Casas con chimenea y camiones en marcha
Nos puede la insolidaridad y la desconfianza, principalmente a los que nacimos antes de la red, la tergiversación histórica, el apesebramiento sindical, el servilismo informativo
La chimenea es el corazón de la casa: un foco de calor que la mantiene seca y atemperada; que vuelve confortables incluso aquellas zonas donde, por la distancia, no parece llegar. Una casa con chimenea es la vivienda completa, el modelo al que todas las casas deberían tender y que, por supuesto, deberían poder alcanzar.
Lo mismo sucede con los camiones: el motor es el núcleo, el centro del artilugio con que sus dueños arrastran mercancías y vidas laborales. Ningún camionero debiera parar el motor. Casas con chimenea y camiones en marcha son indicios de prosperidad hasta el punto de que un gobierno es útil o inútil en la medida que los favorezca.
Porque no es una casa para tres familias ni un camionero cobrando subsidio, sino una casa —con chimenea— para cada familia y el camión yendo y viniendo sin prisa pero sin pausa. La españona se acostó liberal —con un liberalismo defectuoso, torpón y algo marrajo, pero liberalismo al fin y al cabo— y despertó bolchevique y aherrojada, que nos llevan al domingo sin coches, la calefacción a ratos, el veganismo inducido, el adelantamiento sin margen, el radar absurdo, la economía fallenque y el sentido común a la remanguillé.
Insólita será la casa/chiscón revolucionario/chamizo de camarada que disponga de fogaril, y muy raro —prácticamente imposible de hallar— el fulano que rentabilice la jornada. Nos dejarán subsidiados y en olor de falansterio, que vale tanto como en camiseta de tirantes —gastadita, sutil, translúcida—, pinrel puerco, axila hedionda y cuenta corriente ninguna, entre otras cosas porque no habrá dinero en metálico y la paga, la prestación, el auxilio, el socorro, el mendrugo estará en una cartulina con cupones que iremos arrancando cuando apriete la gazuza. Transporte público imperativo, chabola standard, vocación dirigida, ocio supervisado, ideología implantada y arsénico por compasión. Sopla el viento leninista entre las rendijas legales, entre las grietas intelectuales, entre las perversiones lingüísticas.
La generación de los tontos —esa muchedumbre de tableta y móvil, de serie y lugar común, de máster Bolonia y cerebro en salmuera, de gregarismo compulsivo y enseñaculismo agudo—, acrítica por ignorante y sumisa por indiferente, deglute sin pan la milonga libertaria, el brodio antifascista y la mazamorra igualizante.
Vienen por gruesas los pelotones de consigna, que darán crédito sin avales a la preocupación pública —intenso babeo al decir «pública»— por nuestra seguridad vial, nuestra higiene mental, nuestro nivel de colesterol y nuestra inclinación patriarcal. Somos entes imperfectos que sin la debida vigilancia exudaríamos machismo y capitalismo; que sin el gran hermano cometeríamos ahorro y previsión; que dejados a nuestro aire acabaríamos comprándonos una chimenea y poniendo en marcha el motor del camión, del comercio, de la idea, del proyecto. Somos un peligro para nosotros mismos; unos inconscientes, unos botarates, unos gaznápiros, unos avaros que al primer descuido empiezan a ganar dinero y a pensar por su cuenta.
Sólo el celo del partido, el empeño del comité, la enorme abnegación del aparato y el ahínco del cinco impiden que muramos de libertad, que rechacemos el óbolo administrativo, la cartilla de la pobreza, el hambre portentosa que nos hermana en la indigencia. Sólo el miedo al gulag tributario, a la inhóspita Siberia del chozo al raso, a la deportación del carnet sin puntos consigue sofrenar nuestra díscola inquietud.
Sólo con ley draconiana y propaganda ilimitada se nos quitan las ganas de hacer fortuna y darnos caprichos. Pretendemos —¡nada menos!—, guardarnos una parte de nuestro salario, sisar a nuestros amados líderes, dificultar el reparto de todo. Nos puede la insolidaridad y la desconfianza, principalmente a los que nacimos antes de la red, la tergiversación histórica, el apesebramiento sindical, el servilismo informativo, la degeneración política y el achabacanamiento cultural.
Somos nosotros los que deberíamos recibir los cuatrocientos euros de la farándula selecta o las prodigiosas arengas de los agentes de igualdad. Quizá notaríamos menos las punzadas del sentido crítico, aunque lo dudo; porque nosotros, michos viejos, que anhelamos casi tanto como un perroflauta la casa con chimenea pero queremos ganárnosla con el camión en marcha, somos inmunes al trile ideológico.