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Vito Quiles pone a prueba a Grande-Marlaska ante lo gravísimo que está por venir

El conocido periodista tiene programados varios actos en Madrid y, tras las experiencias anteriores, no se fía del Ministerio del Interior y teme por su integridad y la de sus seguidores

Vito Quiles, en Sevilla.

Vito Quiles, en Sevilla.Europa Press

David Lozano
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Las imágenes vividas en los campus de Navarra, Alicante y otras universidades españolas en los últimos días vuelven a poner sobre la mesa un problema tan antiguo como inquietante: la violencia política disfrazada de antifascismo. Lo que empezó como la convocatoria de una charla universitaria del periodista Vito Quiles ha terminado convirtiéndose en un símbolo de la intolerancia que anida en ciertos sectores de la izquierda radical.

Quiles, conocido por su estilo directo y por formular preguntas incómodas a los políticos, denunciaba que “la izquierda radical está acudiendo a la violencia para silenciar voces disidentes”. Lo cierto es que los hechos le dan la razón: cientos de encapuchados irrumpieron el pasado jueves en los alrededores de la Universidad de Navarra, impidiendo la celebración de su conferencia.

Hubo amenazas, insultos y agresiones a quienes simplemente querían escuchar a Quiles. Un periodista de El Español fue golpeado brutalmente —a pedradas y patadas en el suelo— por intentar cubrir los incidentes.

La policía, según los testimonios recabados, admitió que no podía garantizar la seguridad ante el número y la agresividad de los radicales.

No hablamos de un episodio aislado. En las últimas semanas, varios campus han sido escenario de boicots coordinados contra conferencias, seminarios o coloquios donde el invitado no comulgaba con la ortodoxia ideológica de los autodenominados “antifascistas”.

Y sin embargo, lo paradójico es que los únicos comportamientos fascistas son precisamente los suyos: los que pretenden decidir quién puede hablar, qué se puede decir y quién debe callar.

Mientras tanto, las autoridades universitarias parecen instalarse en una peligrosa ambigüedad. La mayoría evita condenas firmes y se refugia en comunicados neutros sobre la “necesidad de preservar la convivencia”, cuando lo que ha sucedido es un ataque directo a la libertad de expresión.

El propio Quiles lo resumía con crudeza: “La universidad tuvo que suspender toda actividad para evitar incidentes violentos. Los radicales campaban a sus anchas”.

Silencio político y complicidad ideológica

Aún más preocupante ha sido el silencio de buena parte de la clase política. Algunos dirigentes de Podemos y del entorno de Sumar, lejos de condenar los hechos, han jaleado en redes la actuación de los radicales, legitimando implícitamente la violencia “contra los fachas”.

Entre ellos, nombres como Irene Montero, que ha aplaudido públicamente la “resistencia universitaria”, sin reparar en que lo que se ha producido es un acto de coacción y censura.

En un contexto así, voces como la de Quiles —que ha impulsado junto a HazteOír una petición ciudadana para exigir al Ministerio del Interior de Fernando Grande-Marlaska garantías de seguridad en sus próximos actos en Madrid— resuenan con fuerza simbólica. No se trata solo de su caso personal, sino del derecho de cualquier ciudadano a expresar una opinión sin miedo a ser agredido o linchado.

El fondo del problema es claro: España está perdiendo el respeto por el disenso. En los campus, donde debería florecer el debate, se impone el dogma.

Y lo que resulta más inquietante: el miedo empieza a calar. Profesores, alumnos y conferenciantes evitan determinados temas o renuncian a participar por temor a represalias.

La escena recuerda a las épocas más oscuras del sectarismo ideológico: los autodenominados “antifascistas” que actúan como censores, que deciden qué pensamiento puede circular y cuál debe ser anulado.

Mientras tanto, la libertad de expresión —ese principio básico sobre el que se construye cualquier democracia— se convierte en un valor negociable.

La paradoja de la intolerancia

Los episodios de Navarra y Alicante no son simples anécdotas. Son síntomas de una deriva preocupante, de una izquierda que confunde discrepancia con enemigo, y que ha terminado convirtiendo el antifascismo en una coartada para ejercer la violencia política.

Nada hay más autoritario que quien, en nombre de la libertad, impone el silencio por la fuerza.

Y si el Estado —y el propio Ministerio del Interior— no garantizan el derecho a hablar sin miedo, la democracia española corre el riesgo de acostumbrarse a algo inadmisible: que los violentos decidan quién tiene derecho a expresarse.

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