DERECHO A LA PROTESTA
Cinco años del confinamiento
Hubo tanta imprevisión, tan mala información y tanto desastre en general que ahora me sorprende que el foco se ponga en las residencias de mayores de la Comunidad de Madrid, como si no hubiera habido muertos por toda España.

Una mujer camina por un calle en el 16 dia de confinamiento .
Y cómo pasa el tiempo, que de pronto son años, como diría Silvio Rodríguez. Es cierto. Se nos ha pasado el tiempo, tras el duro y complejo confinamiento de la pandemia de COVID-19, en un suspiro. Son ya cinco años los que han transcurrido desde que fuera decretado el estado de alarma, con el consecuente encierro de la población en España y las calles desérticas. La pandemia fue una situación ciertamente insólita, que igual que vino se marchó, dejando un reguero de fallecidos a su paso. Las terribles imágenes del Palacio de Hielo y otros enclaves, con los féretros apiñados, nos traspasaron el corazón y no los podremos olvidar. Hubo miles de personas que fallecieron solas, sin que sus familiares las pudieran despedir como se merecían, como José, nuestro amigo el médico aficionado al baile, que cayó en las primeras semanas. La OMS ha contabilizado más de 776 millones de casos confirmados de COVID-19 y más de 7 millones de muertes, en 234 países diferentes. En España, el 95% de los fallecidos tenía más de 70 años. Hay quien dice que, si en vez de ser con la población adulta con quien se cebó el virus hubiera sido con los niños, esto habría sido aún mucho más duro y esperpéntico de lo que fue, que ya es decir.
El virus nos pilló por sorpresa, a pesar de que se supiera ya que podríamos tener una pandemia mundial en cualquier momento. Fuimos ingenuos y no se tomaron las medidas necesarias con la debida antelación. En Italia estaban con la alerta roja sanitaria y, mientras, el portavoz del Gobierno, Fernando Simón, se sacó de la manga que aquí tendríamos dos o tres casos nada más, como tantas otras cosas dichas por no callar en su momento, pero no tuvo ninguna consecuencia que se equivocara en tantos miles de muertos. A pesar de los múltiples errores cometidos, el epidemiólogo siguió dándonos sus macabros informes cada día sin despeinarse, durante las catorce semanas que duró el encierro. Hubo tanta imprevisión, tan mala información y tanto desastre en general que ahora me sorprende que el foco se ponga en las residencias de mayores de la Comunidad de Madrid, como si no hubiera habido muertos por toda España. Por desgracia no se ha revisado lo que ocurrió con ojo crítico y ánimo constructivo, a fin de prever una situación semejante si volviera a darse, sino únicamente como modo de arrojarse culpas entre unos partidos y otros.
¿Cómo demonios pudimos admitir como lo más normal que se pudiera pasear a los perros y en cambio no a los más pequeños?
Ahora dicen que nuestro Gobierno de entonces -que, recordemos, era el mismo de ahora, con Sánchez a la cabeza- sabía desde enero de 2020 el peligro del COVID, pero que lo ignoró hasta el 8 de marzo. Recordemos que hasta que no se declaró el estado de alarma siguieron manteniéndose las comunicaciones por vía aérea, incluso con China, y que siguió habiendo, aparte de vuelos, partidos de fútbol, manifestaciones y otros encuentros multitudinarios, como si no pasara nada. Nosotros somos más de improvisar que de planificar, y así nos lució el pelo. No había mascarillas, ni equipos de protección individual, ni medicamentos, ni material suficiente para afrontar la que se nos venía encima.
Con el tema de las vacunas tuvimos que tomar una seria decisión, y por ello unos se las pusieron y otros no. Yo me puse la que me mandaron y, después, como recuerdo me pusieron sólo media dosis -menos mal- de otra marca la víspera de Nochebuena, que casi me manda para el otro barrio: un fiebrón que para qué y no pude ir a cenar con mi familia. Así que en este asunto controvertido no se sabe qué fue mejor y qué peor. La mayor parte de los que entienden del tema epidemiológico dicen que la inmunidad ante el virus se consiguió gracias a las vacunas, y no me atrevo a discutirlo. Ciertamente muchos de los que nos vacunamos lo hicimos con un poco de susto en el cuerpo, y no era para menos, porque también en este tema improvisamos de lo lindo.
Lo peor de la pandemia fue el miedo a la socialización que se instaló en nuestro interior. De hecho, hay estadísticas que dicen que ahora no nos relacionamos tanto como antes de la pandemia, ni con la familia ni con los amigos. Por otra parte, gracias al COVID aprendimos que se podía teletrabajar, pero, aunque haya gente encantada con ello, para la mayoría de los trabajadores lo ideal es tener un sistema híbrido entre presencial y en remoto, según los días de la semana.
Otra de las cuestiones que más nos empezó a preocupar a causa del coronavirus fue la salud mental. Nos dimos cuenta de lo complicada que es la vida sin compartirla con otros, y el aislamiento que sufrimos con el confinamiento le pasó factura a más de uno, especialmente a los más débiles, los ancianos y los niños -¿cómo demonios pudimos admitir como lo más normal que se pudiera pasear a los perros y en cambio no a los más pequeños?-. Muchos niños aprendieron a esconderse tras la mascarilla y luego les daba miedo quitársela. Una de las ventajas de la mascarilla era que los feos disimulaban, que todo tiene su enfoque positivo.
Si algo deberíamos haber aprendido de esta experiencia, que a ratos nos aportó momentos de felicidad a muchos de nosotros -por extraño que pareciera-, es a mantener la higiene y las distancias con otros cuando hay síntomas de enfermedad, para evitar los contagios. Aunque hay gente que sigue metiéndose en el autobús lleno de gente con el moco colgando. Y espero que contemos con reservas de material y medios suficientes por si sobreviniera otra pandemia de nuevo, aunque sinceramente no doy un euro por ello.