Alborada: una lucha por la integración
“Las personas como vosotros hacen que los padres tengamos ilusión”
Conozco a Ana Carrión hace unos cinco años, desde que somos compañeros en las clases de Creatividad Literaria de las Aulas de la Tercera Edad de Jesús-Patraix, en Valencia. Le gusta sentarse siempre en la última fila, casi de modo discreto, y habla en contadas ocasiones, algo que parece reflejarse en sus escritos, generalmente breves y contundentes, sazonados en ocasiones de una cierta chispa irónica con la que habitualmente provoca la sonrisa de todos.
Ese aparente segundo plano contrasta con su presencia de mujer recia y enérgica y su fibrosa voz, y se desvanece totalmente cuando la tratas y la conoces, porque Ana es una mujer de honda sensibilidad (la he visto lagrimear en un par de ocasiones durante nuestra charla) pero sobre todo de una enorme fuerza y bravura. Ante todo es una madre coraje.
Y es que este texto no va sobre las cualidades literarias de Ana Carrión, de Lucía, que es como la conocen sus amigos de la asociación, que sin duda hay otros lugares para ese menester, lo que yo quiero resaltar aquí es la enorme labor que ella y la Asociación Alborada llevan realizando por las personas con discapacidad intelectual. Hace pocos meses han celebrado el 25 aniversario de la Asociación.
Cuando Manolo nació pensábamos que era sordo, hay varios casos en nuestra familia de sordera por un componente genético. No tenía estimulación ni reaccionaba. El tiempo ha dicho que sí que oye. Vamos, ¡hasta las moscas, y callar no calla ni debajo del agua!. Con cuarenta días de vida ya consultamos con un especialista. “No hablará”, “no andará”, dijeron.
A los ocho años le diagnosticaron Prader Willie. Más tarde le hicieron un Cariotipo, un estudio de cromosomas, y lo confirmó al 99,9”. Hoy, está considerada una de las enfermedades raras, pero hace cuarenta y cinco años apenas si se conocía. De normal, los Prader Willy no tienen demasiada esperanza de vida, pero Manolo ya tiene 45 años.
Hemos luchado mucho con él, a todos lados lo hemos llevado. A Lourdes no, ahí no hemos ido nunca, pero sí a cualquier lugar donde nos podían informar, hacer algún avance. Es fundamental la estimulación temprana y eso tratábamos de hacer nosotros ya desde las pocas semanas de nacer.
Es como un niño de ocho años metido en un gran corpachón.
Es fundamental la estimulación temprana y eso tratábamos de hacer nosotros ya desde las pocas semanas de nacer. Es como un niño de ocho años metido en un gran corpachón.
El Hipotálamo va a su aire y no es capaz de regular los hábitos de comida. Es una de las manifestaciones de esta enfermedad. Hay que estar muy encima de él porque siempre tiene hambre, pero Manolo tiene un buen nivel de entendimiento; hace crucigramas, lee... Es un chico extraordinario, bueno y amable. También tiene sus momentos de crisis, es muy llorica y muy gritón, pero con un corazón enorme.
Me emociona lo orgullosa que se siente de su hijo y las frases con ese gracejo irónico tan particular con el que se refiere a casi todo. Me cuenta como junto a un grupo de padres con hijos con otras patologías intelectuales decidieron fundar la Asociación Alborada, y como ese fue el inicio para comenzar a luchar por el que siempre fue su gran sueño: un Centro Ocupacional en el que chicos como sus hijos pudieran realizar actividades laborales y de ocio para desarrollarse.
Eran los años noventa, unos tiempos de gran movimiento vecinal en los barrios. Los políticos prometieron hacer un centro cívico en San Marcelino y la asociación de vecinos apostó por una residencia para mayores. Nosotros pugnábamos en la idea de abrir el centro ocupacional. Hubo entonces algo de mal ambiente. Incluso llegué a recibir algún anónimo; “Si tu hijo es tonto que quieres para él. Métetelo en tu casa y ya está”.
Era aquella cultura antigua de esconder el problema de puertas para dentro. Si no se veía parecía que no existía. También me decían “¿para qué quieres un centro ocupacional? Para eso no hay lista de espera”. Era duro escuchar cosas así. Pero yo no iba a pararme. Estos muchachos necesitan estar ocupados, sentir que son útiles. Llevé durante más de diez años a mi hijo a un taller en Massanassa, luego a Catarroja, levantándonos a las seis de la mañana, esperando el autobús en la carretera, helados de frío. Y como yo muchos más padres, de este barrio y de otros.
Un día, la Conselleria intervino y se llegó a un consenso. El Ayuntamiento haría la residencia de mayores y el Consell, el centro ocupacional, pero cuando ya estaba todo para comenzar, las elecciones cambiaron el signo político y todo se paralizó. La propuesta anterior ya no servía porque el nuevo gobierno no quería asumir un proyecto que decía no era suyo.
Fue tremendo el jarro de agua fría. Nunca se dan cuenta los que gobiernan que los proyectos no son de uno o de otro partido político, sino de los ciudadanos. ¡Cuánto dinero se escapa por el grifo de “este no es mi proyecto!”
Por fin, después de insistir hasta la extenuación, de multitud de visitas y reuniones y de mucha brega, once años después, en 2003, se construyó el Centro Ocupacional de San Marcelino. Pocas veces en mi vida me he emocionado tanto como cuando lo vi terminado. Estaba realmente feliz.
Ana se va animando conforme avanza nuestra conversación. Habla rápido y no es difícil notar como en ocasiones se le humedecen los ojos recordando. Es inspiradora la ternura con la que habla de “los chicos” y como sus palabras transmiten el orgullo de quien sabe cuánto ha luchado por lograr un fin tan valioso.
Hoy son 72 los chavales trabajando en los talleres. Los hay con Prader Willie, hasta cinco, con Síndrome de Down, Parálisis Cerebral…, y vienen de Torrent, de San Isidro, del Grao, de muchos sitios. Ha tenido muy buena aceptación porque es amplio y moderno. Y sí, efectivamente hay lista de espera. Con los vecinos del barrio ya no hay problemas, todo lo contrario, se han volcado, colaborando con fotografías y comprando productos. Muchas veces, cuando salen en grupo de recados o a dar un paseo, siempre acompañados de un monitor, la gente les grita que son “lo mejor del barrio”.
Su sonrisa desborda satisfacción evocando toda aquella perseverancia y los resultados que ahora pueden vivir. Hemos peleado mucho desde Alborada, pero ahora ya no pienso en cuanto ha costado. Tenemos un recinto magnífico, que funciona muy bien, y ellos están encantados.
Es en esos momentos cuando un barullo se forma a nuestro alrededor. Son jóvenes estudiantes que probablemente vengan de la biblioteca de arriba. Algunos salen fuera y se marchan, otros se quedan y ocupan varias mesas de la cafetería del teatro La Rambleta, en San Marcelino, donde charlamos delante de un café. Como el ruido comienza a ser un poco molesto, decidimos ir hasta el centro ocupacional, a visitarlo como me ha prometido. Está al otro lado del barrio y hay que andar algunas calles para llegar.
Mientras callejeamos por San Marcelino, en un bonito día de sol pero con un viento algo molesto, yo le fui contando a Ana cuánto la entendía, porque también conocí la experiencia de los centros ocupacionales desde dentro. Incluso los Centros Especiales de Empleo. Como trabajador y como monitor.
Fue hace muchos años y en estos la mayor parte eran discapacitados físicos. La recuerdo como una experiencia de unos cuatro años dura y difícil porque siempre estaba el tema de los problemas económicos. Lo que yo conocí no era por una idea ocupacional ni con un fin integrador, sino que eran chavales en desempleo que por sufrir alguna discapacidad: movilidad reducida, sordos, algún amputado, llegaban como un modo de conseguir un pequeño sueldo.
El personal laboral es prácticamente el mismo desde que se abrió. La ratio por taller es entre seis y ocho chicos y cada uno lo dirige un monitor.
También recuerdo que las lagunas con las empresas que suministraban los trabajos a realizar hacía que mes sí, mes también, apenas ganaran cien, doscientas o en el mejor de los casos trescientas pesetas. A veces nada. Era doloroso ver el amargor con que se iban a casa con los bolsillos casi vacíos. Aquel era un sitio sin apenas subvenciones. Eran los años ochenta.
Hoy sé que se partieron en dos: los ocupacionales, destinado básicamente para personas con capacidades intelectuales diversas y el especial de empleo, estos si mayoritariamente integrado por discapacitados físicos. Las Administraciones valencianas comenzaron a aportar ayudas para sostenerlos. Desgraciadamente también sé que muchos, ya en tiempos más actuales y a causa de la crisis, han tenido serios problemas económicos porque esas administraciones no pagaban o lo hacían con retraso y muchos de ellos tuvieron que cerrar sus puertas.
Es entonces, al llegar al centro ocupacional, cuando confirmo que lo que tengo delante de mis ojos es muy distinto a lo que yo conocí. Afortunadamente.
El edificio se ve nuevo, amplio y funcional. Dentro aparece bien distribuido. Hay dos plantas con ascensor. En la de abajo, una recepción con su labor de conserjería que llevan por turnos los propios chicos; el comedor, los despachos, la sala de rehabilitación y el taller número 6. La parte de arriba está repartida por el resto de talleres. Nueve en total.
La subvención de la Conselleria es del 100% —vuelve a explicarme Ana —cada cuatro años se subasta mediante plica secreta donde las empresas que lo desean ofrecen su propuesta. En la actualidad lo gestiona Palma Servicios Sociales. El centro cuenta con una directora, Rosario Barberá, un pedagogo, psicóloga, administrativa, rehabilitador y los monitores especializados. En total hay 17 personas trabajando.
El personal laboral es prácticamente el mismo desde que se abrió. La ratio por taller es entre seis y ocho chicos y cada uno lo dirige un monitor. Hay una lista de espera que gestiona Conselleria. Nosotros, como AMPA, enviamos periódicamente un informe a la Conselleria de Servicios Sociales, que en la actualidad ocupa Mónica Oltra, en la que se le da conocimiento de toda la labor, avances e incidencias habidas. Con estos informes se le traslada nuestra opinión como padres sobre la gestión.
A día de hoy estamos encantados con el trabajo que se realiza y los resultados.
Subimos con el ascensor al segundo piso después de recorrer el comedor. Me cuenta que la comida la trae un catering y que ellos mismos gobiernan el servicio igualmente por turnos de cocina. Luego vamos visitando uno por uno los distintos talleres. Me gusta.
Son todas salas amplias y donde a los chicos se les ve afanados en su labor bajo la dirección de sus respectivas monitoras. No se extrañan de ver alguien ajeno al sitio como soy yo. No hay restricciones ni horarios para visitarlo. Nos saludan y muchos de ellos me preguntan el nombre; algunos se levantan para darme la mano, otros me abrazan con efusividad. He de reconocer que es realmente emocionante y aleccionador. Son manos y abrazos que dan y expresan vida.
El recorrido por las salas es un camino libre por un mar de creatividad: Hay nueve talleres independientes donde se elabora artesanía y se transforman piezas y objetos a partir de distintos materiales: costura, manipulado y reciclado integral de papel, papelería y encuadernación, libretas y álbumes de fotos, abalorios, bisutería, restauración de muebles y objetos de Navidad, goma-eva, espejos llaveros, cerámica (en este taller nº 3 es en el que está Manolo, el hijo de Ana, un chaval grandullón de sonrisa fácil).
No deja de sorprenderme la habilidad que demuestran en su trabajo. Pude ver el encargo de una falla, un diseño de pequeñas peinetas falleras engarzadas con multitud de bolitas de colores que el grupo montaba pegando una a una con una paciencia y una precisión infinitas. Creo que yo no hubiera sido capaz de realizar un trabajo tan fino. Como este, muchas otras actividades me sorprendieron por la calidad final del acabado.
Tienen bastante éxito sus productos y son muchos los encargos que les llegan. Cada año se realizan dos jornadas de puertas abiertas —me dice Ana—. Nosotros como Alborada también somos clientes del centro ocupacional —Esto es algo que sé bien. Cada cierto tiempo, sobre todo en Navidad, Ana viene por el aula de escritura vendiendo su lotería, las libretas decoradas o los calendarios; también en ocasiones regalando bolígrafos de Alborada.
Con periodicidad anual publican una revista que editan desde el taller nº 4 que coordina Ana, “Un años con nosotros”. Amablemente me contó que son los propios chavales quienes se encargan escribir sus textos, hacer las entrevistas y tomar las fotografías. De ahí que se note una frescura y espontaneidad diferente y agradable que me encantó.
Con periodicidad anual publican una revista que editan desde el taller nº 4 que coordina Ana, “Un años con nosotros”. La revista rezuma inocencia y vida en cada una de sus páginas
Luego de las palabras de presentación de la directora del centro, del presidente del AMPA y de la Asociación Alborada, ellos cuentan a su propio y genuino modo el trabajo que desempeñan, sus vivencias, dentro y fuera del taller, las excursiones, que son muchas como entre sus páginas se puede comprobar, los viajes y cuanto les acontece alrededor. Todo bien surtido de numerosas y coloridas fotos. La revista rezuma inocencia y vida en todas y cada una de sus páginas.
A las nueve que abre el centro ya están casi todos en la puerta esperando para entrar. Son trabajadores y muy responsables —me insiste Ana con pasión —, y cuando alguno no quiere ir lo dice bien claro. Son muy sinceros, no tienen maldad y no saben mentir, si algo no les gusta lo dicen y se quedan tan tranquilos.
A dos chavales los contrató Fermax, esa empresa de los telefonillos, hace cinco años y ellos todavía siguen viniendo aquí todas las semanas, colaborando en las actividades y viajando a las excursiones. También otro se colocó en un Centro Especial de Empleo de Manises. A turnos, de 6 a 2 y de 2 a 10. Las semanas que entra a las 6, el chico se levanta a las cuatro y media de la mañana, va por el bulevar hasta la parada del metro y luego camina más de diez minutos para llegar a la fábrica. El turno que sale a las 10 de la noche puedes imaginar a qué hora llega a casa.
La mañana se nos ha echado encima. Muchas cosas se quedan en el tintero que me habría gustado abordar, como por ejemplo los pisos tutelados, que de pasada me explica que en el centro hay cinco que viven así, siempre velados por monitores que conviven con ellos de modo constante. También me intereso por si sienten rechazo cuando viajan, con hoteles, restaurantes, con tantos como van:
En una ocasión, un hotel nos dijo que no tenía las instalaciones preparadas para ese colectivo. No era verdad porque por internet podía verse perfectamente.
También en un restaurante en Tarragona que tenía reservado para la vuelta de un viaje, una de las señoritas que allí atendía, comentó con desprecio “anda lo que nos cae”. Pero no es lo normal. Siempre viajamos con todo reservado previamente. Sin embargo —quiere aclarar— sí que hemos ido a hoteles donde luego me han llamado encantados: “¡Ojalá todos los que vienen se comportaran como vosotros! Por aquí pasan jóvenes de institutos y viajes de fin de curso y todo lo hacen polvo, vosotros habéis estado y casi ni nos hemos enterado”.
Es verdad que siempre van acompañados por familiares, los padres, y si alguno no puede, pues hermanos o familiares. En todo caso los voluntarios nos acompañan a veces para que les hagan actividades. —Los padres podemos ser bastante aburridos —afirma, soltando una de sus estruendosas risas desenfadadas.
Y bueno, nuestra charla ya llega a su fin. Confieso que dentro de los artículos que escribo habitualmente para el diario, este era uno que me hacía especial ilusión. He querido contarlo como lo vi, y quizás por eso ha quedado más extenso de lo habitual. Sobre todo me alegra tremendamente que lo que he encontrado en nada se parezca a lo que yo conocí hace tantos años. Es una buena noticia.
He visto un lugar acogedor y bien dotado que rezuma limpieza y buen ambiente, con chavales satisfechos, personas a las que la suerte les fue esquiva una vez y que de otro modo andarían escondidos sin alicientes en sus propias burbujas, como tantas veces hemos conocido en la oscuridad de tiempos no tan lejanos.
Hoy es posible comprobar como aportan su granito a la sociedad, trabajan, venden el resultado de su esfuerzo y se les ve a gusto realizándose. Yo quiero entender el Centro Ocupacional de San Marcelino como un reflejo de muchos otros centros que hay repartidos por otros lugares. Así me gustaría que fuera.
Ellos son los Campeones de la vida real.
Y Ana, la madre coraje, satisfecha con su sueño cumplido, me dice que anda cansada y que incluso está pensando ir dejando la Alborada de su alma. —Son muchos años. Ya solo somos un grupo de amigos que se reúne de cuando en cuando para tomar una cerveza o salir de excursión con nuestros hijos. Lo importante es el AMPA, y en ambos estamos prácticamente los mismos.
Hace apenas unos meses celebraron el 25 aniversario con un concierto de la Unión Musical de L’Horta, en este Teatro de la Rambleta donde hemos tenido la charla y al que tuve la fortuna de asistir. La Unión Musical nos cedió uno de sus días contratados para la celebración. En agradecimiento yo les regalé los derechos del himno “Alborada” escrito por el compositor Joaquín José Estal Herrero para interpretarlo junto a un coro formado por niños y algunos de nuestros hijos — yo le confieso que tuve que contener el nudo de la garganta cuando les escuché—. No imaginas cuánto trabajamos para sacar aquel acto adelante. Sobre todo los chavales para que el himno sonara bien. —Me dice con un hilo de voz—El barrio se volcó con nosotros. Fue algo muy especial, incluso acudieron los padres de dos chicos que ese año habían fallecido.
Ya toca terminar, y quiero hacerlo compartiendo la frase emotiva que Ana Carrión escribía de su puño y letra a los colaboradores cuando les entregaba el detalle hecho por los chicos a cambio del donativo:
“Las personas como vosotros hacen que los padres tengamos ilusión”.
Gracias Ana, gracias al personal amable y a todos los muchachos del Centro Ocupacional, y mucha suerte, porque os la merecéis.