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Villaviciosa se escribe a sí misma

Hay lugares que se escriben solos. Villaviciosa de Odón es uno de ellos. Un relato de calles, memoria y gente buena que hace del pueblo una historia viva.

Castillo de Villaviciosa de Odón

Castillo de Villaviciosa de Odón

Antonio Martín Beaumont

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Al atardecer, cuando el sol se vuelve miel y las sombras alargan las fachadas, Villaviciosa de Odón baja la voz y se escucha.

No hace falta pregonero para que empiece el relato; basta con el roce de las hojas en la calle Ignacio Roldán —antes conocida como la de los Enamorados, donde las parejas se escondían gracias al poco tránsito y la escasa luz—, o con el golpe de una puerta antigua que se abre como quien pasa página en la calle Mayor.

El pueblo, entonces, se cuenta a sí mismo. No con titulares, sino con frases medias, con silencios, con esa gramática de los gestos que solo manejan los lugares vividos.

En la plaza del Parador hay un banco —cualquiera— donde los mayores se sientan a la misma hora desde hace años a echar unas cartas.

Hablan sin prisa, con esa manera de contar que se mide en respiraciones

Cuando eran niños llegaban allí tras sus clases en el cercano colegio Alcalá para jugar a las bolas o al escondite. Nadie les ha puesto medallas, pero son la biblioteca municipal de las anécdotas.

Ellos recuerdan “El Baile” en la plaza de la Constitución, aquel salón al que acudía la gente de Villa hace más de medio siglo; los veranos cuando el calor obligaba a sacar las sillas a la calle; los primeros que llegaron a las urbanizaciones con la ilusión empaquetada en hipotecas largas.

Torre de Villaviciosa de Odón

Torre de Villaviciosa de Odón

“Antes, Villa…” Y ya está: otra vez empieza el libro.

Más arriba, una chimenea deja escapar olor a leña quemada. En Carretas, que de día es río y de noche hoguera de vanidades, alguien remata una historia que empezó en el café y se volvió sobremesa.

Las voces se entrelazan como guitarras en afinación: Eugenio Martín, Manuel Festa o Isaac Sánchez, que han visto crecer a medio pueblo, deleitan con su sabia forma de entender la vida desde su atalaya de experiencia; las mujeres del taller artesano Los Rosales cosen casullas para sacerdotes del mundo entero casi en secreto.

Nadie firma nada y, sin embargo, las palabras quedan.

A veces el relato se escribe —negro sobre blanco— y toma cuerpo de revista.

“Acua” llega a los buzones con el tacto amable de los manjares que prepara Juan Carlos García de Polavieja: páginas que huelen a tinta culta y tiempo bien empleado. Por desgracia, hace unos años cerró la otra gran revista de la ciudad, “La Prensa de Villa”, que tan magníficamente dirigía Alfonso Villanueva.

Los Rosales, Villaviciosa de Odón

Los Rosales, Villaviciosa de Odón

Pero para saber bien lo que ocurre en Villaviciosa de Odón, lo más seguro es acudir a la biblioteca que guarda, con mimo y sabiduría, José María López-Polín en la casa familiar de “la cuesta”.

Su hermana, María Elena, es —lo afirmo con rotundidad— la persona que más enseña sobre la gente de Villa.

Dicen que para recordar hay que nombrar. Por eso Inés Arenas, archivera municipal, camina despacio junto a la puerta del Castillo y, al tocar sus piedras, parece que leyera en voz baja.

Tiene esa serenidad que vuelve claras las fechas y humanos los reyes. Uno se descubre andando a su paso y escuchando cómo las cosas encajan: la historia no como archivo, sino como casa habitada.

Con ella, Villa aprende a respetarse, a no contarse como postal, sino como novela con capítulos buenos y días regulares.

No todo se cuenta con palabras. También hay quien narra con luz

Las cámaras de Fernando Barbolla o María Sánchez Uceda levantan el alba sobre la fuente caliza del Portalón y guardan el minuto en que el agua cambia de color o las luces de los cohetes rasgan la noche festiva.

Los pinceles de Beatriz Díaz Horcajo dibujan desde su elogiado “Espacio Creativo” perfiles que llenan de orgullo a su pueblo.

El arte —sea foto o pintura— tiene esa virtud: poner música al silencio.

Música tan preciosa como la de nuestro vecino Mario Prisuelos, pianista de fama mundial, que cuando se le pregunta si pudiera ser otra persona responde que querría ser pintor, como Rembrandt o Picasso.

Fuente caliza del portalón Villaviciosa de Odón

Fuente caliza del portalón Villaviciosa de Odón

El otoño templa el ánimo

En El Forestal huele a hoja nueva y se oye el estruendo leve de la caída. Caminas y parece que fueran las páginas de un libro las que se desprenden a tu paso.

Alguien te señala los cedros del Himalaya o un claro entre los olmos que dibuja el sosiego. Te cuentan que de niño iban allí a esconderse después de clase, que aprendieron a andar en bici por esos caminos de tierra.

No exageran: están fijando la memoria en el mapa para que no se pierda el rastro.

Hay historias llenas de naturalidad que sostienen el pueblo como vigas invisibles. Maribel y Germán te invitan generosamente a sentarte en la charla que animan cada día junto a otros amigos en Corchos.

Mónica, de Levaduramadre, te fía el pan porque “aquí nos conocemos”.

La tertulia de “sombreros ilustres” en el Bar Carretas brilla con la figura de Francisco Roldán.

Las fuentes de Villaviciosa de Odón

Las fuentes de Villaviciosa de Odón

Las elegantes maneras del maestro banderillero Juan Bellido González, historia viva del toreo, hijo del mozo de espadas de José Cubero “El Yiyo” y padre del torero Juan Bellido “Chocolate”.

O la naturalidad del exfutbolista y capitán del Leganés Martín Mantovani. La mirada recia a los ojos del mejor fotógrafo militar del país, Pepe Diaz. Las formas educadas del magistrado del Tribunal Supremo Eduardo de Porres. Y faltaría espacio para elogiar la gimnasta empatía del polifacético artista Mariano Aguirre con su Troupe del Cretino.

Ninguna de esas vidas importantes de Villa pide foco, pero si faltaran sabríamos que se ha roto algo más que una costumbre.

Cuadro de la Casa de Godoy de Beatriz Díaz  Horcajo.

Cuadro de la Casa de Godoy de Beatriz Díaz Horcajo.

Ellos son, sin saberlo, los renglones de la letra pequeña donde se guarda el contrato con la felicidad.

Si uno se queda de noche, con el pueblo ya recogido y las luces prendidas como luciérnagas ordenadas, oye todavía un eco.

Son los pasos tardíos de quien vuelve a casa por la calle de las Yedras, el murmullo de una conversación que no quiso terminar, el chasquido de una persiana que baja con sueño.

Ese rumor mínimo —apenas un hilo— es la voz de Villaviciosa diciendo: aquí estoy, sigo estando, mañana seguimos.

Villa no se escribe con tinta, sino con voz

La cuentan los que saben, la entonan los que recuerdan, la sostienen los que trabajan, la iluminan los que miran.

Y cada vez que alguien la nombra —en la plaza, en la barra o en una página—, Villaviciosa empieza de nuevo su historia, como si fuera la primera vez.

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