La dimisión del populista británico da una lección de política a España: fueron sus diputados quienes la impulsaron, a diferencia del seguidismo del PSOE con Sánchez.
La dañina etapa de Boris Johnson al frente del Reino Unido llega a su fin, pero por fascículos: ayer dimitió como líder de los conservadores, pero seguirá como presidente hasta que su partido nombre un sucesor, demorando su dimisión definitiva hasta otoño y prolongando la crisis de su país.
Nadie ha hecho tanto daño al proyecto de Europa como este dirigente frívolo que, con una campaña plagada de mentiras y demagogia, arrastró al Reino Unido a una salida traumática de la Unión Europea cuyos efectos perjudiciales durarán lustros.
Su nacionalismo inglés, con un discurso similar al del “España nos roba” del independentismo catalán e igual de falso que él, arrastró al Reino Unido a un Brexit unilateral que unido a la crisis económica y a la guerra en Ucrania ha colocado a la Unión Europea en su momento más difícil desde su fundación.
Los conservadores británicos, primero con Cameron y luego con Johnson, abrieron espitas nacionalistas peligrosas que de algún modo explica el auge de esa ideología excluyente en toda Europa y han ayudado a medrar a opciones populistas contrarias en Bruselas.
El bochorno de sus fiestas ilegales en Downing Street en pleno confinamiento es el corolario de una carrera llena de escándalos, nepotismo y mentiras que ofrece un contrapunto ejemplar de la democracia británica: han sido sus propios compañeros, diputados o ministros, quienes le han enseñado la puerta de salida.
La comparación con España es elocuente: nadie en el PSOE, por ejemplo, se ha atrevido a discutirle a Pedro Sánchez su política de pactos con Podemos; sus alianzas con Bildu hasta en temas tan sensibles como la Ley de Memoria Democrática o los indultos concedidos a Junqueras y otros ocho condenados separatistas para lograr el respaldo de ERC.