Relatos
Existe una suerte de pereza, de pesimismo intelectual que sitúa a muchos de nuestros referentes en una actitud casi muda, que no comparto. Y vuelvo a reclamar esa “generación silenciosa del 25”

Una imagen de la comisión de investigación sobre la dana en Les Corts Valencianes.
Soy de los que aprecio la existencia del “relator” en seminarios, simposia u otros eventos científicos. Y suelo escoger con atención la persona -habitualmente un profesor- que deba jugar ese papel en aquellos en los que, modestamente, soy responsable. Porque es curioso que en los tiempos de aparente total transparencia -screaming, grabaciones archivadas, transcripciones completas inmediatas y tantas otras herramientas de verificación de los hechos- y tal vez de sobreabundancia informativa, o de sobreactuación comunicativa, sea necesario un cribado que condense lo esencial o lo común y distinga entre coincidencias y discrepancias, al objeto de resultar fidedigno y no partidista. No es fácil la figura del relator.
Coincide -o coincido yo, mejor- la RAE cuando para el sustantivo “relato” en su primera acepción incluye el calificativo detallado al conocimiento de un hecho. La segunda, más literaria, deja abierta a la imaginación la narración de algo. Contar relatos. “Vamos a contar mentiras” rezaba la canción infantil. El diccionario, siempre atento a la evolución de esta lengua que ya hablamos cerca de 650 millones de criaturas, incorporó (no he averiguado cuándo) la acepción actual, tan cansina, dirigida por la prevalencia de lo ideológico.
Sea como fuere, pareciera que el relato se ha impuesto al discurso. Y hasta en el terreno de lo científico y lo económico, interfiere en la recepción del mensaje, hasta pervertirlo en ocasiones. El discurso, sustantivo del que abusábamos en mi juventud para imbuir de razón la expresión social del pensamiento, como el verbo discurrir -del latino discurrere- cobra razón de ser cuando se pronuncia en acto público. Y es de justicia admitir que suelen ser de excelencia en el ámbito disciplinar. En el académico y en el de las instituciones culturales y científicas. públicas o privadas.
Pero no tanto, o casi nada, en el ruedo político. Esta vez ninguna de las seis acepciones que maneja nuestra Real Academia (recientemente sometida, por cierto, al azote del relato) se compadece con la realidad parlamentaria. Ni a la primera y más evidente que es la de tener una idea propia, un plan factible, hasta la de observar cómo fluye ahora, cómo se comporta después. Aparentemente interesa más el efecto mediático inmediato, la instantánea a difundir enseguida en las redes sociales. A tantos epígonos de Ibsen que atribuía a la acción más que a las palabras, se suma la más anónima de que “una imagen vale más que mil palabras”. Y en ello parecen ejercitarse nuestros líderes políticos. Cuando no en intercambiar mensajes zafios en las redes.
En el triste aniversario que estamos pasando, sin que consigamos -quizás no lo pretendemos todavía- salir del duelo, toda energía que se pierde, toda acción que se desvanece, fruto del desacuerdo político, es un retardador de la reconstrucción y un encarecimiento de su factura económica. Cada imprevisión constatada que permanece sin corrección, mientras se insiste exclusivamente en la búsqueda de culpables, hace que el riesgo persista y el futuro más incierto. Lo explicó con magisterio la profesora de la UV María José Estrela en la apertura de curso de la UNED ayer mismo. El discurso científico arroja un cuerpo de coincidencias que superan en mucho las discrepancias que, al tiempo y como siempre, lo enriquecen.
El relato, por efímero y cambiante es finalmente incapaz en sí mismo. Su repetición sistemática lo lleva a la condición de mantra, de slogan o consigna vacía, que se oye sin escuchar
Pero hay, vuelvo a decirlo, una suerte de pereza, de pesimismo intelectual que sitúa a muchos de nuestros referentes en una actitud casi muda, que no comparto. Y vuelvo a reclamar esa “generación silenciosa del 25”.
El relato, por efímero y cambiante es finalmente incapaz en sí mismo. Su repetición sistemática lo lleva a la condición de mantra, de slogan o consigna vacía, que se oye sin escuchar. Y a menudo, tirando de hemeroteca, y aunque de poco sirva ese mantra acaba persiguiéndolo.
El relato del culpable único de la dana, incapaz en sí mismo, merece un discurso creativo, riguroso y dispuesto para su ejecución como mejor respuesta.