España despide 2021 con el mayor coste de vida en 30 años, el menor crecimiento de Europa y un Gobierno caracterizado por su sectarismo e incompetencia.
Si 2020 fue un año dramático, su secuela que ahora zanjamos no deja lugar a grandes esperanzas en el que a la vez estrenamos. El balance de 2021 no puede ser positivo, si se analiza todo lo ocurrido con un mínimo de rigor y de honestidad, dos virtudes que buena parte de la política y del periodismo parecen haber abandonado en pos de una militancia ciega y perniciosa.
A los males inherentes a una pandemia sanitaria devastadora, hay que añadirle todas sus consecuencias económicas. Y a ambas, la gestión subsiguiente de un Gobierno superado por las circunstancias o dispuesto a utilizarlas para impulsar todo tipo de reformas y tropelías en beneficio de su extremismo ideológico.
Si en 2020 España fue el más con mayor destrucción de su PIB en toda Europa; 2021 lo ha sido el de menor crecimiento: esa combinación, por si sola, resume la situación real de un país fundido y el resultado de la gestión de un Gobierno consagrado a la pose y definido por sus resultados.
Ese contexto debería haber presagiado un 2021 marcado por grandes acuerdos parlamentarios, al menos entre PSOE y PP, sobre las pensiones, el gasto público, los presupuestos o el mercado laboral que, además, consolidara un consenso sólido en torno a otros asuntos estructurales como la solidez constitucional, el respeto a la Corona y la defensa de la identidad nacional.
Lejos de eso, hemos padecido el año más sectario en lo ideológico; más contraproducente en lo legislativo y más incompetente en lo negativo, con el peor dato de IPC en treinta años como colofón y resumen de todo ello y el presidente protagonizando comparecencias triunfalistas mientras.
La esperanza para 2022 no puede ser alta con esa hoja de ruta. Pero si algo han demostrado España y los españoles es su capacidad de salir adelante y de reponerse, a la circunstancias y a Gobiernos que aceleran los problemas y frenan las soluciones.