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TRIBUNA DE OPINIÓN 

El Silencio de los "Nuevos Progres"

Feminismo de puertas afuera y complicidad de puertas adentro. Margarita Santana analiza el reciente escándalo de Iñigo Errejón y las incongruencias de la izquierda moralista.

Iñigo Errejón

Iñigo Errejón

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Margarita Santana, Santana Abogados

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La reciente renuncia de Íñigo Errejón, figura destacada de Unidas Podemos y Más Madrid, ha reabierto un debate esencial en la política española. Más allá de lo que el gesto implica para su carrera, la noticia ha expuesto la hipocresía en torno a un tema que trasciende ideologías: la tolerancia y el encubrimiento de abusos y conductas machistas, incluso por aquellos que han construido su discurso en la defensa de la igualdad y el feminismo. 

A lo largo de la última década, el progresismo español ha erigido un pedestal moral, desde el cual no solo se posiciona como paladín de los derechos de las mujeres, sino que utiliza su altavoz para señalar, juzgar y condenar a los que piensan diferente. Sin embargo, este caso nos recuerda que el machismo y el abuso no entienden de colores políticos, y que todos los sectores son susceptibles de caer en la complicidad y la doble moral.

El progresismo contemporáneo ha sido muy efectivo en apropiarse de la agenda feminista, volviendo a los abusos sexuales y las injusticias de género un tema de conversación pública e incluso de errada y defectuosa legislación provocando la salida de agresores sexuales a la calle. Cada ley y campaña lanzada desde el discurso de la igualdad ha tenido el propósito de dar visibilidad a las víctimas y empoderar a las mujeres. No obstante, cuando las acusaciones de comportamientos reprochables han recaído sobre uno de sus propios líderes, las reacciones han sido, en el mejor de los casos, tibias.

Se puede percibir un evidente conflicto entre el deber ético y la conveniencia política, un conflicto que algunos prefieren resolver mirando hacia otro lado, esperando que la controversia se diluya sin tener que asumir la responsabilidad de aplicar los mismos estándares morales que exigen a los demás.

Esta inconsistencia muestra una cara sombría del feminismo institucionalizado, que a menudo parece convertirse en una herramienta de conveniencia política más que en un compromiso auténtico con la causa. El problema no radica en el feminismo como movimiento, sino en aquellos que lo han utilizado como arma para ganar adeptos, mientras dejan de lado sus principios cuando los hechos se vuelven incómodos. Un feminismo de fachada, con discursos y propuestas que llenan titulares, pero que a la hora de la verdad, revela una falta de voluntad para erradicar las conductas que critica.

La protección de aquellos dentro del partido que han sido acusados de comportamientos inapropiados es un claro reflejo de la ambigüedad moral que muchos políticos practican sin rubor alguno. No es solo una cuestión de omisión, sino de un encubrimiento calculado. 

En una declaración pública, cualquier abuso sexual es considerado una expresión de la violencia patriarcal; en privado, algunos prefieren hablar de “errores personales” o de “momentos desafortunados” de aquellos miembros que han caído en estas conductas, como si el valor de la víctima fuera relativo a las conveniencias del partido. Y aquí radica la doble moral: se exige una limpieza ética implacable en los partidos rivales mientras se ofrece indulgencia y comprensión a los aliados.

Las consecuencias de estas actitudes son profundas y devastadoras. Cada vez que un abuso es ignorado o relativizado dentro de un partido político, se envía un mensaje poderoso: que la protección de la imagen y la agenda política es más importante que la protección de las personas. Esto no solo afecta a las víctimas, que se sienten desamparadas y sin voz, sino que también desacredita al feminismo mismo, haciéndolo parecer como una simple herramienta de marketing en lugar de un compromiso ético.

Este encubrimiento sistemático, practicado por quienes han hecho del feminismo una plataforma de promoción personal y partidaria, tiene una consecuencia adicional: profundiza el escepticismo de la sociedad hacia los políticos y sus causas. Cuando aquellos que deberían liderar con el ejemplo caen en la complicidad y la hipocresía, el desencanto y la desconfianza crecen, debilitando el impacto de políticas que realmente podrían marcar una diferencia.

No podemos ignorar que la política es un espacio de poder, y que donde hay poder, el abuso suele infiltrarse de manera sutil o descarada. Pero lo realmente preocupante es cómo se maneja esa realidad desde cada sector. Los “nuevos progres” han cometido el error de creerse inmunes a los vicios que tanto critican en sus oponentes. Al enarbolar una moralidad superior, han creado un imaginario donde ellos representan un ideal inmaculado de igualdad y respeto, y en esa construcción narrativa han fallado, porque, ante las acusaciones, la respuesta ha sido mirar para otro lado, no tomar medidas y esperar a que la marea política pase.

Quizás sea hora de admitir que el abuso y la depravación no son privilegio de una ideología específica. La condición humana es compleja y muchas veces contradictoria, y los políticos, como seres humanos, no son una excepción. Pero el problema es que aquellos que pretenden liderar una causa social tan importante como el feminismo deben, al menos, esforzarse por mantener la coherencia entre sus palabras y sus actos. Si no, se convierten en los primeros traidores de su propio discurso.

El feminismo y la lucha contra el abuso merecen ser defendidos con integridad y sin excusas. La verdadera lucha por la igualdad requiere valentía, especialmente cuando supone señalar y juzgar a los propios aliados. Nada hay más machista ni más hipócrita que hacer alarde de feminismo mientras se calla ante el abuso. Al fin y al cabo, "dime de qué presumes, y te diré de qué careces."

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