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La puerta de fuego | Capítulo 2: El camino recto

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Onvre Deconstruido

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Balhaaz andaba decidido por el camino más corto hacia la sala del consejo. Dos pasos por detrás le seguía Hashva.

—Si este palacio te impresiona… espera a entrar al de Ctesifonte. —Hashva, mirando al suelo, esbozó una sonrisa.

En la sala esperaban en pie varias personas. Una destacaba por encima del resto; Koba era un general respetado y temido por igual. En sus ojos se podían leer las cientos de batallas en las que había curtido su cuerpo… y su rostro, desfigurado por las cicatrices. Koba sangró por el rey Kaváan antes de sangrar por Balhaaz. Moriría por él si Partia lo requiriera.

De niño, los romanos se lo arrebataron todo, desde entonces su vida quedó consagrada a servir a la pesadilla de Roma.

El general se encontraba cada vez más desconcertado por la actitud de Balhaaz; antaño príncipe guerrero, hoy Rey exiliado en Nisa, lejos de Roma y del resto de los enemigos del imperio. Y de algún modo sabía que aquel Magí, que hoy lo acompañaba, era el culpable de ello.

A su entrada todos se inclinaron sin decir una palabra.

—¡Nos vamos! Volvemos a Ctesifonte.

Un rumor recorrió la estancia.

—Koba, te vienes conmigo —dijo Balhaaz. El general respondió instantáneamente con una profunda inclinación—. El resto quedáis a cargo de la frontera este. Que ni un solo salvaje la atraviese con vida.

—Mi rey —respondieron otros tantos inclinándose.

—Koba.

—¿Majestad?

—Prepara a los aswaran, vienen con nosotros. Quiero un escuadrón de catafractos listos para partir mañana. Armaduras ligeras.

—Sí, Majestad.

Y señalando con el dedo a un hombre más viejo, dijo sin pausa: —Envía tus flechas por los caminos de Darío. Los quiero despejados y las posadas limpias. Cuando arriben a Ctesifonte que lo preparen todo para nuestra llegada.

—Mi rey —respondió inclinándose.

—¿Flechas de Darío? —preguntó el niño después de un largo silencio.

—Antes de los partos, era el gran Imperio Persa Aqueménida el que dominaba aquel colosal territorio. El imperio era tan grande que los que se encontraban en un extremo tardaban meses en saber lo que sucedía en el extremo opuesto… hasta que Darío I el Grande creó los caminos reales. Una red que conectaba las diferentes satrapías permitiendo que la información cruzara de punta a punta en unos días gracias a un sistema de jinetes y relevos conocidos como flechas.

—¡Internet persa!

—Shh, no empieces de nuevo que te conozco…

Jajajaj, se reía el niño.

Tras esa última instrucción, Balhaaz exclamó: —¡Todos fuera! Todos menos tú, Koba —dijo en un tono más cercano.

Hashva se dispuso a abandonar la sala hasta que oyó un seco: —¡Tú quieto ahí!

—Melosh pretende hacerse con Ctesifonte —dijo el rey al oír las puertas cerrarse tras de sí—. Quién sabe si ya está en Babilonia preparando al ejército del suroeste.

—Os dije varias veces que yo me encargaba de Melosh.

—Lo recuerdo perfectamente, Koba.

—Enviaré mis emisarios. En caso de que exista tal amenaza el ejército estará listo a nuestra llegada. —dijo el general.

—Sé que has estado esperando estos últimos años.

—Confío en vuestro criterio —respondió Koba fijando la mirada en el Magí.

Tras unos segundos, Balhaaz rompió el incómodo silencio: —Lo acabo de nombrar consejero primero del Rey. Lo protegerás con tu vida.

—Majestad, los Magí son…

—Con tu vida… —dijo cortando las palabras del general.

—Mi vida está al servicio de Partia —respondió inclinándose mientras el Rey abandonaba la sala.

—Ese hombre podría aplastarte el cráneo con las manos —le soltó a Hashva girando ligeramente la cabeza mientras se dirigían sin pausa a los aposentos—. Se lo he visto hacer en más de una ocasión —murmuró dejando escapar una sonrisa.

La comitiva partió al amanecer. Eran unas 60 personas entre los que se encontraban catafractos, aswaran, escuderos, mozos, médicos, cazadores y cocineros. Todos ellos montados, como buenos descendientes de los masagetas. No llevaban carros, solo algunos caballos de más que se turnaban la carga.

El suelo temblaba al paso de los catafractos, la legendaria caballería blindada abría y cerraba el cortejo. Portaban una armadura ligera que les confería mayor resistencia al camino y capacidad de maniobra.

Los aswaran generaban una gran expectación a su paso. Todos querían ver a los míticos guerreros invencibles que custodiaban al Rey, aún conocido dentro y fuera de las fronteras como el Príncipe Aswaran.

Hashva debía montar al lado del Rey al que le gustaba adelantarse para analizar el camino y conversar con el joven sabio apartados del resto.

—El viaje no será agradable, Magí… si lo que dijiste es cierto, tenemos prisa. Fíjate bien… no llevamos una sola rueda. No seguiremos las rutas, saltaremos de una senda a otra dibujando el camino recto. No daremos un paso que no apunte directamente a Ctesifonte.

—El camino recto… —repitió Hashva pensativo mientras acariciaba su caballo.

—Estos caballos no son como los que montan los romanos. Estos suben por la roca de la montaña y resisten sobre la arena del desierto. Somos jinetes, Hashva… nacimos sobre un caballo. Muchos siguen sin entenderlo… por eso siempre vencemos.

Hashva seguía reflexivo.

—Has estado muy callado desde que salimos. Apuesto a que después de estos días se te han pasado las ganas de seguir buscando el fuego mágico —decía Balhaaz tratando de arrancar una reacción al imperturbable monje—. Desde que salimos de Nisa no me has sermoneado una sola vez… recita una de tus citas, y tengamos una discusión de las nuestras.

Tras un segundo, Hashva empezó una oración del Yasna, una de las principales secciones del Avesta:

—Te honramos, Fuego de Ahura Mazda, el más puro, el que arde con justicia… Que tus llamas iluminen nuestros pensamientos, palabras y obras, y nos guíen hacia el camino de la verdad. Con tu luz, enséñanos a distinguir el bien del mal y danos fuerza para caminar en el sendero divino, donde cada elección contribuye al orden sagrado de la creación.

—Cómo te gusta el fuego, eh…

Nunca te lo he dicho pero tienes una memoria envidiable. Solo un milagro podría lograr que yo memorizara todos esos cuentos.

—Memorizar las oraciones solo te llevaría tiempo… el milagro sería que lograras entenderlas.

El Rey fijó la mirada en sus ojos. Hashva la mantuvo un par de segundos antes de que se le escapara una sonrisa. Balhaaz no pudo contener el semblante y soltó una carcajada.

—Tienes suerte, Magí… montar me pone de buen humor. Por eso conservas tu cabeza.

—Cosa que agradezco… le tengo cierto aprecio —contestó Hashva mientras los dos reían cómplices.

Desde Nisa, situada en las estribaciones de la cordillera, ascendían por las escarpadas laderas del Koppeh Dagh. A cada metro, el aire era más frío y el terreno más hostil, las rocas amenazaban deslizarse en la siguiente pisada de un larguísimo y constante ascenso que parecía no tener fin… hasta que pasados tres días… llegaron al borde de la meseta iraní.

—Ten en cuenta —explicaba el abuelo con pasión—, que la gran meseta de Irán se encuentra a más de 1500 metros de altura ¡en ocasiones supera los 2000! El maremagnum de culturas se mantenía cohesionado gracias a sus infranqueables fronteras naturales, formadas por desiertos, estepas, mares y enormes cadenas montañosas.

Desde que el destello inundó la tierra —siguió con la historia—, algo se removió en el interior del Rey. Sentía, cada día más, la necesidad de entender las palabras del Magí. Admiraba el convencimiento de cada uno de sus pasos, de cada una de sus palabras… reconocía el espíritu en cada una de sus acciones.

—Ya no me acordaba de esa espada —dijo Hashva mientras montaban ladera arriba.

—Tus amigos los monjes no querían armas en el monasterio. La espada se quedaba fuera, con mi guardia.

—Es romana.

—Sí, así es. No verás otra igual. Esta es la espada de Craso, el famoso general romano que creyó que podía conquistar nuestras tierras. Craso error… —dijo con una sonrisa.

Hubo una gran batalla en Carras, allí 20.000 romanos perdieron la vida. Su ejército fue aniquilado. Roma no ha olvidado esa humillación.

Mi abuelo, antes de darle muerte, le arrancó la espada de sus manos, y los artesanos de mi padre la mantuvieron en perfecto estado durante todos estos años.

Es una pieza única. Su decoración es exquisita, pero no es una espada ceremonial ni un adorno; es un arma mortal, creada para cortar, perforar y dominar en combate. En la base de la hoja aún se puede leer: M. Licinius Crassus, junto con el lema “Vincere aut mori” (Vencer o morir).

De niño me gustaba observarla… en una ocasión le pregunté a mi padre si podía quedármela… el Rey me dijo que la espada sería mía el día que me convirtiese en Aswaran. Es un viejo truco de político, prometen algo en una circunstancia imposible y de ese modo evitan decir que no.

—Pero tú lo hiciste… te convertiste en aswaran.

—Así es. Nadie esperaba que un joven príncipe se atreviera a ingresar en la orden y mucho menos que lograra terminar la instrucción y pasar las pruebas.

Te contaré un secreto… acerca tu caballo un poco más… el éxito de Roma, joven Magí, reside, en gran parte, en su espada. Es corta, lo que te obliga a estar cerca de tu enemigo pero a cambio es equilibrada, manejable, y muy rápida. Es un arma extraordinaria.

En cuanto paremos, te enseñaré a usarla.

—No puedo empuñar un arma, majestad, debo mantenerme puro.

—¿Puro? ¡Ya no estás en el monasterio, Hashva! Llegará el día en que la necesitarás.

—Créeme que antes llegará el día en que pondrás la tuya al servicio de Dios —contestó firme pero amistosamente. Déjame que yo también te cuente algo.

—¿Cómo no? —contestó el Rey con un gesto desenfadado de resignación.

—De entre todos los objetos venerados por el pueblo judío, el Arca de la Alianza es, de lejos, el más sagrado de todos. El Arca representa el trono de Dios… su presencia tangible, testimonio de la alianza establecida entre Él y su pueblo.

Fue Dios mismo el que detalló a Moisés las instrucciones para construirla: sus dimensiones, su decoración, sus materiales…

Pero las directrices ni mucho menos terminan ahí… también le dio las instrucciones para construir el tabernáculo, un templo provisional para albergar el Arca y que podía ser trasladado en cada etapa del camino por el desierto.

Años después, el Rey David eligió el Monte Moriah, la colina sagrada donde se encuentra la roca fundacional, el lugar donde Abraham estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo, como el lugar donde debía levantarse el templo permanente.

—¿Dispuesto a sacrificar a su hijo?

–Hablaremos sobre el significado de eso llegado el momento —dijo Hashva con una cariñosa sonrisa. Sin embargo —siguió—, Dios no permitió que David construyera el templo… porque había derramado demasiada sangre en sus guerras.

—Demasiada sangre —susurró Balhaaz que escuchaba inusualmente atento.

—Dicha misión pasaría a su hijo, Salomón, que construyó el templo en cuyo corazón se encontraba el Sancta Sanctorum, el espacio concebido para albergar el Arca… solo el Sumo Sacerdote podía atravesar el grueso velo de su entrada una vez al año, en el Día de la Expiación, Yom Kipur. Pero no sin purificarse con la sangre de un cordero perfecto, expiando así sus pecados y los del pueblo.

—No me digas que un magí de las montañas quiere ser el Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén… no creo que a los saduceos les guste la idea...

—Pero antes de entrar al Sancta Sanctorum —continuó Hashva sin inmutarse—, el Sumo Sacerdote quemaba en el altar del incienso una mezcla sagrada… reservada únicamente para Dios. La fórmula también está descrita en la Ley: estacte, uña aromática, gálbano y resina pura, cada una en partes iguales. Su fragancia, es única y divina… y está prohibido reproducirla para cualquier otro uso.

Por eso pararemos en Jerusalén. Allí conseguiremos la mezcla sagrada que preparan los sacerdotes levitas descendientes de Aarón.

—¿Jerusalén? ¿Has perdido el juicio? Hashva… admiro tu convicción ¿pero no eres consciente de lo que sucede en el mundo? ¡Vamos camino de Ctesifonte! Me gusta escuchar tus historias pero no puedes vivir inmerso en tu universo místico completamente ajeno a los hechos.

El chico calló un momento y después le contestó sonriendo: —¿Acaso no es un hecho que cada día estamos más cerca de Jerusalén?

—Hashva… nos dirigimos a una guerra, no sé si eres consciente.

—Tú crees saber lo que sucederá mañana… pero si solo aprendes esta verdad, hoy el sol no habrá salido en vano: El control del hombre solo existe en la mente del hombre. El control, estimado príncipe, es una ilusión.

—¿Una ilusión? —preguntó el niño pensativo.

—Sí… a ver cómo te lo explico… —murmuraba el abuelo—. ¿Sabes cuando tú me dices hasta mañana y yo te contesto si Dios quiere? Pues es parecido a eso.

—No sé si lo entiendo…

—No importa tanto que lo entiendas ahora mismo, como que tengas la voluntad. El entendimiento llega en el momento menos pensado, hijo… como las revelaciones de Hashva…

El niño sonreía mientras trataba de digerirlo.

Tras alcanzar la meseta, siguieron al oeste haciendo parada en algunos puntos estratégicos de las rutas comerciales como Jajarm, Shahrud, Damghan o Semnan, conocidas por sus pozos y oasis. Tal y como indicó Balhaaz, seguían el camino recto, bordeando los montes Alborz que encierran, como una descomunal muralla, la costa sur del Mar Caspio.

Pero al llegar a Garmsar… Hashva cayó enfermo.

—Debemos ir a Rey.

—¿A Rey? —replicó Koba—. Ni un paso que no sea en dirección a Ctesifonte, nos dijiste.

—Sí, eso fue lo que dije, pero si no vamos a Rey, el chico morirá. Él no es un nómada. Ha pasado media vida encerrado en un monasterio al lado del fuego. Si no paramos en Rey, morirá —repitió Balhaaz mirando el horizonte.

—Todos hemos venido a morir… ¿recuerdas tu instrucción? Yo estaba allí.

Balhaaz… —dijo Koba mirándole a los ojos—, necesitamos que vuelva el príncipe guerrero. Roma quiere Ctesifonte… no parará hasta vengar lo sucedido en Carras. El imperio necesita a su Rey. Si el chico tiene que morir ¡que sea por Partia! Vayamos directos a palacio, aplastemos la rebelión de Melosh y antes de que Roma se decida, ataquemos. Hagamos el camino inverso al de Alejandro, Balhaaz. El tiempo de Roma ha pasado. Podríamos comandar un mar de jinetes partos que inunden sus tierras arrasándolo todo. Majestad, el mediterraneo está al alcance de tu mano… es nuestro momento.

Balhaaz miró a Koba con estima y poniéndole una mano sobre su hombro le dijo antes de marchar: —Nos vamos a Rey, amigo mío.

—¿Llevaron a Hashva al médico? —preguntó el niño con los ojos como platos.

—¡Sí!.. —exclamó el abuelo emocionado al ver a su nieto totalmente inmerso en la historia.

Salieron de Garmsar rápidamente. El grupo avanzó por las planicies áridas y a medida que avanzaban hacia los Montes Alborz, las colinas del horizonte se iban acercando cada vez más. La caravana tenía buen ritmo, pero tras cada kilómetro recorrido el chico parecía debilitarse más.

Al principio, solo se inclinaba en su montura, pero al llegar a los primeros ascensos, el sudor frío empapaba su frente y apenas se mantenía erguido.

Fue en ese momento cuando el Rey Balhaaz paró la comitiva y montó al Magí tras de sí ordenando que lo amarraran a su cuerpo. En cuanto las ataduras estuvieron listas arrancó violentamente. Balhaaz cabalgó a toda velocidad y sin parar, durante un día y una noche. Al alcanzar la última cresta, la sombra de las murallas de Rey comenzaron a definirse a lo lejos.

La fiebre de Hashva duró semanas. Las visiones del joven fueron muy intensas y Balhaaz se mantuvo a su lado escuchando cada palabra que pronunciaba el Magí en sueños. Los soldados acamparon fuera de las murallas, allí tenían más de lo que necesitaban.

Un aswaran solo requería la comida, la bebida del día y su espada. Y muchas veces ni eso. Siempre estaban de guardia, no descansaban ni durmiendo. Un aswaran vivía en guerra… y guerra era lo corría por las venas de Koba que prefería estar bajo la tortura del enemigo antes que acampado durante semanas alejado de la frontera.

Balhaaz quedó profundamente afectado por los episodios febriles de Hashva y las visiones que narraba inconsciente…

Tras su recuperación, retomaron el camino pasando por Saveh y Komijan hasta alcanzar la antigua capital del Imperio Medo y uno de los grandes centros del Imperio Persa: la famosa ciudad de Ecbatana.

—Siglos atrás —explicaba el abuelo al niño—, las murallas de Ecbatana estuvieron revestidas de planchas de bronce, plata y oro. Tal era la riqueza de la ciudad, antaño puerta de la antiquísima ruta del Jorasán, que por allí atravesaba los montes Zagros uniendo Mesopotamia y Persia.

Una vez cruzados los montes, y resuelto algún episodio en sus peligrosos desfiladeros, atravesando los pasos estratégicos de Qasr-e Shirin y siguiendo al oeste por Hulwán y Diyala… llegaron a la magnífica ciudad de Ctesifonte, antigua capital del Imperio Parto, situada en la orilla oriental del río Tigris.

Dos enormes puertas de madera y bronce, se abrían lentamente al paso del Rey, desvelando jardines, estanques y canales ordenados por caminos de piedra y cerámicas que reflejaban el sol de la tarde.

El palacio se alzaba en mitad del complejo.

Al cruzar el umbral, el frescor hacía olvidar los casi dos mil kilómetros de sol a plomo. El sonido de los pasos de los soldados se mezclaba con el eco de conversaciones en lenguas persas y mesopotámicas de los funcionarios.

En el salón del Rey se reunieron el sátrapa de Ctesifonte, el general Koba, dos de sus comandantes, el Rey y su consejero primero; Hashva.

Era un espacio verdaderamente majestuoso de columnas de piedra y techos altos. Las lámparas de aceite proyectaban luz cálida sobre las paredes adornadas con tapices que cantaban las proezas del Rey Kaváan y del joven Príncipe Aswaran.

—Melosh está en Babilonia. Ha reunido a su ejército pero sigue sin salir de sus tierras. Quiere parlamentar.

—No son sus tierras —contestó Koba.

—Bueno… a decir verdad, se las prometí.

—Y luego cambiaste de opinión. No son sus tierras, es un rebelde que ha usurpado el trono de Babilonia, parte del ejército del Rey, y ahora amenaza la capital de Partia… Debemos demostrar fuerza. Hay que aplastarlo. Mientras miramos al sur, Roma se frota las manos por el noroeste.

—No ha salido de la ciudad y quiere hablar.

—¡Hay que actuar ya! —exclamó Koba, con vehemencia—. Tenemos enemigos por todos los flancos; los salvajes del este nos saben débiles y querrán aprovechar su oportunidad, tenemos a Roma respirándonos en la nuca, maldita sea… y Melosh toma nuestras tierras en un acto de rebeldía imperdonable. ¿Acaso no lo ves?

¡¿No lo ves?! —gritó fijando la mirada en el Rey—. Ese monje está nublando tu juicio, Balhaaz.

—Cuida tus palabras, Koba —dijo el rey sin mover una pestaña.

—Aquí tienes a tu ejército ¡aquí tienes a tus hermanos aswaran! —gritó Koba perdiendo el control.

—Kooobaaa… —murmuró Balhaaz advirtiendo.

—¡Hemos roto cada uno de nuestros huesos por Partia! ¡No voy a consentir que esa maldita serpiente continúe envenenando tu mente… —gritó mientras avanzaba hacia el chico… hasta que un sonido lo frenó en seco y la sala enmudeció.

Fue el rápido, frío y cristalino sonido de la espada de Craso al ser desenvainada.

Sin haberlo visto venir, Koba tenía la punta de la espada rozando su garganta. El silencio era tal que se podía escuchar el casi imperceptible tono que emitía la espada resonando como un diapasón.

—Un paso más y será el último, Koba.

Silencio…

—Retírate —dijo Balhaaz afectado pero sin bajar un milímetro la espada.

Con la hoja rozando su garganta, apretando los dientes, Koba se dispuso a hablar: —Balhaaz, los Magí son…

—¡Retírate! —gritó cortante.

Sin dejar de apretar la mandíbula, con la cara congestionada y los ojos húmedos pronunció lentamente una palabra antes de retirarse: —Majestad.

Después, tras la orden del Rey, todos abandonaron la sala menos el Magí que seguía sin inmutarse.

Pasados varios minutos en silencio el Rey exclamó:

—Eres mi consejero… ¡aconséjame!

Hashva guardaba silencio.

Si negociamos, el mensaje que enviaremos a las satrapías es que el rey Balhaaz está dispuesto a ceder ante todo aquel que se rebele. Pronto tendríamos a medio imperio en pie. Koba no conoce a Melosh como yo, es un general extraordinario, no sería fácil doblegarlo. Podríamos perderlo todo. Por no decir que quizá sea una trampa y lo que quiere es parlamentar con mi cabeza clavada en una pica… pero necesitamos al ejército del suroeste. No hay buena salida.

—¿Recuerdas al Rey David? ¿Recuerdas que decidió levantar el templo sobre la Roca Fundacional del Monte Moriah?

—Sí. Dios no quiso que él construyera el templo porque había derramado demasiada sangre en sus guerras —dijo Balhaaz mirándose las manos.

—Exacto —afirmó Hashva cariñosamente.

Esa roca es el lugar donde Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac por mandato de Dios.

—Lo recuerdo —dijo el Rey apenado porque empezaba a entender su significado.

—Cuando Abraham estuvo dispuesto, el ángel del Señor lo llamó desde el cielo y dijo: ‘No extiendas tu mano contra el muchacho ni le hagas nada, porque ahora sé que temes a Dios.

Balhaaz… el templo está construido no sobre el sacrificio, sino sobre la obediencia.

Balhaaz dejó escapar una lágrima…

—¿Qué es lo que debo obedecer?

—Y Dios le dijo a Abraham: ‘Deja tu tierra y la casa de tu padre y vete a la tierra que te mostraré. Te bendeciré, engrandeceré tu nombre y serás una bendición. Entonces Abraham, se fue, tal como el Señor se lo había dicho.

Ha llegado el momento de tu elección, Balhaaz. Debemos seguir el camino recto… que siempre es el camino de Dios, amigo mío. Debemos ir a Babilonia a recoger nuestra ofrenda y continuaremos camino a Jerusalén.

—Sabes que no puedo hacer eso —dijo Balhaaz—… no tengo elección.

—Majestad. Siempre. Siempre hay elección.

Tras decir esto Hashva abandonó la sala, el palacio, el complejo y la ciudad. Y sin caballo ni provisión alguna puso rumbo a Babilonia.

Pasaron los días y el Rey preparó al ejército para marchar contra Melosh. Balhaaz estaba sentado en el trono de la auténtica capital de Partia y dispuesto a hacer una demostración de fuerza para inaugurar un nuevo periodo de expansión.

Pero la noche antes de marchar, Balhaaz tuvo un sueño…

El Rey abrió los ojos y se encontró en medio de un valle. Al mirar a sus pies vio una montaña de huesos secos que se extendía por el valle como un mar y el mar de huesos no tenía fin. Entre los restos podía diferenciar el emblema de infantería ligera del ejercito parto, el blindaje de los catafractos y las armaduras de los aswaran. Entonces voló hacia él un serafin con un carbón encendido en su mano, que había tomado con unas tenazas del altar de los sacrificios del templo. Y tocó su boca con él, y dijo: Mira, esto ha tocado tus labios; tu iniquidad ha sido quitada, y tu pecado ha sido perdonado.

Balhaaz se despertó gritando un nombre.

—¡Hashva!

Continuará en el tercer y último capítulo…

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