado —repondió el abuelo—. No tengo duda de que era una señal.
—Era una señal… —repitió el niño reflexivo.
—¿Recuerdas cuando estuvimos en Rey? —preguntó Balhaazar—. Hablabas en sueños.
—Dime… ¿Qué es lo que te preocupa?
—Soñabas una y otra vez con una puerta… una puerta de fuego. Decías que el camino serpentea entre las colinas agrestes, iluminado suavemente por un cielo rebosante de estrellas. Decías que el aire se impregna del tenue aroma de leña mezclado con las campanas distantes de un rebaño en reposo. Decías que la senda es angosta y pedregosa, y que se abre paso entre pequeños matorrales resecos hasta llegar a la luz cálida de una abertura en la roca. Decías que en la entrada hay una puerta de madera tosca, desgastada por el tiempo que resplandece por un fulgor divino que se filtra por las grietas.
Pero al acercarte, Hashvaar, la luz cálida se hace más y más intensa brotando como lenguas de fuego… como si guardara el mismo sol… y por más que lo intentabas, jamás, en ninguno de tus sueños, lograbas cruzar el umbral.
—Así es… —dijo sin ofrecer otra explicación.
—¿Sabes qué no entiendo?
—Si primero me dices lo que entiendes creo que acabaremos antes —le soltó sonriendo.
Tienes suerte, Magí… estoy de buen humor. Por eso conservas tu cabeza —dijo devolviéndole la sonrisa.
—Cosa que agradezco… le tengo cierto aprecio —contestó Hashva mientras los dos bromeaban al reproducir el diálogo que mantuvieron meses atrás tratando de alcanzar el borde este de la meseta iraní.
—Lo que no entiendo —dijo Balhaaz volviendo a su preocupación—, es por qué Dios hizo un pacto con su pueblo, les mandó construir el Arca, un tabernáculo y luego un templo… para después irse sobre el carro de Ezequiel, permitiendo que el templo fuera destruido y luego reconstruido para finalmente ofrecer una nueva alianza enviando a su hijo al que nos dirigimos a honrar.
Cuántos disgustos, Hashva, cuántas esperanzas y cuántas vidas. ¿Estamos en lo cierto y Él es el hijo de Dios? ¿Por qué Dios no envió a su hijo desde un principio, evitando tantos siglos confusos y extraños? Quizá todo esto sea solo nuestra interpretación, Hashvaar. ¿Nunca te lo has planteado? Tengo dudas, amigo mío.
—Entiendo tu preocupación querido Balhaazar… Ese es el problema inherente del hombre; la mirada del hombre. A través de los ojos de Dios todo se entiende mucho mejor.
Intentaré explicártelo, aunque tienes que entender que para las cosas de Dios las palabras siempre se quedan cortas. Solo lograremos rascar la superficie.
—Entiendo perfectamente. Explícate sin miedo, Magí.
—Mira… si las cosas han sucedido de este modo es porque así es como Dios quiere que sucedan. Y quiere que sucedan así porque es la única configuración, entre las infinitas posibles, en la que el plan funciona. Dicho de otro modo; no funcionaría si los hechos hubieran sido diferentes.
Balhaaz, el guerrero, cambiaría la historia pensando que él sería capaz de hacer las cosas mejor, pero Balhaazar, el sabio Magí, aprenderá a apreciar el modo en que Dios, en su visión superior de las cosas, lo dispone todo.
—No sé si lo termino de entender.
—No es tan importante que lo entiendas como que tengas la voluntad. El entendimiento vendrá en el momento menos pensado, como mis visiones.
—¡Eso es lo que me dijiste antes! –protestó cariñosamente el niño.
—¡Claro! Porque llega el momento donde todo se entrelaza, hijo. La historia de los tres Magí y también nuestra propia historia —contestó el abuelo.
Cuando llegaron a Mari el grupo convino que Meloshar conseguiría unos caballos con el dinero que guardaba desde su partida de Babilonia…
—¡Eso sí que no! ¡Ya puedes olvidarte! Llevo cincuenta días navegando río arriba en una maldita barca, pero a eso, sí que no pienso subirme. ¡Olvidaos!
—¡Pero qué dices! Son simpatiquísimos… ¡y fuertes! Me han costado todo lo que tenía, ¡una fortuna! Pero te puedo asegurar que son los mejores camellos de Mari. Uno de estos te llevaría de nuevo a Nisa y de vuelta sin problemas.
—Ha sido una idea excelente, Meloshar, dijo Hashvaar mientras intentaba subir a su camello sin éxito.
Y así fue como después de más de sesenta días de su salida de Babilonia, llegaron a Mari, habiendo remontado el río Éufrates desde Sippa y pasando por Hit —narraba el abuelo.
Los magí, montados en sus camellos, cruzaron los desiertos hasta llegar a Tamor, siguiendo por Damasco y por el Valle del Jordán. Con una trayectoria justa y perfecta, dibujaron una preciosa curva sobre el mapa; desde Babilonia a Jerusalén, bordeando el desierto de Siria, todo ello siguiendo la estela que dibujó Gabriel en los cielos… señalando el camino correcto… señalando el camino de Dios.
La expectación era grande. Muchos habían visto sus figuras recortadas a contraluz sobre el cielo de la tarde. En las crestas de las enormes dunas se alzaba el perfil de una caravana peculiar; eran tres magí montados a camello, que erguidos y sin pausa surcaban el desierto con gran fe. Los niños de las tribus se acercaban a ellos y acampando ante el fuego les contaban historias de reyes y emperadores, monjes y profetas:
—Y el rey Salomón, arquitecto de Dios —gesticulaba Hashvaar para atrapar la atención de los niños— dejó escrito este salmo; “Los reyes de Tarsis y de las costas traerán presentes; los reyes de Sabá y de Seba ofrecerán dones. Y todos los reyes se postrarán delante de él; todas las naciones le servirán”
Cuando llegaron a Jerusalén ya eran conocidos por muchos que contaban la historia de los reyes Magí de Oriente. Pero los tres empezaron a sentir el peligro del enemigo que se revolvía por la dicha del mundo.
—¡Incienso, incienso! El mejor incienso de Judá —escucharon al entrar al mercado.
Pasaban de largo entre el bullicio pero Hashvaar, al escuchar la voz de un mercader, paró en su tienda.
—Vienes a hacer tus ofrendas, eh amigo…
—Así es, respondió el chico.
—Aquí tengo los mejores corderos. Son perfectos, blancos y puros —dijo señalando a un pobre corderito tuerto y sucio—. Y tengo el mejor incienso; ¡huele, huele!
—Hemos venido por mezcla sagrada…
—¡Aaaahhh! Mezcla sagrada, eh… Eso está prohibido, pero por suerte yo puedo conseguirlo todo, amigo. Aquí tienes mezcla sagrada… huele, es buena… y te saldrá barata…
—Hashva se mantuvo erguido sin pestañear.
—Si no quieres comprar ¡lárgate! —soltó el mercader girándose para guardar el jarro de resina barata en el interior de su tienda.
—Y así dice el señor... el que te creó…
El tendero aún de espaldas, se paró en seco.
—el que te formó… —siguió Hashvaar con la oración.
Tras escuchar esas palabras dejó caer el jarro extendiéndose la resina por el suelo de su tienda y del mercado.
—No temas… —seguía orando Hashvaar— porque yo te he redimido… te he llamado por tu nombre… tú eres mío.
El tendero que seguía de espaldas agachó la cabeza y entre lágrimas dijo: —Isaías…
—Así es, Eliab. Sé que conoces al levita… al descendiente de Aarón. Dile que su sueño se ha cumplido, que hemos venido. Dile estas palabras: Las naciones andarán a tu luz, y los reyes al resplandor de tu nacimiento. Vendrán a ti de lejos trayendo su oro e incienso, y proclamando las alabanzas del Señor.
Tras estas palabras, Eliab se fue.
Pasados varios minutos, el mercader volvió con un bulto envuelto en un paño y les pidió entrar. Una vez dentro se situó tras un mostrador y retirando el paño dejó un jarro de plata encima de la mesa junto a una pequeña cucharita también de plata. Este es el incienso sagrado, la mezcla divina que Dios reveló a Moisés; estacte, uña aromática, gálbano y resina pura en partes iguales. Coged lo que necesitéis. Solo está permitido quemarlo en el altar del incienso del lugar santo.
Hashvaar desenvolvió el vaso de oro macizo y lo posó encima de la mesa.
—¡Eso es uno de los vasos sagrados del templo! —dijo con los ojos como platos.
Hashvaar retiró la tapa y puso unas pocas cucharadas de mezcla sagrada en el vaso de oro y lo tapó de nuevo.
—No te podemos pagar —dijo Hashvaar mientras envolvía el vaso con el paño rojo.
—Debo llevar una ofrenda… es la ley.
—Pero no te podemos pagar.
—¡Pero es la ley! —repitió el mercader, justo antes de oír el lento y frío sonido de la espada de Balhaazar al ser desenvainada. Un rayo de sol, filtrándose por la minúscula ventana del local, iluminó la hoja de acero, reflejando su brillo en el rostro del mercader, quien quedó cegado y paralizado por el terror.
Encogido, con las manos en alto y los ojos fuertemente cerrados escuchó un ligero golpe metálico sobre la mesa. Era la espada de Craso que se balanceaba a lo largo mientras los magí abandonaban la estancia. Salieron del local y tras algunos metros el mercader, alterado y sin ser consciente de lo que acababa de suceder, gritó. ¡Tú eres el Príncipe Áswaran! Los tres salieron de ahí acelerando el paso.
—Tu espada al servicio de Dios… te lo dije —susurró Hashvaar.
Balhaaz respondió con una mueca de resignación.
—¡Sí! Lo recuerdo —dijo el niño—. “Antes de que yo empuñe un arma, pondrás la tuya al servicio de Dios”.
—¡Y se cumplió! —dijo el Abuelo. Apuesto a que Balhaazar jamás imaginó que terminaría entregando su espada a cambio de incienso.
Mirra
—Falta algo… —murmuraba Hashvaar mientras salían del mercado.
—¿Qué es lo que falta, amigo mío?… —dijo Melosh—. El incienso es lo que hemos venido a buscar aquí ¿no?
—En mi sueño, la mezcla de la nueva alianza tenía cinco elementos, no cuatro.
—Ven, ven… ven aquí —se escuchaba una voz a sus espaldas…
—Acércate, corderito. Corderito blanco.
—Hashvaar quedó paralizado…
Era una mujer mayor y ciega que, sentada sobre una alfombra, vendía resina.
—Necesitarás esto —dijo levantando un frasco de alabastro con una mano mientras retiraba la tapa con la otra.
Hashvaar acercó su nariz y en ese momento, un flash como un relámpago cegó su vista por un instante en el que pudo ver al hijo del hombre en una cruz.
—Es de Kush… Allí crece un árbol pequeño y espinoso, del que brotan preciosas gotas de resina que endurecen al contacto con el caluroso aire africano.
La mujer derramó los granos en la mano de Hashvaar y muchos cayeron al suelo. Eran translúcidos, limpios y perfectos, de un color ámbar uniforme y con un aroma dulce y penetrante.
—No te puedo pagar.
Puso la tapa de nuevo en el frasco y con la mano que quedó libre cerró la de Hashvaar quedando los granos de mirra dentro.
—Ve con Dios, Jeremías. Ya está entre nosotros.
Sin apenas desenvolver el vaso sagrado, solo retirando el paño de su abertura, lo destapó y guardó los granos de mirra en su interior.
A la salida del mercado los guardias registraban a las gentes… parecían buscar a alguien. Al ver a Balhaazar uno de ellos hizo un gesto. Acto seguido, doce soldados rodearon a los magí que por orden de Hashvaar no ofrecieron resistencia.
—¡Bienvenidos! Estáis en vuestra casa. Acercaos por favor.
El atrio se encontraba lleno de gente y el apuesto rey Herodes estaba rodeado por un grupo de hombres y mujeres que reían serviles.
—¡No sabéis las ganas que tenía de conoceros! Todo el mudo habla de vosotro dijo acercándose a los magí.
—¡Mirad! —Exclamó girándose para dirigirse a los presentes con los brazos abiertos—. Estos son los magí que vinieron de oriente a Jerusalén.
Un refinado aplauso se sumó a las sonrisas de las élites de Jerusalén que allí se encontraban.
—Decidme… dijo alzando y engolando la voz. ¿En qué puedo serviros?
Hubo unos segundos de silencio y mientras el cínico monarca mantenía los brazos abiertos, Hashvaar pronunció las siguientes palabras:
—¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle.
Oyendo esto, el rey Herodes se turbó, y todos los representantes de Jerusalén con él.
Meloshar acercó de lado su cabeza a la de Balhaazar y con una discreta sonrisa le susurro al oído: —Esto se pone interesante, amigo… quizá entregaste la espada antes de tiempo.
¡Fuera! ¡Fuera todos! ¡Ahora! Gritó fuera de sí Herodes echando a todos sus elegantes invitados. ¡Que vengan los sacerdotes, y los escribas del pueblo!
Disculpad los modales de toda esta gente —dijo dirigiéndose a los magí como excusa por su pérdida de control—. Yo les di el poder y las finas telas de sus vestidos que ahora creen merecer. No son reyes como nosotros. —dijo para sorpresa de los tres.
Los soldados —continuó mientras daba una orden con la mano— requisaron una espada de forja babilónica con empuñadura de madera y bronce… y una preciosa funda de una gladius romana… y este regalito de aquí que supongo me habéis traído como ofrenda. Imagino que hay perfume en su interior, ¿estoy equivocado? —preguntó mientras un soldado colocaba los objetos sobre la mesa que tenían enfrente.
Tú eres Balhaaz, ¡El famoso príncipe Aswaran! Cuéntame, estimado… ¿Cómo lo haces?
—¿Cómo hago el qué? —contestó Balhaaz desconfiado.
—¿Cómo controlas a tantos cientos y cientos de miles de personas? Mi reino no es ni la octava parte del tuyo y me las tengo que ingeniar. No imagino lo que sería reinar sobre ese mar de almas.
—No es fácil. En la gran meseta y sus alrededores coexisten cientos de culturas. El pueblo es una amalgama imposible… y muchas veces está enfrentado entre sí. Tratamos de cohesionarlos.
Jajajaj. No puede ser… es verdaderamente entrañable. Eres un soldado, querido Balhaaz, te falta astucia política.
Dime, señor de oriente, para qué querrías un pueblo cohesionado. Mientras se matan entre ellos su ira no apunta hacia ti. ¡Aprovecha sus conflictos! Y muéstrate ante ellos como un pacificador… como la solución a sus problemas. Mantén sus conflictos candentes y no tendrás que ponerles cadenas… ¡Serán ellos los que se arrodillen ante ti, alzando las muñecas e implorando que se las pongas!
—Han llegado los sacerdotes, majestad.
—¡Que entren! —ordenó despótico.
Cuando los sacerdotes y escribas estuvieron en el patio, Herodes se dirigió a los magí: —Adelante… decidles lo que me habéis dicho a mí.
—¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle —repitió Hashvaar ante los sacerdotes.
Nadie dijo una palabra, estaban confundidos y asustados… tenían miedo del rey. Hasta que el más joven de todos dijo lo siguiente:
—En Belén de Judea.
El atrio al completo fijó la mirada en el joven sacerdote que con un hilo de voz continuó… —Así está escrito por el profeta: Y tú, Belén, de la tierra de Judá, No eres la más pequeña entre los príncipes de Judá; Porque de ti saldrá un guiador, Que apacentará a mi pueblo Israel.
Entonces Herodes, cortando al sacerdote, preguntó: —Decidme, ¿cuándo visteis la estrella?
—La vimos y emprendimos el viaje —contestó Hashva.
—¿Pero cuándo emprendisteis el viaje? —insistió.
—Salimos hace nueve meses.
—Nueve meses… Herodes quedó pensativo y acto seguido dijo enérgico: ¡Id a Belén! Averiguad con diligencia acerca del niño; y cuando le halléis, hacédmelo saber, para que yo también vaya y le adore.
No os preocupéis por vuestras cosas, quedan a buen recaudo.
—Vámonos —susurró Hashva al grupo.
Habiendo salido, Meloshar exclamaba: —¡Tiene nuestras cosas! Hay demasiados soldados y no tenemos ni una triste espada.
—Debemos seguir, dijo Hashvaar queriendo alejarse del lugar lo antes posible. ¡No hay un segundo que perder!
Fuego
A mitad de camino entre Jerusalén y Belén, el terreno se volvía más accidentado. Un sendero serpenteante se estrechaba al atravesar un desfiladero flanqueado por altas paredes de roca caliza que amplificaban el sonido de los cascos de los camellos al pisar los guijarros que se encontraban sobre la tierra seca.
El aire, cargado de polvo, parecía inmóvil. Allí, entre las piedras y la penumbra aparecieron las sombras de unas figuras que cortaban el paso.
Antes de llegar, los magí bajaron de sus monturas y se acercaron andando, dejando atrás a los camellos.
—Aquí termina vuestra aventura —dijo una de las sombras.
—Aparta del camino —dijo Balhaazar con una voz profunda y adelantándose al resto—. ¡Retírate!
—Mira cómo vas vestido… cabalgas un animal inmundo al lado de un traidor a Partia y de una serpiente venenosa.
—Retírate, Koba —dijo Balhaazar en tono bajo pero amenazante.
—Tú ya no me das órdenes, Balhaaz. Has abandonado a tus hermanos, has traicionado al imperio y te has unido al enemigo. Tú no eres un rey… eres un desertor.
¡Prendedlo! —gritó a los soldados que desenvainaron las espadas mientras se acercaban a los magí.
—Balhaazar retiró la capa que le cubría la cabeza y dando un paso al frente, dijo a sus soldados: —Dejad paso al Rey.
Los soldados parecían congelados.
—Dejad… paso… al Rey —repitió Balhaazar dando otro paso al frente a la vez que el soldado más adelantado extendía su brazo tembloroso apuntándolo con su espada.
Empujando su cuello contra la punta de la temblorosa espada, Balhaazar repitió una vez más: —Dejad… paso… al Rey.
El soldado temblaba sabiendo que su espada rozaba el cuello del aswaran más temible de todos los tiempos. Era consciente de que si no se encontraba reducido, con los huesos rotos y su propia espada apuntando a su rostro, era porque el Rey aún no lo quería.
El temblor del brazo se hizo más y más intenso hasta que el soldado bajó su espada y se apartó a un lado dejando paso al Rey.
El resto de soldados hicieron lo mismo y los tres magí pasaron a través del grupo.
Cuando Balhaazar llegó a la altura de Koba miró sus ojos inyectados en sangre y le dijo: —Koba… siempre… siempre hay elección.
Koba se quedó inmóvil mientras los magí pasaban a su lado.
Cuando Hashvaar hubo pasado, se escuchó un grito iracundo a su espalda.
—¡No lo pienso permitiiiiir!
Hashvaar cerró los ojos haciendo una profunda respiración.
Cuando Balhaaz escuchó el grito, giró la cabeza rápidamente…
Como si el tiempo se detuviese, Balhaazar pudo ver a cámara lenta cómo una punta de acero empezó a asomar por el costado de Hashvaar que caía traspasado por la espada de Koba.
—¡Nooooooooo! —gritó Balhaazar seguido de Meloshar.
—¡Nooooooooo! —grito el niño con lágrimas en sus ojos—. Nooo abuelo, nooooo.
¡Hashvaaaaaaar! —clamaron los dos magí arodillándose para abrazar al chico que cayó al suelo.
Balhaaz sostenía al chico, llevando su cabeza a su pecho.
—Malditoooo —murmuró levantándose—. Malditooooooooo —gritó avanzando violentamente hacia Koba.
—¡Balhaaz, no! Dijo Hashvaar con un hilo de voz.
Koba, retrocediendo, lanzó un revés a la altura del rostro de Balhaaz con su espada ensangrentada que Balhaaz esquivó milimetricamente sin perder un ápice de la inercia que le dirigía sobre el cuerpo de su enemigo que dando otro paso atrás dibujó un nuevo golpe oblicuo que Balhaaz esquivó por segunda vez proyectando su hombro derecho al frente enrollando ligeramente su cuerpo que tras superar la espada desenrolló violentamente desde la cadera, hombro, brazo y mano, soltando un brutal latigazo con el lateral del puño cerca de la sien de Koba que cayó redondo hacia un lado mientras la espada caía al lado opuesto.
—¡Balhaaaaz, noooo! —Repitió Hashvaar intentado alzar la voz.
Koba se arrastraba queriendo recuperarse del brutal golpe mientras Balhaaz andaba lentamente hacia la espada que recogió de entre las piedras.
Koba intentaba ponerse en pie, pero solo pudo poner las rodillas en el suelo, cayendo el peso de su cuerpo sobre sus pies.
Balhaaz, lleno de ira, acercó la espada al rostro de Koba que permanecía humillado en la tierra… el Príncipe Aswaran levantó la espada al cielo de Jerusalén.
¡Balhazaaaaaaaaarr, noooooooooo! —Gritó Hashvaar uniendo sus fuerzas a las del cielo, dejando su voz resonando por el desfiladero.
En ese instante, la ira en los ojos de Balhaazar dejó paso a las lágrimas. Poco a poco bajó el brazo y finalmente dejó caer la espada.
—Apresadlo y llevadlo a Ctesifonte —dijo a sus soldados.
—Hashva… tranquilo, ya hemos pasado por esto antes, te llevaré al médico.
—No hay tiempo que perder Balhaazar… el niño ha nacido ya. Como te dije… si permanecemos juntos, llegaremos.
Mientras los soldados se llevaban a Koba los tres se abrazaban entre lágrimas. No existía trono, palacio o corona que pudiera separar a los tres magí cuyo único deseo era permanecer juntos en el camino.
Se hizo la noche y los tres avanzaban… juntos. Hashvaar estaba en medio, pasando sus brazos sobre los hombros de Meloshar y Balhaazar que lo llevaban en volandas.
—Escuchad… —dijo Hasvaar…
Los dos magí callaban.
—¿No los oís?
No oimos nada, Hashvaar.
—Shhhh, escuchad bien… los ángeles cantando están… —dijo el chico dulcemente.
Meloshar y Balhaazar pusieron atención…
—No puede ser… lo oigo… los escucho, Hashvaar… son voces, son miles ¡son millones de voces!
—Son ángeles —dijo Hashvaar— le cantan a Él.
—¡También hablan de nosotros! —exclamó Melosh.
—Son las voces, trascendiendo el espacio y el tiempo, de todos aquellos que se reúnen en famila a cantar frente al portal.
—Abuelo… ¿Eso significa que también nos escuchan a nosotros?
—Es exactamente eso lo que significa. Nunca dejemos de reunirnos para cantarle al niño, porque nuestras voces llegarán, como decía Hashvaar, trascendiendo el tiempo y el espacio, hasta el mismo portal de Belén. Una oración con fe, jamás cae en saco roto, hijo mío
—Pero no quiero que Hashvaar se muera… no es justo.
—¿Recuerdas sus palabras? A nosotros nos gustaría que las cosas sucedieran como nosotros queremos… pero Hashvaar solo quería seguir el plan de Dios.
—Este es el lugar, sentadme aquí. Dijo Hashvaar incapaz de dar un paso más.
Seguid el sendero, la puerta de fuego está cerca.
—Hashva… al final las cosas no han salido bien. No llegaremos juntos y no tenemos el incienso —se lamentaba Balhazaar.
—Cuando tengas dudas… sigue el Camino Recto…
—Que siempre es el camino de Dios… —terminó Balhaazar la frase de Hashvaar recordando la conversación que tuvieron el último día que pasaron juntos en Ctesifonte.
—Sonriendo, Hashvaar se llevó la mano al pecho y metiéndola dentro de la túnica sacó el paño rojo que guardaba el vaso de oro.
—¡Lo cogiste! —dijo Balhaazar devolviéndole la sonrisa sin parar de llorar.
Deberías ser tú… solo tú mereces entrar.
—Aayyy amigo mío —decía sin dejar de sonreír— ¿qué mérito tengo yo que veo? Más mérito tienes tú que sin ver has llegado hasta aquí. No has necesitado ver al niño para dejar que Él te salve. Grande es tu fe, santo Balhaazar, por eso tus pecados… han sido perdonados.
Balhaazar no podía dejar de llorar.
—Ahora… me gustaría empezar de nuevo, Hashvaar, empezar mi vida de nuevo y no haber hecho muchas cosas.
—Balhaazar... Él… hace… todas las cosas nuevas.
y habiendo dicho eso, siguió:
—El día de la expiación, el día del Yom Kipur, ha llegado —susurró acercando el vaso de oro a Balhaazar.
Cuando Balhaazar sujetó el vaso en su mano… el chico murió.
—Noooo, abuelo, noooo.
Todo era como el chico había dicho —siguió narrando el abuelo:
El camino serpenteaba entre las colinas agrestes, iluminado suavemente por un cielo rebosante de estrellas. El aire estaba impregnado por el tenue aroma de leña mezclado con las campanas sobre campanas distantes de un rebaño. La senda, angosta y pedregosa, se abrió paso entre pequeños matorrales resecos hasta que asomó el brillo de una luz cálida que brotaba de una abertura en la roca. La puerta de madera tosca, desgastada por el tiempo, resplandecía por un fulgor divino que se filtraba por las grietas.
En la entrada encontraron un cubo de bronce con agua donde los magí se lavaron las manos y entre lágrimas, los dos se fundieron en un abrazo.
¿Y qué pasó? ¿Entraron por la puerta de fuego? Dime, abuelo, por favor.
Todo sucedió tal y como Dios quería, gracias a la obediencia de sus hijos, en los que él se complacía.
Antes de entrar en el lugar santo; el sacrificio de un cordero puro expió los pecados del rey Balhazaar y los del pueblo.
—Hashvaar es el cordero ¿verdad abuelo?
—Sí —respondió el abuelo dejando escapar una lágrima.
—Por eso la señora ciega le llamó corderito ¿verdad? Por eso no quería empuñar un arma… porque debía mantenerse puro como un corderito blanco ¿verdad, abuelo?
—Así es, hijo mío —respondió limpiándose las mejillas.
—Y también, antes de entrar en el lugar santo —siguió relatando— se lavaron las manos en el mar de bronce.
—Como hacía el sacerdote en el atrio del templo, antes de entrar en el lugar santo… —decía el niño que vivía el relato como una revelación.
Balhaaz abrió la puerta y dio un paso para cruzar el umbral… Dentro, un hombre se levantó como un resorte.
— No puede ser… has venido.
Balhaazar no pudo articular palabra.
Habéis venido, repitió el hombre.
—Soy… yo soy…
—Eres Balhaaz… hijo de Kaváan, Rey de los partos… Balhazaar.
—¿Cómo?... ¿Cómo sabes…?
—Ella me dijo que vendrías.
Balhaaz cumplió con la voluntad de Dios, que recibió de la palabra de Hashvaar, ofreciendo a José el regalo: un vaso de oro que contenía incienso y mirra… y en la tapa quemó la mezcla santísima de la nueva alianza y el humo subió como una oración.
Cumplido esto, José señaló con el brazo una estancia cuya entrada había cerrado con una tela de cenefas hebreas.
—Yo te esperaré aquí, querido amigo —dijo Meloshar—. Adelante.
Y sin poder contener la emoción, rebosante de espíritu, Balhaazar, como hacía el Sumo Sacerdote el día del Yom Kipur, traspasó el velo y entró en el Sancta Sanctorum donde encontró el Arca de la Alianza; una joven que entre sus brazos, como alas de serafines, guardaba un fuego resplandeciente… que era el niño… que era Dios.
La Madre destapó el rostro del niño y Balhaazar… el santo Balhazaar… se arrodilló.
Levantando el rostro, entre lágrimas, miró al niño.
Y el niño miró a Balhazaar a los ojos… y Jesús le sonrió.
—Abuelo… —dijo el niño limpiándose una lágrima que le caía por la mejilla.
—Dime, hijo.
—Ya sé lo que guarda el cofre… y ya sé lo que significa. No necesito verlo para saber que es cierto.
El niño sacó de entre las tiras de periódico la figurita del Rey Baltasar arrodillado. Lo miró con cariño y con mucho cuidado lo posó delante del niño Jesús.